Les echaron bolsas de mierda.
Cuando se parte al extranjero, opinar adquiere alguna complicación. Como si fuésemos el Minotauro de Cortázar en Los Reyes: el poema dramático, versiona e invierte el argumento de la historia mitológica. El bicho es el bueno, el amor perdido de la protagonista, y es libre sólo en su laberinto, donde la imposición del Rey no le estorba, donde la opresión no le alcanza y por lo tanto no le hace indigno. Excluidos de quien nos parió, nos perdemos en laberintos en los que somos libres, pero desde los que no podemos proponer nada, ni decir nada, y se nos prohíbe, y se nos dice que no debemos hablar de lo que pasa fuera del laberinto. Somos ajenos porque no nos ven, y un nacionalismo chauvinista cuya única justificación lógica es de realismo mágico, nos impone un silencio sepulcral. Pero es que, les echaron bolsas repletas de mierda. A Leopoldo López y a Daniel Ceballos y a los demás presos allí presentes. Léase con todas sus cinco letras: mierda.
Podríamos explayarnos sobre el significado de esta arremetida contra los Derechos Humanos, en cómo se evidencia el desmantelamiento del Estado de Derecho y de la institucionalidad, y las consecuencias que ello acarrea para la democracia y la dignidad de cada ciudadano venezolano, donde sea que se encuentre. Podríamos enarbolar los ideales detrás del respeto a los Derechos Humanos de todos sin distinción. Podríamos clamar por el retorno de la república. Podríamos argumentar todas y cada una de las ventajas de ese Estado de Derecho en cuyo espacio podrían dialogar, debatir hacer política los liberales, los conservadores, los socialdemócratas, los socialistas, y todos los demás. Podríamos tratar de entender el horror detrás de violaciones como las que ocurren, y denunciarlas, pues quizás alguien las leería. Podríamos pero, según algunos, no podemos.
El problema, sin embargo, es que aunque prisioneros de nuestra elegida libertad, aunque felices o tristes según el día, en nuestro destierro, en nuestro propio laberinto, es imposible escapar de las manos de Teseo (quién mata al Minotauro por encargo del Rey Minos). Porque aún perdidos, siempre logra encontrarnos. El poder, su autoridad y su opresión nos alcanzan, como regulación nueva, como ley que no es ley nueva o como noticia nueva. Fuera del laberinto está Ariana, y no hay manera de olvidarla. Porque tenemos nostalgia, que como dice Miguel Ángel Santos, es nostalgia de un país que ya no existe. Pero eso no la hace menos nostalgia. Esa nostalgia nos une a Ariana, a lo que está fuera del laberinto y a lo que dejamos atrás; es la misma que sentimos por nuestra propia dignidad, que no entiende de laberintos. Esa que justifica la existencia de un Estado de Derecho. Esa con la que nos congraciamos y que nos hace retorcer cuando a un hombre en una cárcel se le llena la humanidad de excremento.
Porque se puede estar en San Juan de los Morros o en Singapur, sin que ello altere que la asquerosidad nos alcance en nuestro propio laberinto. Porque le guste a quien le guste, por más perdido que esté uno, no hay forma de sortear las lanzas de Teseo, y cada quien sabe, cómo y cuándo puede, enfrentarle. Vale la pena entonces, seguir escribiendo, porque sí se puede y no existe una frontera, un laberinto o una distancia, en la que no se sienta uno salpicado por Teseo y esas bolsas de mierda.