Frontera Colombo-Venezolana: Doce sobornos durante un solo viaje
Patricia Espinal, estudiante de teatro y productora cultural, relata al Diario de Las Américas su viaje desde Mérida hasta la frontera norte con Colombia
DANIEL LOZANO/ESPECIAL
Patricia Espinal no olvidará jamás el viaje de vuelta que emprendió desde Mérida hasta la frontera norte con Colombia. Subida a borde de un autobús, y nada más salir de la estación con rumbo a la colombiana Maicao, “comenzaron las llamadas paradas de inspección. No teníamos ni idea de la mafia que rodeaba el viaje”, recuerda la joven dominicana, estudiante de teatro y productora cultural.
“El chofer y el ayudante decían señores, a los que lleven bultos, ya saben, saquen su dinerito que hay que darles algo para que no nos paren a revisar”. La dinámica se repetía a cada rato y el viaje terminó durando más del doble. En algunas inspecciones ni siquiera paraban, sólo recogían el dinero y se lo pasaban por la ventana a un militar en medio de la carretera. “En otras, hacían un teatrico y se detenía la guagua, entraba un militar o policía a revisar los pasaportes”, relata.
“En una de esas, que sí parecía un peaje grande, nos detuvieron una hora e hicieron bajar a todo el mundo. Resulta que había un ilegal en la guagua y dos niños viajando con sus padres, pero sin pasaporte. Se los llevaron. Entonces allí dijeron que querían 1.400 bolívares más por el exceso de equipaje y por los ilegales. Todos tuvimos que poner más plata”, describe todavía asombrada.
En total, Patricia sufrió 12 matracas (sobornos, las famosas coimas) a lo largo del viaje. En torno a 500 bolívares (79 dólares) en total. “Lo último fue ya en la frontera misma, donde en la oficina de migración nos pusieron a hacer una fila de dos horas, al sol, para que nos rellenaran un papelito. Cuando yo quise hacerlo, me contestaron: No, señorita, hay que colaborar con la joven”.
Una mujer llenaba uno a uno los impresos de salida. Había que pagarle. Luego tocaba una segunda fila de 40 minutos para entregarlo a un militar que apenas saludó. “Fue una sensación de ultraje. Como que te quitaron la ropa en público, sin una ni darse cuenta”, se lamenta Patricia.
“Y lo grande es que cuando cruzamos al lado colombiano, el contraste era chocante: una oficina de verdad, con sillas y sala de espera, gente que organizaba los turnos, varios agentes de migración uniformados y educados… ¡Parecía la vuelta a la civilización!”.
Fuente: www.diariolasamericas.com