Naufragando en el charco del mercado negro por Egildo Luján Nava

El Banco Central de Venezuela difundió los resultados de su sondeo mensual correspondiente a julio pasado, sobre el comportamiento del abastecimiento de alimentos de consumo masivo en el país. Y a no ser porque el porcentaje que registró la ausencia parcial de ciertos rubros es realmente escandaloso -60%- pudiera decirse que se trata de un hecho absolutamente normal en el diario acontecer de la vida venezolana. Después de todo, es lo que los venezolanos han vivido permanentemente desde hace más de un quinquenio.
Cuando la escasez de algún alimento rebasa el nivel del 20%, los conocedores de la materia afirman que los consumidores están ante un hecho que compromete su calidad de vida. Pero aquí la cosa es de tres veces ese mismo 20%, y ninguno de los cultores de la burocracia ineficiente o de la vagancia administrativa de quienes presumen ser servidores públicos, se da por enterado de lo que está sucediendo.
El aceite comestible de mezcla, el azúcar refinado, la leche en polvo, la leche líquida, la harina precocida a base de maíz, la harina de trigo son los reyes de la escasez. Después hay otros artículos que también son trofeos en esa especie de cacería familiar de alimentos en lo que se ha convertido “hacer mercado” en Venezuela.
Tal ausencia de alimentos se da en un ambiente de circunstancias particularmente comprometedoras para esos mismos funcionarios que desestiman la grave situación del cuadro abastecedor. Ellos refrendaron las nacionalizaciones, expropiaciones y despojos a particulares con decenas de años dedicados a producir en fincas o en industrias procesadoras. Y saben, desde luego, que el Gobierno del que forman parte debería estar honrando eficientemente su responsabilidad de producir con base en su control del 42% de la producción de harina de maíz, del 48% del azúcar refinado, del 33% del arroz, del 78% del café, del 50% de la leche. Pero no lo hace.
Además, tales funcionarios cubren su incompetencia apelando al impropio procedimiento de convertir el negocio petrolero en un sistema de trueque por alimentos producidos en otros países. Y recurren a la importación de bienes en proceso de remate o liquidación, de espalda al obligatorio cumplimiento de procesos licitatorios, a la ética valoración del negocio transparente, y acatamiento a las normativas básicas de tipo sanitario.
Hoy el país está lleno de ruidos pre-electorales. Y entre ellos sobresale uno dirigido a convencer a seguidores y votantes adversarios, sobre la moralidad administrativa que se habría posado sobre el territorio nacional, para impedir que la corrupción se siga potenciando a la velocidad y en los niveles de proporcionalidad de los últimos años. Mientras tanto, más del 50% de los venezolanos no calla ante lo que considera que es obligante expresar: los casos que evidencian la voluntad de erradicar esa plaga moral venezolana, como es la corrupción, no convencen.
Es una duda que no está atada totalmente a la suspicacia que genera la promesa comprometedora de quien asegura un accionar sincero. Tampoco a la creencia de que la voluntad política que se asume como costo para mercadear la asepsia administrativa, no es auténtica. Pero sí a que no son compatibles los dichos, las verbalizaciones atadas a compromisos de ataque frontal en contra de quienes viven del delito, con casos como ese relacionado con la modalidad administrativa que se viene empleando para importar alimentos, por ejemplo.
El Gobierno canaliza actualmente la compra del 45,5% de las importaciones que llegan al país. Y lo hace divorciado de la obligación de hacer públicos detalles, cláusulas, acuerdos, sistemas, formatos de negociación, dineros utilizados, cuentas registradas y consignadas. Es lo que le exige el cumplimiento de la ley que rige dicho procedimiento.
Lo que se importa, se da como un hecho porque está relacionado con un bagaje de planillas aduanero-portuarias, y nada más. Todo es secreto de Estado. Tan secreto que es un misterio saber si, en efecto, el petroestado venezolano debió autorizar y realizar importaciones petroleras por 6.100 millones de dólares al cierre del primer semestre del 2013, es decir, 24% más que en la primera mitad del año pasado, cuando el monto de ubicó en 4.900 millones de dólares. Tan misterioso y secreto que no hay manera de saber con precisión si Venezuela debió importar bienes no petroleros entre enero y junio por un valor de 6.300 millones de dólares, equivalente a 21% más que en el mismo período del 2012, cuando lo que se adquirió en el exterior llegó a 5.200 millones de dólares. ¿A qué se debe tanto misterio?
Durante la primera mitad del 2013, todas las importaciones venezolanas, es decir, las de bienes de consumo final, intermedio y para atender la formación bruta de capital, alcanzaron a 27.519 millones de dólares. Sobre el tema se habla en abundancia dentro y fuera del territorio. Para productores primarios e industriales colombianos, por ejemplo, las cifras de importación de alimentos en Venezuela son voluminosas, pero, además, no deja de ser también inquietante que parte importante de ellas, importadas al cambio subsidiado de Bs. 6,30/$, también formen parte de la oferta alimenticia colombiana, compitiendo deslealmente con el productor local. Es decir, se habla es de exportaciones venezolanas presentes en el vecino país. Pero ¿autorizadas por quién?. ¿Llevadas al sitio cómo?.
En el medio de exacerbados volúmenes de importaciones, es verdad, hay un ruido contra la apropiación indebida de recursos públicos. Pero, al final, más que ruido, pareciera ser una bulla insustancial, incapaz de atacar las causas de la corrupción y de beneficiar a los consumidores venezolanos.
Es verdad, hay consumidores venezolanos que reconocen ser receptores de algún beneficio del festín de los millones de dólares que se emplean en las importaciones. Pero a ellos poco les importa conocer el verdadero costo de lo que le representó a su país la compra internacional de lo que cree beneficiarle. Le resulta indiferente adquirirlo en la taquilla de la formalidad o de la informalidad, aunque está convencido que su opción-alternativa más confiable ha pasado a ser el submundo del mercado negro.
Ciertamente, de manera progresiva el mercado negro en Venezuela se ha ido convirtiendo en el mercado eficiente por excelencia. Es el hijo legítimo de una concepción marcadamente ideologizada de la economía, según la cual el libre mercado es la antítesis del espíritu progresista del ser humano. Y constituye un solventador de necesidades individuales, familiares y hasta colectivas, signado por el alto costo fijado por la ilegalidad, pero también por la garantía de que es un oferente seguro, confiable, de bienes de calidad, y liberador del consumidor a tener que hacer “colas” de muchas horas para acceder al bien que necesita.
En Venezuela, hablar de mercado negro es también del gran dispensador de dólares cuando las diligencias ciudadanas no prosperan en Cadivi o el Sicad. También de alimentos cuando las redes públicas y privadas del comercio no son capaces de atender las demandas de los consumidores. Asimismo, de la oferta de apartamentos en alquiler después que la formalidad del negocio fue secuestrada por una norma marcadamente caprichosa. Y hasta de la administración de justicia por la vía de la violencia, después que la impunidad pasó a ser un componente activo y efectivo de todo un sistema de vicios alrededor de la relación Estado-ciudadano.
Es un mercado cuestionado y celebrado; condenable y aplaudido; costoso y alabado; reconocido por propios y extraños; tristemente protagonista en un país cuya base moral se derrite en el medio del desentendimiento entre los componentes de su liderazgo.
¿Y pueden los venezolanos y su país seguir subsistiendo eternamente en dicho ambiente, sin que eso se traduzca en una mayor degradación de la calidad de vida ya maltratada por la compleja reinante realidad económica, social, política y moral? ¿También terminará siendo formal el mercado negro nacional, o acaso ya lo es?