Más difícil que ganar: Sostenerse en el poder por Eduardo Barajas Sandoval
El drama de las revoluciones impulsadas por triunfos electorales inesperados radica en la dificultad, y aún en la inconveniencia, de cambiarlo todo de un momento para otro. Los que ganaron y quieren el cambio lo desean para ya, y están más que dispuestos al desencanto. Los que nunca lo quisieron se aferrarán al modelo que les convino y estarán listos a aprovechar cualquier ocasión para volver a lo de antes. Pero hay algo que viene a empeorar las cosas: si tradicionalmente no existe un espacio abierto y leal para la oposición, surge el denominador común de la incertidumbre y de la desconfianza. Es esa circunstancia la que con frecuencia se olvida al calificar y relacionarse con democracias precarias, de las que se espera más de lo que pueden dar.
Aparentemente la tragedia de Egipto radica en la ineptitud de los hermanos musulmanes, luego de un año en el poder, para administrar los complejos problemas del país y al mismo tiempo satisfacer las ansias de sus seguidores de ver cuanto antes hechas realidad las promesas acumuladas de varios decenios, contenidas por la represa del modelo de gobierno anterior. Algo difícil de conseguir, justamente debido a la circunstancia de tener que ir en contra de la inercia de tantos años de consolidación de un modelo diseñado cuidadosamente, con la ayuda extranjera, para contener el avance de posturas radicales fundamentadas en una interpretación política conservadora del Islam.
Una vez más, los que han dedicado su vida, aún sin esperanza, al ejercicio de un remedo de oposición proscrita, que los considera enemigos a muerte y no enemigos políticos, encuentran su límite cuando por obra del destino les llega la oportunidad de gobernar. La índole del trabajo súbitamente les cambia. Ahora son los de detrás del escritorio, no los de la acción clandestina. Ahora sus actos están marcados por responsabilidades y exigencias públicas, porque se han convertido en la voz de la nación, y no son ya solamente la voz de la oposición. Toda una serie de obligaciones normativas, además de las morales, les imponen formas de trabajo de las que difícilmente pueden escapar, como les señalaría su instinto, sin caer en la ilegalidad. Ya no tienen que pensar solamente en sus adeptos y sus anhelos sino en las aspiraciones de todo el país.
La impotencia para atender al mismo tiempo cabalmente las obligaciones de su programa político y las que corresponden a sus deberes de Jefe de Estado, se llegó a convertir en una trampa sin salida para Mohamed Morsi. La prueba está en que llegó a molestar tanto a los que viven de las añoranzas de los regímenes anteriores, sostenidos con el apoyo incondicional de los Estados Unidos y sus potencias aliadas, como a los incautos que pensaron que con su llegada a la presidencia se iniciaría de una vez una nueva era.
La reacción militar, anunciada hace meses por muchos con tristeza, inclusive desde esta columna, no se hizo esperar. Algo que es de lamentar, porque constituye una violación amplia de las reglas de juego de la ya precaria democracia egipcia. Pero hay algo que sorprende de verdad y es la laxitud con la que en muchos países se ha tomado el asunto de si se trató o no de un Golpe de Estado, cuando tienen muy claro qué lo fue. Darle rodeos no es sino volver a jugar el juego tenebroso de sostener regímenes salidos de cuevas extrañas, como pasó tantas veces en América Latina y en África, que muestran un record lamentable de regímenes que los campeones de la libertad apoyaron sin reatos en la medida que servían a sus intereses.
La prudencia de los Estados Unidos en esta materia ha sigo digna a la vez de admiración y de sospecha. El enigma se despejará pronto, con motivo de la exploración más profunda del tema. Si llegan a decir que por fin no se trató de un golpe de estado, estarán retrocediendo varias décadas y nos harán recordar muchas circunstancias funestas. Si llegan a opinar que se trató de un golpe, se abrirían caminos más complejos pero a la vez más promisorios, para el desarrollo de una democracia egipcia. En ese caso, la contribución mayor sería la de permitir que los propios egipcios busquen su propio camino hacia la democracia, como país de indudable raigambre islámica, sin tratar de imponerles modales políticos que no tienen cabida en un sociedad. Pero sobre todo ayudarles a desarrollar, si es que pueden, el esqueleto de un sistema político que tenga claro que Asuán no es Filadelfia y que, de común acuerdo, le pueda dar cabida al ejercicio normal y constructivo de una oposición que sea capaz de entrenarse de verdad en el manejo de los asuntos estatales, para cuando le llegue su turno. Así no se arreglarían de un golpe todos los problemas, pero tal vez se evitarían al menos desgracias tan atípicas y vergonzosas como la de hoy.
Fuente: El Espectador