Un gigante no es necesariamente violento. Al menos, no siempre lo es. Sólo hay que encontrarse con él para que lo sea. No necesariamente anda por ahí buscando pelea. En franca oposición al espíritu olímpico, civilizatorio, social, el gigante es usualmente un ser solitario, que vive alejado de los hombres, acompañado ocasionalmente por pequeños rebaños de ovejas –a las que se come de un bocado- o de animales silvestres que pastan cerca del lugar en el que el gigante duerme: laderas de volcanes o montañas, islas desiertas, cuevas en lugares remotos. El territorio del gigante es no plenamente humano en tanto se mantiene en los umbrales de lo estrictamente necesario para la supervivencia: un lugar generalmente provisto por la propia naturaleza para guarecerse medianamente de los caprichos del clima, una fuente más o menos constante de alimento –a la que se accede mediante la fuerza y no mediante el trabajo: jamás se ha visto a un gigante sembrando, por ejemplo- y el mínimo de sociabilidad necesaria. Los gigantes se agremian exclusivamente, al parecer, para hacer la guerra. Al menos es así en los relatos griegos correspondientes a la gigantomaquia. Para las tradiciones rabínicas, los gigantes son hijos engendrados por los ángeles caídos con las hijas de Caín. En todo caso, tienen el mismo carácter de los gigantes griegos o nórdicos: su origen puede ser incluso parcialmente divino –hijos de Urano y Gea, según Hesíodo-, pero son siempre inconquistables, salvajes, insolentes. Dirían las voces devotas, no tienen temor de Dios y, en tanto inconquistables, sus dominios son, en efecto, no-conquistados. Su no-humanidad (su para-humanidad) se distingue porque no hace lo propiamente humano: trabajar, modificar el medio ambiente haciendo cultura –agricultura, la forma más básica de transformación de la naturaleza-. El gigante, se entiende, es encarnación de la humanidad preolímpica, pre-neolítica. Está más cerca de la naturaleza que de lo que podemos llamar, con propiedad, específicamente humano.
Venezuela, tierra de gigantes por Daniel Esparza

Un gigante no es necesariamente violento. Al menos, no siempre lo es. Sólo hay que encontrarse con él para que lo sea. No necesariamente anda por ahí buscando pelea. En franca oposición al espíritu olímpico, civilizatorio, social, el gigante es usualmente un ser solitario, que vive alejado de los hombres, acompañado ocasionalmente por pequeños rebaños de ovejas –a las que se come de un bocado- o de animales silvestres que pastan cerca del lugar en el que el gigante duerme: laderas de volcanes o montañas, islas desiertas, cuevas en lugares remotos. El territorio del gigante es no plenamente humano en tanto se mantiene en los umbrales de lo estrictamente necesario para la supervivencia: un lugar generalmente provisto por la propia naturaleza para guarecerse medianamente de los caprichos del clima, una fuente más o menos constante de alimento –a la que se accede mediante la fuerza y no mediante el trabajo: jamás se ha visto a un gigante sembrando, por ejemplo- y el mínimo de sociabilidad necesaria. Los gigantes se agremian exclusivamente, al parecer, para hacer la guerra. Al menos es así en los relatos griegos correspondientes a la gigantomaquia. Para las tradiciones rabínicas, los gigantes son hijos engendrados por los ángeles caídos con las hijas de Caín. En todo caso, tienen el mismo carácter de los gigantes griegos o nórdicos: su origen puede ser incluso parcialmente divino –hijos de Urano y Gea, según Hesíodo-, pero son siempre inconquistables, salvajes, insolentes. Dirían las voces devotas, no tienen temor de Dios y, en tanto inconquistables, sus dominios son, en efecto, no-conquistados. Su no-humanidad (su para-humanidad) se distingue porque no hace lo propiamente humano: trabajar, modificar el medio ambiente haciendo cultura –agricultura, la forma más básica de transformación de la naturaleza-. El gigante, se entiende, es encarnación de la humanidad preolímpica, pre-neolítica. Está más cerca de la naturaleza que de lo que podemos llamar, con propiedad, específicamente humano.