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Poder y Alianzas en el Medio Oriente Por Víctor M. Mijares

Si en alguna región del mundo el equilibrio de poder es delicado y vital, es Medio Oriente. Cada cambio en la postura de un gobierno, bien sea por elecciones, golpes de Estado, revueltas populares, guerra civil o internacional, es un amenaza a un frágil e imperfecto equilibrio geoestratégico marcado por la distribución de capacidades y el sistema de alianzas en la región.

Hasta hace una década se podía caracterizar a este mecanismo de equilibrio de poder como un pentágono, con Israel, Turquía, Arabia Saudí e Irán como actores principales, y con un Irak debilitado, pero aún beligerante. Bajo ese esquema la presencia rusa era menor, y no cabía duda de la influencia occidental en los asuntos del Medio Oriente, en especial con respecto a la relación con Israel. Los conflictos localizados respondían en mayor o menor medida a un juego de alianzas que establecía una vinculación especial entre Tel Aviv y Washington; una compleja pero funcional alianza entre Washington y Arabia Saudí; un Egipto diplomáticamente anestesiado estaba alineado a los EEUU, y era un privilegiado receptor de ayuda militar, mientras que a cambio respetaba los acuerdos de reconocimiento de Israel; Irán y Siria jugaban en equipo y sostenían a Hezbolá como brazo activo de la guerra con Israel, mientras ejercían tutelaje sobre el complejo sistema político libanés; Turquía, por su parte, era una laica potencia de la OTAN, con fuertes lazos de cooperación militar con Israel.

La caída del régimen de Saddam, luego de invasión liderada por los EEUU, el aumento en los precios del petróleo y la llegada al poder de Ahmadineyad, trastocaron el orden descrito, dando como resultado la mayor beligerancia de Hezbolá y mayor intervención siria en el Líbano,  desatando la guerra contra Israel. Eventos de alto riesgo siguieron a la guerra, como el ataque preventivo a una central nuclear siria, o el llamado a la desaparición de Israel desde Teherán, pasando por el fraude electoral iraní y la tensión entre las fuerzas armadas y los islamistas moderados turcos. Pero en líneas generales, y considerando las características de la zona, se podría decir que se mantenía un orden centrado, ahora, en potencias cardinales activas: al oeste Israel (democracia liberal judía), al sur Arabia Saudí (monarquía absoluta suní), al este Irán (república teocráticas chií) y al norte Turquía (democracia tutelada laica).

Los traumáticos eventos que se desatan en 2011, eufemísticamente llamados “primavera árabe” por los medios occidentales, van a trastocar todo el orden de poder y alianzas en la región, en un proceso que sigue su curso y que hoy se enfoca, principalmente, en Siria. La caída de gobiernos laicos autoritarios contrasta con la resistencia de las monarquías por derecho divino. Por causas que resultan difíciles de asimilar por sociedades como las nuestras, derivadas de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX, la legitimidad ha acompañado a la fuerza en el caso de las monarquías absolutas árabes (aunque no es posible saber por cuánto tiempo). Somos testigos del despertar diplomático egipcio, con una particular identidad sofocada aún por las tensiones entre fuerzas armadas y gobierno islamista, quebrando así el orden cardinal de poder antes descrito. Los militares turcos y los islamistas moderados en el gobierno parecen haber conseguido un espacio común de acuerdo, lo que les permite jugar con mayor autonomía en el tablero del Medio Oriente. Un alineamiento imperfecto, como son los alineamientos en sistemas multipolares, se comienza a ver entre Egipto, Turquía e Irán (este último siempre cercano a la Siria de los Assad), lo que lleva a una reacción similar, aunque menos evidente, entre Israel y Arabia Saudí, con asistencia estadounidense, y con el propósito de contener los efectos del alineamiento egipcio-turco-iraní (países demográficamente centrales de las naciones árabe, turca y persa).

Pero las revueltas llegaron a la pieza geopolítica central del Medio Oriente, y hace pocos días se comienza a ver violencia en la propia Damasco. Lejos de ser el Estado más poderoso, el más poblado, o el más rico, Siria ocupa una posición central en el teatro de operaciones regional, siendo pieza clave para su (in)estabilidad. Assad se ha valido del poder de fuego que su régimen ha venido acumulando en su tensa relación con Israel y en su tutelaje sobre Líbano. Sus fuerzas militares fueron fortalecidas bajo el concepto de la amenaza externa, distinto al caso totalitario de Gadafi, quien suponía que con debilitar a las fuerzas armadas evitaría golpes de Estado (como el que él mismo dio). El problema para Assad es que esas fuerzas militares profesionales y equipadas se dividieron, y las tensiones contra los alauitas, minoría que él representa, funcionaron para quebrar el orden interno. La guerra ha contado con dos aliados fundamentales: Irán, que presta asistencia militar indirecta, y Rusia, que además de la asistencia militar, ha dado un formidable apoyo diplomático con la esperanza de que Assad gane la guerra, se mantenga leal a Moscú, siga siendo el patrón de Hezbolá, el aliado árabe clave de Irán, y así la presencia estadounidense en la región se vea, al menos, minada.

En plena retirada estratégica, y habiendo definido como política de seguridad la tesis del “pivote asiático” (una maniobra a largo plazo para cercar a China y preparar ventajas para el futuro balance de poder mundial), los EEUU se encuentran en una posición difícil, pues la relación reciente con los aliados, en especial con Israel, no ha sido la mejor. Arabia Saudí, por su parte, se hace cada vez más frágil con su monarquía absoluta gerontocrática, y el patrón de conducta de Obama con respecto a los aliados tradicionales (Pakistán, Colombia, Israel, Egipto) deja mucho que desear para quienes requieren respuestas de un socio mayor leal. Por estas razones, consideramos que un objetico vital en la cuestión siria es debilitar las alianzas iraníes, pero sobre todo el poder ruso en la región. Para ello resulta de gran importancia gestionar la caída de Assad, pero al mismo tiempo ofrecer garantías a sus aliados regionales sobre el futuro que les espera con los cambios que operan en Egipto, Siria y Turquía.

La complejidad de los patrones de distribución de poder y de las alianzas en el Medio Oriente podría definirse en una lucha calle-por-calle en Damasco en los próximos días. Las potencias mundiales y los poderes regionales están actuando con una variedad de herramientas en el conflicto, pero terminan jugando a mejorar sus probabilidades sin ninguna garantía de éxito, pues en el caso sirio la niebla de guerra parece hacerse cada día más espesa.

@vmijares

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Si en alguna región del mundo el equilibrio de poder es delicado y vital, es Medio Oriente. Cada cambio en la postura de un gobierno, bien sea por elecciones, golpes de Estado, revueltas populares, guerra civil o internacional, es un amenaza a un frágil e imperfecto equilibrio geoestratégico marcado por la distribución de capacidades y el sistema de alianzas en la región.

Hasta hace una década se podía caracterizar a este mecanismo de equilibrio de poder como un pentágono, con Israel, Turquía, Arabia Saudí e Irán como actores principales, y con un Irak debilitado, pero aún beligerante. Bajo ese esquema la presencia rusa era menor, y no cabía duda de la influencia occidental en los asuntos del Medio Oriente, en especial con respecto a la relación con Israel. Los conflictos localizados respondían en mayor o menor medida a un juego de alianzas que establecía una vinculación especial entre Tel Aviv y Washington; una compleja pero funcional alianza entre Washington y Arabia Saudí; un Egipto diplomáticamente anestesiado estaba alineado a los EEUU, y era un privilegiado receptor de ayuda militar, mientras que a cambio respetaba los acuerdos de reconocimiento de Israel; Irán y Siria jugaban en equipo y sostenían a Hezbolá como brazo activo de la guerra con Israel, mientras ejercían tutelaje sobre el complejo sistema político libanés; Turquía, por su parte, era una laica potencia de la OTAN, con fuertes lazos de cooperación militar con Israel.

La caída del régimen de Saddam, luego de invasión liderada por los EEUU, el aumento en los precios del petróleo y la llegada al poder de Ahmadineyad, trastocaron el orden descrito, dando como resultado la mayor beligerancia de Hezbolá y mayor intervención siria en el Líbano,  desatando la guerra contra Israel. Eventos de alto riesgo siguieron a la guerra, como el ataque preventivo a una central nuclear siria, o el llamado a la desaparición de Israel desde Teherán, pasando por el fraude electoral iraní y la tensión entre las fuerzas armadas y los islamistas moderados turcos. Pero en líneas generales, y considerando las características de la zona, se podría decir que se mantenía un orden centrado, ahora, en potencias cardinales activas: al oeste Israel (democracia liberal judía), al sur Arabia Saudí (monarquía absoluta suní), al este Irán (república teocráticas chií) y al norte Turquía (democracia tutelada laica).

Los traumáticos eventos que se desatan en 2011, eufemísticamente llamados “primavera árabe” por los medios occidentales, van a trastocar todo el orden de poder y alianzas en la región, en un proceso que sigue su curso y que hoy se enfoca, principalmente, en Siria. La caída de gobiernos laicos autoritarios contrasta con la resistencia de las monarquías por derecho divino. Por causas que resultan difíciles de asimilar por sociedades como las nuestras, derivadas de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX, la legitimidad ha acompañado a la fuerza en el caso de las monarquías absolutas árabes (aunque no es posible saber por cuánto tiempo). Somos testigos del despertar diplomático egipcio, con una particular identidad sofocada aún por las tensiones entre fuerzas armadas y gobierno islamista, quebrando así el orden cardinal de poder antes descrito. Los militares turcos y los islamistas moderados en el gobierno parecen haber conseguido un espacio común de acuerdo, lo que les permite jugar con mayor autonomía en el tablero del Medio Oriente. Un alineamiento imperfecto, como son los alineamientos en sistemas multipolares, se comienza a ver entre Egipto, Turquía e Irán (este último siempre cercano a la Siria de los Assad), lo que lleva a una reacción similar, aunque menos evidente, entre Israel y Arabia Saudí, con asistencia estadounidense, y con el propósito de contener los efectos del alineamiento egipcio-turco-iraní (países demográficamente centrales de las naciones árabe, turca y persa).

Pero las revueltas llegaron a la pieza geopolítica central del Medio Oriente, y hace pocos días se comienza a ver violencia en la propia Damasco. Lejos de ser el Estado más poderoso, el más poblado, o el más rico, Siria ocupa una posición central en el teatro de operaciones regional, siendo pieza clave para su (in)estabilidad. Assad se ha valido del poder de fuego que su régimen ha venido acumulando en su tensa relación con Israel y en su tutelaje sobre Líbano. Sus fuerzas militares fueron fortalecidas bajo el concepto de la amenaza externa, distinto al caso totalitario de Gadafi, quien suponía que con debilitar a las fuerzas armadas evitaría golpes de Estado (como el que él mismo dio). El problema para Assad es que esas fuerzas militares profesionales y equipadas se dividieron, y las tensiones contra los alauitas, minoría que él representa, funcionaron para quebrar el orden interno. La guerra ha contado con dos aliados fundamentales: Irán, que presta asistencia militar indirecta, y Rusia, que además de la asistencia militar, ha dado un formidable apoyo diplomático con la esperanza de que Assad gane la guerra, se mantenga leal a Moscú, siga siendo el patrón de Hezbolá, el aliado árabe clave de Irán, y así la presencia estadounidense en la región se vea, al menos, minada.

En plena retirada estratégica, y habiendo definido como política de seguridad la tesis del “pivote asiático” (una maniobra a largo plazo para cercar a China y preparar ventajas para el futuro balance de poder mundial), los EEUU se encuentran en una posición difícil, pues la relación reciente con los aliados, en especial con Israel, no ha sido la mejor. Arabia Saudí, por su parte, se hace cada vez más frágil con su monarquía absoluta gerontocrática, y el patrón de conducta de Obama con respecto a los aliados tradicionales (Pakistán, Colombia, Israel, Egipto) deja mucho que desear para quienes requieren respuestas de un socio mayor leal. Por estas razones, consideramos que un objetico vital en la cuestión siria es debilitar las alianzas iraníes, pero sobre todo el poder ruso en la región. Para ello resulta de gran importancia gestionar la caída de Assad, pero al mismo tiempo ofrecer garantías a sus aliados regionales sobre el futuro que les espera con los cambios que operan en Egipto, Siria y Turquía.

La complejidad de los patrones de distribución de poder y de las alianzas en el Medio Oriente podría definirse en una lucha calle-por-calle en Damasco en los próximos días. Las potencias mundiales y los poderes regionales están actuando con una variedad de herramientas en el conflicto, pero terminan jugando a mejorar sus probabilidades sin ninguna garantía de éxito, pues en el caso sirio la niebla de guerra parece hacerse cada día más espesa.

@vmijares

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