De todos los componentes del Sistema de Naciones Unidas, el más mediático y polémico es y siempra ha sido, el Consejo de Seguridad, sobre quien recae nada más y nada menos, que la responsabilidad de ser garante de la paz y la seguridad internacional, lo cual se traduce en la práctica en gestionar el funcionamiento de las misiones de paz, aplicar la doctrina de la responsabilidad de proteger (cuando sea invocada) y actuar en casos en los que haya un quebrantamiento de la paz y sea necesario restablecerla.
La conformación del Consejo y sus métodos de trabajo así como la forma en que se adoptan sus decisiones han sido objeto de análisis y críticas por años y décadas. Se han intentado tímidos cambios según las circunstancias, con éxito parcial, pero el fondo del asunto ha sido obviado a pesar de que dentro de las mismas Naciones Unidas se llevan a cabo constantemente consultas en aras de reformar este conciliábulo diplomático de carácter ejecutivo.
Nótese, antes de hablar de las posibilidades de reforma, que según la propia Carta del organismo internacional (capítulo XVIII para más señas), son los cinco miembros permanentes quienes tienen la última palabra ante cualquier modificación del instrumento -y por derivación, cualquier alteración en sus órganos principales-.
El ex Secretario General Kofi Annan era partidiario de resolver este asunto rápidamente habida cuenta de la “emergencia” de conflictos y situaciones de distinta índole que caen dentro del mandato del Consejo. Pero a la fecha poco se ha logrado.
Una de las alternativas propuestas es aumentar el número de miembros del Consejo, llevándolo a 24 países, pasando por incluir 6 países permanentes adicionales y 3 más no permanentes, o dejar el número de miembros permanentes como está y elevar la cifra de no permanentes hasta alcanzar el mismo número, 24.
Si la opción es la de mantener la categoría de “permanentes” -que para algunos es contraria al principio jurídico internacional de igualdad soberana de los Estados pero que para otros responde simplemente a una realidad geopolítica ineludible- y aumentar el número de países con tal adjetivo, entramos en el dilema de cuáles saldrían favorecidos o más propiamente, cuáles se abrogan el derecho de ser calificados como tales.
América Latina no tiene una posición común al respecto. Las grandes economías de la subregión, Argentina, Brasil y México han expresado su deseo de ser el “representante” nuestro en el Consejo, de darse una ampliación. Pero los cariocas llevan la voz cantante y de allí los esfuerzos recientes de Itamaraty, de posicionar más a Brasil en el escenario mundial incrementando a más no poder su presencia en las Naciones Unidas. Pero sus vecinos, ven estas ansias brasileñas con recelo y suspicacia.
Alemania, India y Japón han saltado también a la palestra en sus respectivos espacios geográficos. El primero contaría hipotéticamente con el respaldo europeo, prácticamente unánime. A India se le opone Pakistán y a Japón varios países asiáticos, con las dos Coreas a la cabeza (sorprendentemente, en esto poseen una postura común).
Incluir por otro lado a un país africano, es complicado pues aunque el continente se ve desde afuera como un todo homogéneo, la enorme diversidad de religiones, culturas, lenguas e ideologías hace improbable, por no decir que imposible, que haya un sólo país africano que les represente a todos. Y, considerando que buena parte de la agenda del Consejo se concentra precisamente en África, es aún más delicado.
Eliminar el derecho de veto es quizás más apremiante para algunos, por encima de la expansión o no del Consejo. Aunque hay que decir que el veto pocas veces se emplea en la práctica, pues se realizan cuantas consultas y negociaciones informales sean necesarias para lograr un consenso, a veces este último no llega. El caso de Siria es ilustrativo en este particular.
Recientemente, el Consejo ha aprobado “declaraciones de la Presidencia” o “comunicados de prensa”, que aunque no revisten carácter legal sí poseen una legitimidad política incuestionable. Su adopción, realizada por consenso y no sujeta a los extremos de la Carta, se ha hecho común ante la imposibilidad de lograr acuerdos para una resolución vinculante.
Es ingenuo pensar que los miembros permanentes consientan quitarse el poder privilegiado con el que gozan. Más realista es, pensar en limitar el uso del derecho de veto. Es perfectamente posible establecer un acuerdo que impida que el veto sea empleado en casos de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Una de las opciones es establecer que una acción del Consejo en este tipo de situaciones, deba contar con el voto afirmativo de dos y no cinco, de los miembros permanentes.
Democratizar esta instancia decisoria es un eje transversal de la reforma de las Naciones Unidas que ya avanza con rapidez en otros aspectos tales como la denominada “coherencia” del Sistema y los elementos que le conforman. Empero, el logro de un cambio en el Consejo pasa por el logro de un denominador común en las voluntades políticas de Washington, Londres, París, Moscú y Beijing. Y al día de hoy, luce bastante cuesta arriba.
Omar Hernández
Internacionalista
@omarhUN