Trópico gavilán, por Samuel González-Seijas - Runrun
Trópico gavilán, por Samuel González-Seijas

@lectordepaso 

No solo la Guacamaya, con su graznido selvático y sus colores de otro tiempo. Tampoco el zamuro, un habitante del aire todavía más viejo, que siempre patrulla en círculos altísimos y marca con su tiza negra dónde se descompone lo vivo, dónde ha caído algo (¿alguien?) muerto. Ni la garcita ribereña del Guaire, tan delicada y frágil como uno la ve, pero que sobrevive de lo que pesca en la corriente sucia de la ciudad. Menos aun las palomas, que ni en las plazas abundan como antes.  

Una ave de signo distinto se ha metido entre los árboles de las avenidas y los filos de los edificios: el gavilán. Ocre quemado sobre una capa de plumas de tonalidad crema, suave como el pasto; dos patas amarillas y el pico de matar se mueven a plena tarde, todos los días del calendario nuestro.

¿Quién que mire con detenimiento, no ha visto este magnífico rapaz cuya aparición frecuente entre nosotros me ha resultado sorpresiva y hasta inquietante? Verlo al acecho, insomne de cazar a plena luz del día, es toda una experiencia. Su estampa, como la de todo animal depredador, de líneas agudas y vuelo súbito como este, le trae a uno figuras de heráldica y emblemas nobles, de leyendas que solo se tienen en la memoria o en el sueño. Sobre todo en una ciudad que perdió sus antiguas imágenes hace tiempo, que no conecta o que le cuesta conectar con sus contenidos primeros, esta aparición inesperada del gavilán la lleva de nuevo hasta un territorio en el que sus habitantes no tienen cómo defenderse. Porque para un caraqueño, probablemente para una buena porción de nosotros, ya el recuerdo del pasado es como una masa oscura o difusa que mientras más lejos está en el tiempo histórico, más desdibujada le resulta. El gavilán parece abrir una puerta imaginaria a una ciudad que fue antes que todo rural, muy anclada a los ritmos de sus primeros días, apegada a actividades de la tierra durante casi cuatro siglos. Por eso, creo, inquieta su bella aparición.

He tenido la fortuna de ver el vuelo de caza de estos pájaros. He visto cómo en una mañana, sobre una colina de Caurimare, dos loros aleteaban para salvarse delante de un gavilán que los seguía. He visto su rayo súbito caer de arriba sobre cuerpos de menor tamaño, que pagaron su descuido con un zarpazo limpio. Sobre todo, en la luz más llevadera de las cinco de la tarde, los he observado tejer sus rutas, marcar su espacio, llamar a su pareja con un pitido como de ferrocarril, metálico y penetrante.    

Allí donde abunde la vegetación, el gavilán estará acechando. Hay que decir también que el gavilán de estos días ha adoptado comportamientos que quiebran esta imagen algo romántica y afectada con la que lo recupero aquí. Ese mismo bello animal, de indiscutible diseño y porte, sabe asimismo comer de los restos humanos, se sabe quitar el disfraz totémico que la imaginación le ha colocado encima y baja hasta el suelo, como muchos de nosotros, a intentar recoger su mendrugo de vida.

He visto gavilanes esperar a que niños desalojen un patio de recreo para abalanzarse sobre los restos de lo que aquellos han comido. Picotean como gallinas pedazos de sándwich, bolsas de galleta, tocones de pan. Detrás del hospital universitario de Caracas, en la UCV, he mirado una bandada entera moverse sobre las cercanías de un container de basura, esperando a las ratas, supongo. Al menos en eso, la naturaleza salvaje de estos alados mantiene su pulso. Y es cuando he visto estas cosas que comienzo a entender que la urbe se ha llenado de animalejos que han hecho crecer, en proporción, la población de estos gavilanes famélicos. Una tensión entre ratas y rapaces se hace hoy más estrecha y uno pudiera libremente ver en esa realidad el símbolo de lo que se cuece colectivamente.

Gavilanes del trópico, que van y vienen, limpien la ciudad inmunda, destartalada y febril. Maten sus presas y vuelvan con el sol de la tarde a su lejano reino. Es, secretamente, mi petición.     

 

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