Si en el mundo de los negocios la expresión “el tiempo es dinero” es un axioma ampliamente aceptado, en ciertas circunstancias dentro de los conflictos armados se podría invertir a “el dinero es tiempo”. Muamar Gadafi ha resistido desde febrero una revuelta que en marzo se convirtió en una intervención aérea de la OTAN con autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. El costo político que afrontarían democracias liberales, que atraviesan significativas dificultades económicas, de colocar tropas en tierra, es tan previsiblemente elevado que los rebeldes reunidos en la informe confederación autodenominada Consejo Nacional de Transición (CNT) han tenido que luchar con sus propias armas y entrenamiento, contando sólo con la capacidad de destrucción remota de la alianza atlántica.
Las fuerzas de Gadafi han estado luchando dos tipos de guerra: una de desgaste frente al CNT, y otra de resistencia frente a la OTAN. Dado que es último es el rival más importante, Trípoli se aferra más a la variable tiempo que a la potencia. Pero para ello debe contar con los recursos necesarios para resistir, y el limitado control sobre la infraestructura energética del país obliga a Gadafi a activar sus pocas y lejanas alianzas. Allí entra la carta que envía a Hugo Chávez, meses después que su régimen, de boca de su hijo Saif al-Islam, afirmara que no requería ninguna forma de mediación venezolana, decepcionando el interés de Chávez por participar en la dinámica política mundial más allá de nuestra región. El objetivo de la misiva, y de los emisarios libios recibidos por el canciller Maduro, no es evitar el reconocimiento de CNT por parte de los países latinoamericanos -pues el reconocimiento de los grandes poderes occidentales es lo que realmente puede marcar la diferencia-, sino conseguir la cooperación venezolana en materia de comercialización de crudo. La primera etapa supone tomar el control de embarques libios y venderlos en mercados internacionales bajo bandera venezolana, y la segunda etapa sería abrir una línea de crédito a Libia bajo la forma de ventas a futuro, brindando a Gadafi la posibilidad con contar con la liquidez necesaria para prologar la guerra y de ese modo intentar vencer militarmente al CNT y, al mismo tiempo, agotar a la opinión pública de los miembros de la OTAN.
¿Cuáles son las opciones y consecuencias para Venezuela? El gobierno nacional ha aprovechado los altos precios que se desprenden del conflicto libio, pues en una etapa de recesión económica de los mercados occidentales la guerra se ha convertido en un alivio para el resto de los miembros OPEP, sobre todo para aquellos que, como nosotros, no están (aún) directamente involucrados. Eso nos lleva a considerar que la prolongación del conflicto es una opción racional para el gobierno venezolano, no sólo encajando en sus criterios ideológicos e intereses geopolíticos, sino además, rindiendo frutos económicos. Pero la capacidad de explotación petrolera venezolana está mermada por la desinversión, y sólo sacrificando parte de los recursos en fondos parafiscales se podría socorrer a Gadafi, lo que tiene serias implicaciones prácticas de cara a un año electoral.
Las consecuencias, más allá de las opciones, están fuera del alcance del control venezolano. La supervivencia del régimen de Gadafi está sujeta a la guerra, y la guerra está siempre sujeta a lo imprevisible. Adicionalmente, las sanciones que pesan sobre las fuerzas de Gadafi, desconocidas como régimen legítimo de Libia en favor del CNT, pondría a nuestro país en una situación internacional comprometida, al ubicarle al margen de la ley, una situación que de forma hábil el gobierno dirigido por Chávez ha evadido. En suma, la carta de Gadafi ofrece oportunidades particularmente riesgosas para Venezuela y su régimen, y es un reto a la prudencia política en un desordenado sistema multipolar.