Yo soy el que da las órdenes, dijo Chávez. Eso se sabe. Lo saben los suyos y lo saben en la oposición. Lo aclaró respecto a la deportación del miembro de las FARC detenido en el aeropuerto de MaiquetÃa por solicitud del presidente Santos de Colombia.
Pero en esto como en cualquier otra materia, existe la manÃa de no creer lo que es evidente, o tapar lo que es una norma. Cuando Fidel Castro enfermó, entregó la potestad exclusiva que mantenÃa en materias consideradas estratégicas para el poder cubano. Con Chávez ocurre lo mismo. No hay materia que no le sea consultada. Ni decisión que no pase por su despacho.
En ese modo de gobernar, estriba la fuerza de ese poder. Claro, para aquellos que protestaron y quemaron muñecos que representaban a los ministros de Chávez, reconocer que habÃa sido éste el de la orden de la deportación, era reconocer también que el fracaso del gobierno en gestión estratégica, es también responsabilidad del Presidente.
Para él, lo bueno del gobierno. Pero para él, lo malo también. Y el chavista, el aliado, aún no quiere darse por enterado, aunque lo sepa. TodavÃa el margen de la duda está allÃ, y eso favorece al Presidente. Desde el 4-F de 1992, Chávez viene manejando ese discurso. El de la responsabilidad asumida en un paÃs donde casi nadie asume responsabilidades. Pero eso se agota.
Los desaciertos han terminado de convencer a los opositores blandos que todavÃa les atribuÃan la culpa a los ministros. Llega la etapa en que los chavistas menos duros se convencen también de que las palabras no levantan casas, ni evitan crisis eléctrica, ni detienen la inseguridad personal. Chávez asume la responsabilidad, pero ese discurso comienza a tener un costo, no un premio.