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Del primer error a la cadena de errores por Santiago Álvarez de Mon

Desiree Sousa
Hace 10 años

 

La calidad de nuestras vidas tiene mucho que ver con la calidad de nuestras decisiones, y en esas encrucijadas vitales, en esos saltos al vacío, nos puede temblar el pulso. Inalcanzable la infalibilidad, sólo el futuro conoce la bondad de la opción elegida. La literatura de management homenajea el espíritu emprendedor, habla de innovación y creatividad, sin reparar en la importancia educativa del error en esos empeños. Simplemente es un bache en nuestro camino, una posibilidad, un traspié, con el que deberíamos mantener una relación más sencilla, auténtica y fluida. Goethe sabe de qué va el asunto: “Es tan cierto como prodigioso que verdad y error manan de una misma fuente, por lo cual no se debe con frecuencia hacer daño al error, ya que al mismo tiempo se le hace a la verdad. Es más fácil reconocer el error que encontrar la verdad; radica aquel en la superficie, lo que facilita desde luego las cosas; reside aquella en lo profundo, donde la investigación no está el alcance de todos”. Error y verdad, tándem paradójico y escurridizo para el ser humano, condenado a reconciliarse con el primero si quiere avanzar en la búsqueda de la segunda. 

Los más espabilados, independientemente del inevitable acopio de errores personales –hay tropiezos que nadie puede dar por ti, experiencias que sentir en primera persona…–, toman nota y aprenden de los errores ajenos. De ahí la necesidad de institucionalizar foros y procesos de mejora y aprendizaje.Empowermetbrainstorming, teambuilding… son términos que a menudo se quedan en la epidermis de los desafíos planteados porque el error se queda fuera. La observación y estudio de errores ajenos puede aligerar nuestra cuota de errores personales, pero no nos libra de ellos. Cuando estos se presentan deberíamos afrontarlos con humildad y espíritu deportivo. “Los yerros del hombre son los que verdaderamente le hacen amable”, resalta Goethe. Y más inteligente, realista, sincero, convincente, persuasivo. Si se rastrea el itinerario de la excelencia individual, si se sigue la traza personal e intransferible de los mejores científicos, artistas, deportistas, empresarios, profesionales distinguidos de toda suerte y condición, el error siempre ocupa un espacio en la aventura de todos ellos. Errar es natural, normal, hasta sano. El problema no estriba en el fallo, sino en la posterior gestión del mismo. Mal administrado y digerido, sorteado en un océano de excusas y balones fuera, deviene en costumbre nociva que impide o ralentiza la necesaria pedagogía. 

La brillantez de Marcel Proust expresa muy bien este ardid defensivo. “Si no vives como piensas, acabas pensando como vives”. Técnicamente se llama racionalización, el uso de la inteligencia para secuestrar la verdad. Argucia habitual, sobran ejemplos. Nos equivocamos fichando a un profesional poco idóneo para el puesto. En lugar de reconocerlo, dilatamos sine die una salida airosa. Timing y financiación incorrectos en la estrategia internacional de la empresa. Huida hacia adelante sofocando dudas y discrepancias que no encuentran un conducto por el que expresarse. La fastidiamos en una discusión acalorada con un familiar o amigo, maldita lengua. Incapaces de disculparnos, de reconocer el yerro, nuestra soberbia y vanidad escala un conflicto menor que adquiere proporciones imprevisibles. El primer error, nimio, pecata minuta, entendible, desencadena un círculo vicioso dominado por el orgullo, la terquedad y el empecinamiento. En nuestro fuero interno sabemos que hemos metido la pata, que hemos ido demasiado lejos. Nuestra voz interior balbucea iniciativas que requieren sencillez, valor y honestidad, pero faltos de estas virtudes elegimos una ruta que nos lleva irremediablemente a un callejón sin salida. En su oscuridad nos limitamos a tener razón, a buscar chicos expiatorios, a subir los decibelios y tremendismo de nuestro lenguaje. 

Observando la actualidad española se perciben multitud de errores, de unos y otros. Pueden ser pecados de acción, típicos de mentalidades temerarias, impulsivas, narcisistas, o de omisión, característicos de perfiles dubitativos, indecisos, alérgicos al conflicto, faltos de carácter y determinación. Negados o minimizados en primera instancia –siempre hay torpezas del adversario que nos proveen de munición gruesa para justificarnos– su recurrencia resulta suicida y demoledora. Si se quieren reconstruir los puentes de entendimiento, si se quiere reanudar un diálogo roto, ¿cómo proceder? ¿Hurgar en la herida del contrario, exacerbando la defensa numantina de sus primeras posiciones? El orgullo y la dignidad son sentimientos fáciles de provocar y, una vez que se descorchan, que se enciende la caldera de emociones, ésta alcanza un calor incontrolable. Habrá que ayudarle, mirar la realidad con sus ojos, abrirle una puerta, y reanudar la conversación con sinceridad y delicadeza mientras aún caminamos juntos.

 

Santiago Álvarez de Mon

Profesor del IESE

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