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Cartas de un empresario a su hijo por Carlos Dorado

Luisana Solano
Hace 11 años

maletin

 

“Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así. Aprovecharlo o que pase de largo, depende en parte de ti. Dale el día libre a la experiencia, para comenzar, y recíbelo como si fuera fiesta de guardar. No consientas que se esfume, asómate y consume la vida a granel. Hoy puede ser un gran día: duro con él”.

Tarareando esta canción de Joan Manuel Serrat, comenzaba yo cada tarde “a patear calle”  con un maletín lleno de ilusiones, muchísimas ganas de triunfar, y unas tarjetas que ponían: Carlos Dorado, contador. Esto era una mentira piadosa; ya que en ese momento estaba apenas en el tercer año de economía en la Universidad Católica Andrés Bello, y como ya había aprobado dos contabilidades, me consideraba un contador con suficientes credenciales  para poder entrar en todos los negocios y presentarme: “Buenas tardes, mi nombre es Carlos Dorado, le puedo llevar la contabilidad, deme la oportunidad y estoy seguro de que estará contento con mis servicios; no se arrepentirá. ¿Cuánto está pagando usted actualmente?”.  No importaba lo que me dijese, siempre le respondía que yo le cobraría la mitad.

Hoy, después de haber pasado unos treinta y pico años, considero que el haber tenido que “patear esas calles”, fue un gran maestro; pues me enseñó variables que considero importantes para lograr ser un empresario: humildad, perseverancia y psicología.

Durante esos años, me enfrenté a todo tipo de humillaciones (buenas maestras, siempre que no se conviertan en resentimiento), desde la persona que me respondía en forma grosera: “no me molestes; no ves que estoy ocupado”, al que me decía: “Ya te voy a atender”, y pasaban las horas, mientras yo seguía esperando ante las disyuntiva de irme y perder un potencial cliente, o quedarme; y también; “pasa más tarde, que ahora estoy trabajando” (muchas veces me lo dijeron mientras leían el periódico)… hasta los que me mandaban a hacerles unos trabajos y después no me pagaban, o me daban un cheque sin fondos.

Quizás por eso, cada vez que alguien me dice que soy exitoso, y el ego amenaza con despertarse, apelo al recuerdo de esos años, apelo a esa persona que con un maletín en su mano, no podía presumir de ningún logro, apelo a esa persona llena de limitaciones e insuficiencias; pero eso sí, con un gran objetivo: triunfar. Apelo a ese muchacho que estaba abajo, y que todos los días se enfrentaba a gente que estaba arriba; hasta que el tiempo me fue enseñando que no hay arriba, ni hay abajo. La importancia de una persona se la da uno mismo.

Algunos días eran malos, y pensaba: “¿para qué me habré levantado hoy?”. En esos momentos me repetía el Proverbio Yiddish, del vendedor que regresaba cada día, llamaba a la puerta y ofrecía su mercancía con una sonrisa, hasta que un día el cliente harto de tanta perseverancia, le escupe en la cara. Sacaba un pañuelo, se limpiaba el salivazo, sonreía otra vez y decía: “debe estar lloviendo”.

Y si al llegar a la casa se me ocurría  quejarme, mi padre siempre me recordaba a Robert Browning: “Caminé con el placer, y éste me habló sin interrupción; pero nada aprendí de todo lo que dijo. Caminé con el dolor, y no pronunció palabra; pero ¡Cuánto aprendí, cuando junto a mí estaba!”

Hace falta sangre, sudor y lágrimas para alcanzar sueños, esperanzas y alegrías; pero yo estaba dispuesto a pagar el precio.

Mi madre siempre me dijo: “Carlos, nada se contagia tanto como el entusiasmo”, creo que tenía razón; porque durante ese periodo hice muchos clientes … y no era contador. (Continuará)

cdoradof@hotmail.com

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