García Márquez. Una vida que vale la pena contarla
En algún lugar de la mancha (o del Caribe colombiano) de cuyo nombre sí me acuerdo, nació mi fiel escudero, heredero de mis glorias, Gabriel —Sancho panza— García Márquez.
Es un lugar común decir que la primera frase de una novela tiene que ser pegadora. ¿Porqué no habría de serlo? El escritor en general aunque lo niegue, en su fuero interior desea una cosa más que nada, —la gloria— ejemplo claro de esto son los dos inicios más geniales que un par de novelas tienen, una breve y para siempre objeto de culto y la otra, una novela, río de interminables personajes pero emparentados por una filia —Pedro Páramo y Cien años de soledad— que, García Márquez, fanático irredento de Rulfo, confesaría en sus memorias que leyó la novela dos veces la misma noche.
—Vine a Macondo porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal José Arcadio Buendía.
—Frente al pelotón de fusilamiento, Juan Preciado habría de recordar aquel lejano día en el que su padre (que nunca conoció) lo llevó a conocer el hielo.
Novelas emparentadas, continuaciones no lineales, parte de un mismo canon, bautizado para efectos comerciales como el boom latinoamericano.
El alumno no supera al maestro, al maestro le importa un carajo lo que escriba el alumno. Viven en tiempos literarios diferentes. Clásico joven—clásico viejo.
La gloria, ese ogro pertinaz persigue a un—aún joven Gabo que se da cuenta que ha escrito una obra colosal y se lamenta de no haberla escrito mucho tiempo después.
Un escritor en la flor de la vida que recibe felicitaciones desde Noruega hasta Tumbuctú, se siente abrumado. Se pregunta dónde se jodió su carrera.
De sus tiempos como un cuasi-paria en París se desprende de nuevo la figura del abuelo materno, la parodia del latinoamericano víctima de los chistes de los norteamericanos; (porque aunque no parezca también tienen sus chistes) Jesucristo fue a Latinoamérica y les dijo: No hagan nada hasta que yo vuelva. Y así siguen. El coronel-Gabriel espera un dinero que nunca llega, uno en Macondo otro en París. El tiempo inmóvil tan común en Latinoamérica, y el calor que no ayuda. Vendrán tiempos mejores, su libro se agota con rapidez en todos lados, la ansiada-despreciada gloria literaria aparece en forma de regalías que le permiten escribir ahora sí las historias que le obsesionan (aún más que contar las historias de los fantasmas de su abuela).
¿Cómo se forma el escritor? ¿Se nace con la habilidad o el escritor se hace? El prejuicio no tiene edad. El padre del Gabo lo conmina a estudiar derecho, (un escritor jamás de los jamases tendrá una vida decorosa) el Bogotazo se atraviesa, la escuela cierra de manera indefinida y el muchacho se convierte en periodista.
La ecuación letras igual a miseria, prueba ser cierta los primeros años. Su prosa es un río incontenible, texturas, sabores, colores, sensualidad desbordante que arma una increíble historia; Cándida Eréndira se pasea de manera breve por Macondo.
Le gusta que sus personajes interactúen en sus diferentes libros. La idea no es original, Faulkner (su padre putativo) la ha puesto en marcha mucho tiempo antes. El accidente feliz del diccionario del abuelo lo pone en el camino adecuado. El escritor que nació para serlo, se forma como tal. Latinoamérica es el laboratorio de la naturaleza humana que Europa descubre. Por primera vez desde el principio de los tiempos la vanguardia de la rancia aristocracia de la letras le da un trato de igual a una camarilla de escritores hetereogéneos, cuyo único delito es haber nacido en Latinoamérica.
El Gabo se sube-lo suben a la ola y la aprovecha. Surgen las fotos grupales. El eje Cortázar-Fuentes-Vargas Llosa-García Márquez camina de la mano—del brazo en Barcelona. El Gabo fija su residencia en México, va y viene, el globo terráqueo se convierte en su patria, sus obras se traducen a todos los idiomas conocidos y algunos apuestan por traducirla a los diferentes dialectos de las tribus perdidas del Chimalhuacán.
Como toda figura, no está exento de crítica, habrá quienes lo acusen de facilismo intelectual, de ser un tipo obsesionado con el poder, <> aunque informe en tiempo y forma que esa amistad es literaria, que el todólogo de la isla es un devorador de libros y tiene una capacidad de retención de datos extraordinaria, casi autista.
También habrá de reconocer que es gracias a esa increíble capacidad de contar historias que ha vivido una vida que vale la pena contarla, y que es consciente que sus historias serán material de estudio aunque hayan pasado cien años. Dejará la música clásica que tanto le gusta y pondrá en el tocadiscos a Mercedes Sosa cantando ♪gracias a la vida, que me ha dado tanto♪
Ramiro Padilla Atondo