El miércoles se cumple un año del día en el que el mundo conoció el fallecimiento de Hugo Chávez. A estas alturas, ni si quiera tenemos la certeza que ése fuera el día en el que el controvertido comandante abandonara este mundo.
Como colofón a un atípico mandato, nacido en la legitimidad democrática que fue deteriorándose hasta una dictadura bufa, la utilización de su figura se llevó a límites insospechados. Protagonizar una campaña presidencial enfermo de cáncer con el único objetivo de perpetuar su régimen fue la penúltima escena. Pero la última, con idas y venidas a Cuba, fue una sucesión de mentiras y Photoshop que hacen dudar hasta del lugar y la fecha de su muerte.
Un año después de su desaparición, su proyecto político agoniza ahogado en las aguas revueltas de una profunda crisis económica, una inseguridad galopante que se cobra vidas exponencialmente y unos herederos que han pasado por encima de las libertades y los derechos humanos.
Por mucho que algunos de sus seguidores nos quieran hacer ver, Chávez, su líder, no es un dios y su dedo con el que señaló a Nicolás Maduro como sucesor tampoco es divino. Este error está camino de convertirse en el peor de su mandato y demuestra lo caprichosas y poco fundamentadas que fueron todas sus decisiones.
La ola de violencia y represión que ha puesto a Venezuela en la picota a los ojos del mundo nos conduce a la tentación de afirmar aquello de que con “Chávez se vivía mejor”. Pero sería injusto y demasiado generoso. Él fue quien con su discurso populista y demagógico partió a Venezuela en dos y sembró un odio entre hermanos nunca antes conocido en la historia venezolana. Sólo habrá reconciliación cuando ya sin Chávez, el chavismo se aleje definitivamente del poder.