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Historia de las Historias

El beato del nido de avispas por Elías Pino Iturrieta

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Cuando Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano, su amigo el obispo Montini dijo: “Este muchacho no sabe el nido de avispas que está despertando”. Conocedor de las intrigas palaciegas desde sus pasos de funcionario de la Secretaría de Estado durante el pontificado de Pío XII, consideró la reunión ecuménica como una temeridad capaz de encrespar los ánimos de una jerarquía conforme con la ausencia de sobresaltos. Tal vez no pensara entonces que quedaría en sus manos la continuación de las reformas iniciadas por el “muchacho”, a quien sucedería con el nombre de Pablo VI en un tiempo de turbulencias capaz de provocar el naufragio de cualquier intento de renovación en el seno de la Iglesia.

Sin el imán personal que lo convirtiera en ídolo de multitudes, el papa Montini no tuvo la prensa que favoreció con creces a Juan Pablo II y ahora persigue a Francisco. Ha sido pasajera noticia debido a su beatificación, ocurrida el pasado domingo, pero las reformas que en la actualidad pretende un pontífice “venido del fin del mundo” solo pueden convertirse en realidad por la acción de quien ha sido subestimado por los pescadores de atracciones. Abundan las referencias sobre su encíclica Humanae vitae, opuesta al control de la natalidad y capaz de provocar reproches ante lo que se consideró como un divorcio del espíritu secular que ya predominaba, mientras se soslaya un legado que abrió el camino para el futuro que pugna por establecerse hoy bajo la dirección de Bergoglio. No es malo salir del aldeanismo que hoy distingue a la política venezolana, de la carencia de coraje, para mirar hacia este hombre gracias a cuya voluntad se pudo iniciar un ciclo diverso de la historia universal.

¿Qué le debemos? Que se estableciera una mediación gracias a cuyo efecto se evitara que las turbulencias del siglo XX arrollaran a una institución decaída y amenazada por la indiferencia de sus criaturas. En la encíclica Populorum progressio, doctrina susceptible de llamar la atención de las potencias más engreídas, reclamó el establecimiento de un sistema económico puesto al servicio de la humanidad. Con la liquidación de la nobleza romana le quitó ínfulas a la corte pontificia. El establecimiento de la jubilación de los cardenales por motivos de vejez y la mayor inclusión de purpurados provenientes de regiones consideradas hasta entonces como periféricas, detuvo una alarmante decrepitud. Gracias a la eliminación del Índice de Libros Prohibidos, abrió senderos de democratización y de proximidad a lo laico que permanecían clausurados desde el siglo XVIII. Su contacto con el patriarca Atenágoras puso fin al cisma de las iglesias de Oriente y Occidente, que continuó con el acercamiento al clero anglicano; pero, especialmente, temeridad impensable en la víspera, a la fe y a la cultura judías, con las cuales comenzó un diálogo que no permaneció en los confines de la retórica. El cambio de la misa tridentina, después de 400 años de vigencia, hizo posible la participación popular en los pasos de la liturgia y la animación de los templos debido al auxilio de la música folklórica y pop, que le propinó un histórico puntapié al fastidio de las celebraciones gélidas e incomprensibles. Realizaciones de envergadura y sucesos aparentemente triviales, sin los cuales nadie puede pensar que un papa de la actualidad pueda resolver los problemas que reclama una sociedad cada vez más libre de ataduras.

¿Alguna otra cosa para la memoria, sin considerar las que dejó de hacer? Sus palabras ante el asesinato de Aldo Moro, jefe del gobierno italiano y su compañero desde la juventud, con las cuales se atrevió a perdonar a los asesinos, unos malhechores de las Brigadas Rojas, “por el ultraje injusto y mortal inflingido a este hombre tan querido”; pero también a reclamarle a Dios por haber permitido la desaparición de un “un hombre bueno, apacible, sapiente, inocente y amigo”. La multitud que colmaba la basílica de San Juan de Letrán o presenciaba el acto en los aledaños, guardó respetuoso silencio ante el único gran discurso que tal vez pronunciara un anciano que después se encerró en el mutismo. Hoy Bergoglio lo convierte en beato, seguramente por la calidad de sus virtudes, pero también porque necesita su recuerdo de renovador.

 

 

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El Nacional

¿Adiós a las armas? por Elías Pino Iturrieta

La pacificación de la sociedad depende de la existencia de unas instituciones respetables, y de un poder capaz de imponerse sobre la violencia que generan los focos dispersos de anarquía que pueden convertirse en fuerza arrolladora. Solo la existencia de frenos eficaces, cuyo origen se encuentra en la fortaleza de la legalidad y en la respetabilidad de quienes la representan, puede lograr la liquidación de los factores que la rivalizan en el ejercicio de la fuerza para evitar el establecimiento de formas de dominio o de subsistencia cuyo ejercicio se orienta a la permanencia. En el pasado remoto, cuando se carecía de un sistema legal de contrapesos impuesto por la autoridad central, no quedaba más remedio que recurrir a los caminos del azar y, en especial, a los trabajos de la influencia personal.

El caso más elocuente en este sentido se resume en las gestiones de Páez para contener los excesos de un conocido personaje, quien hacía lo que consideraba conveniente para mantener dominios regionales y para ejercer una hegemonía reñida con las normas de la naciente república. Nos referimos a José Dionisio Cisneros, un mestizo que había seguido las banderas realistas y, ya en 1831, se negaba a reconocer el nuevo establecimiento. Con mesnadas bien armadas y con centenares de seguidores, sembraba el terror en los Valles del Tuy sin que nada pudiera contenerlo. ¿Cómo hacer ante una situación tan irregular, tan escandalosa, cuando el Estado nacional daba sus primeros pasos en un teatro de incertidumbres? Solo la influencia personal pudo encontrar el camino del avenimiento. El Centauro capturó a un hijo de Cisneros y lo convirtió en parte de su familia, lo llevaba a la iglesia con la parentela y lo presentaba ante los allegados como su ahijado. La estrategia llegó al corazón del bandolero, quien aceptó una entrevista con el caudillo y acordó la entrega de sus armas a cambio de un conjunto de garantías entre las cuales estuvo el mando de tropas importantes. Colorín colorado: el personalismo logró lo que no podían hacer las instituciones de la sociedad en ciernes.

Las tratativas de esta especie no fueron inusuales en el siglo XIX, pero entran en decadencia cuando se fortalece la autoridad central hasta el punto de ejercer con eficacia mecanismos de opresión ante los cuales no queda más remedio que la rendición incondicional. Los primeros testimonios del nuevo proceder se advierten durante el régimen de Cipriano Castro, pero más se deben al desgaste de los elementos contrarios a la legalidad que al énfasis de la autoridad que se establece. El Restaurador logra un primer decomiso general de armas que alcanza a buena parte del territorio, medida en cuyo éxito se debe considerar el desfallecimiento de los guapos alzados en la víspera y el desvalimiento de los malhechores en una sociedad tan pobre que poco ofrecía a los buscadores de propiedad ajena. La medida llega a su redondez durante los primeros años del gomecismo, cuando se logra un predominio sin rivales desde la sede del Ejecutivo, una dominación total del territorio y de sus habitantes. Una recogida general de armas que se exhibe en la prensa como prueba del nacimiento de un nuevo orden, y la persecución implacable del bandidaje que pululaba con más pena que gloria, son la gala de la nueva y nada engañosa publicidad de la concordia gomera.

La crisis de autoridad que ahora se experimenta no guarda relación con los avances en materia de orden público y de resguardo de la ciudadanía que se logran en períodos posteriores al gomecismo. Remonta hasta situaciones de precariedad como las de los orígenes republicanos, o quizá hasta estadios de mayor inconsistencia debido a que ni siquiera se puede atisbar un valimiento como el ejercido por Páez frente a Cisneros. Imposible su vínculo con las primeras dictaduras del siglo XX, debido a la “revolucionaria” complacencia que ahora se ha concedido a los truhanes. El régimen que ha permitido la proliferación de los desmanes de la delincuencia, hasta el extremo de provocar la sensación de que los ha utilizado como soporte y tentáculo, es una insólita experiencia de nuestros días. La historia nos habla de lo que se ha hecho, pero también de lo que no se puede hacer sin la ayuda de los milagros.

 

@eliaspino

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El Nacional

La proeza del humorismo, por Elías Pino Iturrieta

Gráfica: El Chigüire Bipolar en su 12 aniversario.

@eliaspino

Cuando se habla de las luchas contra las dictaduras, se privilegia a los políticos y a los hombres de armas. Es habitual pensar que sean ellos los únicos que meten la carne en el asador. Apreciación injusta, no en balde las autocracias de toda laya que han existido en Venezuela se han desplomado o han iniciado su declive gracias al trabajo de los humoristas. La copla envenenada contra los detentadores del poder, las burlas de los autores desde las páginas de la prensa, los dibujos creados por el talento de los artífices de sucesivas generaciones han estado en la vanguardia de los combates por la libertad. Hoy, cuando se estrecha el cerco contra esas manifestaciones fundamentales de la sensibilidad republicana, el escribidor cumple la obligación de enaltecerlas.

La primera caricatura contra un régimen oprobioso aparece en los tiempos de José Tadeo Monagas, pero también la primera persecución. El mandón no encuentra manera adecuada de reaccionar ante un arma desconocida hasta entonces y capaz de cortar como las espadas más afiladas, razón por la cual ordena la prisión de unos pioneros de lo que será vehículo fundamental para el establecimiento de una convivencia civilizada. Trabajo vano el de Monagas. La posteridad habrá de celebrar en el encierro de los domicilios, en el sigilo de las murmuraciones y en los rincones de las plazas públicas la intrepidez de quienes se alzan contra la injusticia sin disparar un tiro.

Es infinita la lista de las proezas del humorismo venezolano, así como la gozosa aceptación de sus producciones, pero quizá baste ahora para su apología la memoria de una de las obras superiores del ingenio aguzado contra la pedantería y la corruptela de los gobernantes.

Hablamos de La Delpiniada, gigantesca burla llevada a cabo por los estudiantes de la Universidad Central en uno de los teatros más importantes de Caracas contra la dictadura de Guzmán Blanco. Sin nombrar al envanecido autócrata ni a los miembros de su corte –más todavía, en presencia de las autoridades de la ciudad– los bachilleres se regodean en la crítica de las ínfulas y las desvergüenzas del régimen. Solo los mandones, en su evidente estupidez, no advierten la riqueza de la orfebrería preparada para desnudarlos. El resto del público y los que se enteran del espectáculo más tarde se felicitan por la existencia de un elenco de valientes que han hecho lo que los generalotes de entonces, guarnecidos de fusiles y machetes, no se atreven a llevar a cabo. Nace entonces una generación de campeadores contra las depredaciones del Liberalismo Amarillo.

Pero no solo la sociedad tiene deudas con un hecho estelar como La Delpiniada, sino también con periódicos de humor en cuyas páginas se mantiene la esperanza de una vida más hospitalaria. El Palo EnsebadoEl Cabeza de Mochila, El Diablo AsmodeoLa Charanga El Jején son, entre muchos otros, los títulos de los impresos que se valen de la mordacidad para anunciar un mundo mejor en el siglo XIX. Después, en la perspectiva de nuestros días, publicaciones de extraordinaria trascendencia como PitorreosFantochesEl Morrocoy AzulDominguitoEl Sádico IlustradoEl Camaleón y El Chigüire Bipolar. ¿No han sido más importantes y profundas que las proclamas, las conspiraciones, las algaradas y las guarimbas?

Imposible intentar ahora la nómina de sus autores, pero para muestra un botón capaz de convocar el respeto de la sociedad: Rafael Arvelo y Tomás Potentini, paladines decimonónicos; Leoncio Martínez, un gigante escarnecido; Francisco Pimentel, Andrés Eloy Blanco, Miguel Otero Silva, Paco Vera, Kotepa Delgado, Aquiles Nazoa, Aníbal Nazoa, el excepcional Pedro León Zapata, Luis Muñoz Tébar, Salvador Garmendia, Elisa Lerner, Rubén Monasterios, José Ignacio Cabrujas, Abilio Padrón, Régulo Pérez, Luis Britto García, Manuel Graterol, Jaime Ballestas, Jorge Blanco, Laureano Márquez, Emilio Lovera, Mara Comerlatti, Cayito Aponte, Claudio Nazoa, Eneko Las Heras, Roberto Weil, Eduardo Sanabria y otras personalidades esclarecidas entre quienes hoy destaca, por la brillantez de su imaginación y por la inicua zancadilla que han querido propinarle, Rayma Suprani. Mucho debe la patria a sus dones, a su sensibilidad sin cartabones, a la salvación de la risa que han ofrecido.

Artículo publicado previamente en El Nacional

Minutos de república por Elías Pino Iturrieta

El presidente llega ajetreado al Congreso a ofrecer su primer mensaje anual. Han reforzado la guardia en el Capitolio porque dicen que hay unos locos en la calle, deseosos de tirar piedras. La policía también ha doblado la vigilancia en las cercanías de la universidad porque se teme una manifestación airada de los bachilleres. Todavía no tiene el discurso en la mano porque el secretario se ha demorado en copiarlo, debido a las prisas de la víspera. Por fin llega el cagatintas con sus folios y el primer magistrado parece calmado, aunque no deja de mirar con suspicacia a los acompañantes y pide el auxilio de una copa de coñac. Todo está en orden, jefe, todo saldrá bien después de que lo escuchen los diputados, dice un solícito ministro que ha preparado un fiesta vespertina para celebrar el éxito de la jornada. Otro de los miembros del gabinete, caracterizado por las ideas que jamás faltan en su copiosa cabeza, lo anima con una noticia: ya se repartieron las estampitas.

En la casona presidencial reina febril actividad durante el día anterior, no en balde se respira una atmósfera extraña que obliga a una reflexión del gabinete y de los oficiales más cercanos. Sin embargo, llegan a conclusiones satisfactorias: el partido de gobierno no tiene rival en toda la república, la mayoría del Congreso está garantizada para la aprobación del informe presidencial, los alzados de la víspera están en la cárcel, especialmente el más aguerrido; la oposición guarda silencio porque no tiene ninguna oferta importante de ideas, la gente se ha olvidado poco a poco del fraude electoral que abrió paso a la administración reinante y la prensa ha atendido las instrucciones de ocultar las noticias incómodas hasta nueva orden. Pero nunca faltan los aguafiestas, es decir, aquellos que ven los problemas inadvertidos por la concurrencia. Uno de los circunstantes se preocupa por el contacto renuente de los presidentes de los estados, quienes se toman su tiempo para informar sobre las regiones a su cargo y no pocas veces responden con evasivas, como si no hubiera de veras autoridad en Caracas. Antes de terminar sus palabras, llama la atención sobre el sospechoso papel que viene jugando el líder de las comarcas de Miranda y sobre noticias de probables movimientos violentos en el occidente del país. Movido por el comentario, otro de los presentes acude a una ayuda que le parece providencial.

Debido a que están creciendo los reproches por el aumento de la deuda pública, por comentarios insensatos sobre corrupción y porque en las pulperías escasean los víveres, con el debido respeto sugiere, frente a las narices del jefe del Estado, la distribución de un paquete de efigies del caudillo muerto que les abrió las puertas del gobierno y cuya desaparición todavía lloraban los pueblos. Llega al extremo de referirse a una especie de peligrosa orfandad que se debe remediar a través del recuerdo del grande e impertérrito líder que reposa en el cementerio. El presidente mueve la cabeza sin refutar el plan, silencio gracias al cual se ordena a la litografía de confianza la impresión de quinientas efigies del difunto para su reparto en las barras externas del Palacio Federal antes de la llegada del mandatario.

Desde la tribuna el primer magistrado promete villas y castillas, pero también describe un panorama sombrío y concluye con una afirmación capaz de permanecer durante mucho tiempo en el ánimo de la sociedad: “El país está viviendo minutos de república”. Nos encontramos en 1899. El presidente es Ignacio Andrade, débil e irresoluto. El caudillo muerto en cuyas hazañas se procura oxígeno es Joaquín Crespo, el temible Taita de la Guerra, perpetrador de un escandaloso fraude electoral en 1897. El preso encerrado por su peligrosidad es el pintoresco Mocho Hernández, ahora más solo que un páramo. El sospechoso líder de las comarcas de Miranda es Ramón Guerra, quien en breve se alza en armas sin fortuna. Las candelas de occidente arden en los Andes, sin que nadie las pueda apagar. Está a punto de desaparecer con más pena que gloria el Partido Liberal Amarillo, la bandería todopoderosa del pasado. Andrade está a punto de tomar el primer vapor, sin boleto de retorno. Vienen tiempos de rochela y de dictadura. En los próximas décadas, ni un minuto de república.

 

@eliaspino

epinoiturrieta@el-nacional.com

El Nacional

 

El madurismo como petrificación por Elías Pino Iturrieta

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La desconfianza ante los cambios es un argumento fundamental para los que leemos o escribimos Historia de las Mentalidades. Los investigadores que pretendemos la exploración de la conducta de los individuos sujetados por un tipo determinado de sensibilidad, partimos del apego casi inconmovible que tienen a un conjunto de reacciones uniformes ante las solicitudes del entorno. De allí la resistencia a las mudanzas, en especial si son bruscas. Los hombres aceptan los retoques de su vida porque permanecen en una superficie susceptible de sugerir matices de novedad sin entrar en profundidades. En cada presente, los hombres se aferran al pasado para procurar su permanencia con maquillajes de actualidad. En cada presente, los hombres quieren manejarse con el mapa confiable de los antecesores y se alarman cuando los entrometidos lo quieren modificar. Nada más placentero, pero especialmente más seguro, que los itinerarios alejados de las sorpresas. En lugar de buscar las innovaciones que supuestamente suceden con el correr del tiempo, nos parece más útil averiguar sobre la obstinación contra los saltos de mata.

Pero no se trata de actitudes invariables del todo, sino de una progresiva acumulación de experiencias de las cuales, provocada por ellas mismas, por la desesperanza y la insatisfacción que alimentan poco a poco, se llegará a la meta del cambio. No es una situación que sucede todos los días, pero se hace inevitable cuando la sensibilidad colectiva, después de trompicones casi infinitos, no tiene más remedio que romper el cascarón antiguamente hospitalario y aclimatarse en otro sin que lo disponga una vanguardia iluminada. En consecuencia, siempre más tarde que temprano, una mentalidad languidece y se rinde a regañadientes para que otra conducta uniforme, relativamente diversa, ocupe el centro de la escena. Venezuela está a punto de vivir uno de esos fenómenos excepcionales de la sociedad. Ante la multiplicación de una ruina inexplicable, movida por el crecimiento cada vez más evidente de la insatisfacción, harta de las penurias cada vez más asfixiantes y de las promesas cada vez menos llamativas, se muestra dispuesta a debutar en el teatro de una sensibilidad distinta en sentido colectivo. No toda la sociedad, pero sí la considerable parte de ella que se siente concernida por la necesidad de salir de un capítulo capaz de indicar la culminación de un período de su historia.

Se hace tan evidente la inclinación hacia la nueva mentalidad, pero también la renuencia que su advenimiento todavía provoca, que no ha dejado de parecer juicioso atenerse a las decisiones de quienes son los causantes últimos del deseo de mudanza. Jamás fue tan esperada como el pasado martes la alocución del presidente Maduro, no en balde se mantenía la vana esperanza de que surgiera de sus palabras la posibilidad de aliviar las asperezas, esto es, de reducir el temor a los cambios que es inherente a los seres humanos. Quizá hubiese bastado el asomo de unas rectificaciones, el boceto de algunos alivios, algo concreto para que la rutina perdiera unos fragmentos de su abrumadora crueldad, pero la nueva mentalidad colectiva no encontró la excusa que buscaba para demorar su manifestación. Situación interesante como pocas, para quienes seguimos pistas escurridizas.

¿Qué representan Maduro y su equipo en este lento forcejeo? Lo más retardatario de la colectividad que busca otros rumbos, la única apuesta indiscutible por una sociedad petrificada, la antigualla por excelencia, la tenacidad de una contingencia que disimula su decrepitud en la cirugía contra las arrugas; el muro de contención dispuesto a resistir los empellones que no existen del todo, pero que cada vez se perfilan con mayor nitidez porque no les queda más remedio, porque una mentalidad colectiva se está agotando lentamente y otra vendrá en su reemplazo. Pero en esencia significan, no conviene olvidarlo, el pasado que se niega a ser pasado y cuyo moroso viaje hacia el cementerio no puede, por consiguiente, ocurrir durante la madrugada de mañana. Todo un banquete para quienes nos interesamos por los tránsitos que no tienen prisa para llegar a su destino.

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El Nacional 

Desiree Sousa Sep 01, 2014 | Actualizado hace 10 años
Agujeros por Elías Pino Iturrieta

En 1848, el ministro de lo Interior ganaba 285 pesos mensuales. El oficial mayor se conformaba con 158,33 pesos. La plana mayor estaba formada por cinco jefes de sección, cuyo sueldo llegaba a los 99,74, y por 6 oficinistas a quienes se pagaban 63,33 pesos. Un portero y un sirviente se llevaban 14,25 pesos cada uno y así concluía la nómina. Para los gastos de escritorio había una reserva de 25 pesos. El ministro se ocupaba de la política, de la seguridad y la administración de justicia. Si consideramos el gasto para tinta y papel, concluiremos en que no disponía de un despacho llamado a grandes cometidos. Ni el cortejo que lo acompañaba ni la dotación de su bufete, permiten pensar en hazañas de control y eficiencia.

¿Qué pasaba con funcionarios de menor categoría? Estaban condenados a servir en lugares devastados por la desolación provocada por las guerras de Independencia, por la carencia de presupuestos y tal vez por la incuria. En 1832, un enviado de Páez escribió unas notas sobre el estado de las oficinas en Valencia, Puerto Cabello, San Carlos y Guanare, que presentan un cuadro desesperanzador: “No hay mesas, no hay sillas, no hay muebles del archivo, no hay escaparates, no hay bandera nacional, muchas veces sin puertas y sin ventanas, derrumbados los techos y perdida toda la pintura de las paredes”, escribió. El informe coincide con las quejas de la Corte Superior de Valencia en 1836, que describió así el estado de su sede: “La casa necesita un reparo de todos sus techos, pues con dificultad se encuentra en ellos un lugar libre de goteras”. De acuerdo con un documento enviado por el gobernador de Maracaibo en 1839, las oficinas de su jurisdicción estaban en abandono, incluyendo su propio despacho, pues solo tenía “media docena de sillas bien conservadas para atender colaboradores y visitas”. En 1833, desde San Carlos se informa a la capital: “En este cantón solo ha habido dos escribientes numerarios o públicos para el despacho de los registros. Hay uno a toda prueba, pero es secretario municipal, procurador del Consejo y escribiente del señor jefe político”.

En 1848, don Andrés Level de Goda, conocido hombre público, comunicó las primeras impresiones que le producía la oficina en la que se estrenaba como juez de Primera Instancia del Circuito 31: “Solo encontré cuatro escuetas paredes de una sala y aposento para mi habitación que me vale diez pesos de alquiler, y nada de útiles para el trabajo, en que no habían ni hay colección de leyes venezolanas, ni códigos de procedimiento, ni gacetas, y menos leyes colombianas, de modo que actúo una veces por mis principios, y otras por alguna ley que me presta el juzgado parroquial, donde tampoco está la orgánica de provincias , cuya falta me ha puesto en conflicto no pocas veces”.

En 1849, ahora en Guayana, los papeles estaban expuestos a perderse por la falta de arcas y escaparates. Lo mismo sucedía en los registros de Mérida en 1858, que no tenían mesas ni taburetes ni cajones ni tinteros ni candados. Sobre la situación de las prisiones es elocuente un fragmento de El Relámpago, periódico de 1843. Afirmaba lo siguiente: “La cárcel que tiene Caracas es una mansión de horrores. El venezolano que se ve encarcelado deprava su moral con la vista de los objetos que le circundan., se degrada a sí mismo, porque cuanto ve y cuanto oye lo empuerca y lo envilece, y se familiariza con el crimen por el inmediato roce en que la sociedad lo coloca con todos los criminales”. En 1844, el juez de Barcelona aseguraba que la penitenciaría era un caos, porque funcionaba en una casa alquilada que antes servía como domicilio familiar y carecía de los mínimos requisitos de seguridad. “Los cautivos hacen lo que les viene en gana”, confesó. En 1848, la cárcel de Cariaco, según el gobernador, “hállase en el mayor estado de deterioro, amenazando aplastar a los pobres que dentro están”.

¿Se pueden describir estragos superiores? ¿Se puede pensar en agujeros más oscuros? Quizá solo si miramos hacia nuestros días, pero después de considerar que en el inicio de la república se pagaban las consecuencias de la guerra contra España y apenas se contaba con presupuestos que clamaban al cielo por su debilidad. También conviene pensar en cómo, pese a una reunión tan grande de calamidades, Venezuela pudo salir del atolladero.

El Nacional

@eliaspino

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El Superlibertador, por Elías Pino Iturrieta

 

@eliaspino

Si era una película de encargo, cumplió el cometido. Algunos hablaron de una encomienda del comandante Chávez, quien quería ver al héroe en la pantalla grande partiendo de un guion que no defraudara sus hipérboles. Pero no fue un trato entre los realizadores del filme y el amo del poder, como la malicia ha murmurado, sino un asunto más colectivo. Fue un mandado de toda la sociedad, o de su inmensa mayoría, que quería solazarse ante un espectáculo capaz de ofrecer mayor fortaleza a las atribuciones sobrehumanas que ha concedido al Padre.

Considerado como un semidiós desde el siglo XIX, apenas le faltaba a Bolívar una producción grandilocuente a través de la cual se confirmaran sus proezas y, sobre todo, su augusta soledad en la cumbre del patriotismo.

Debe sentirse regocijada la mayoría de la población ante el desfile de unas aventuras con las que siempre soñó y sobre las cuales jamás albergó dudas. Ahora resucitadas sin recato por los recursos dirigidos con prodigalidad a la industria del cine.

El vestuario estuvo bien cosido y acorde con los tiempos. Nada de gorras de cartón piedra, como en las harapientas pelis del pasado patriotero, ni de uniformes sacados del almacén de la zarzuela. Jamás se vio gente engalanada con tanta propiedad, en especial el protagonista. La escena del candidato a héroe jugando a un antecedente del tenis con el príncipe de Asturias, ante la vista de los cortesanos en Madrid, fue un superfluo primor que debe verse con la debida pausa, aunque jamás se viera cuando se supone ocurrió.

Por la presentación de los escollos colosales y la magnificencia del paisaje, las escenas del Paso de los Andes se parangonarían con las hazañas que las crónicas atribuyen a Aníbal en los Alpes, si no fuera porque el cartaginés las realizó con ayuda de sus colaboradores y el nuestro se ocupó de pensarlo y hacerlo todo a solas, de acuerdo con un guion tan ciclópeo como el tránsito que reconstruye. Ni hablar de las batallas que desfilan ante nuestra vista, calcos de Marengo y Waterloo si no fuera por los morenos y los indios que en ellas participan para beneficio del color local. Ni hablar de la manera de presentar a Páez, estropajoso como los piratas del Caribe que últimamente nos han deleitado con estrafalarias fechorías. Más cinematográfico, imposible.

Fundamental la escena de la entrevista entre el banquero inglés y el Libertador Presidente, el demonio acicalado y el santo en día de estreno, rapaz el primero y colmado de virtudes el segundo.

Debería servir de modelo para volver hacia la fantasía de negocios y decencias que entonces no podían convertirse en realidad, debido a que el detentador del poder jamás ocultó sus simpatías por los negociantes de Londres. Sin embargo, la insólita encerrona conduce la historia a una tensión capaz de anunciar las vicisitudes posteriores del titán y de satisfacer a los espectadores crédulos. Así es cierto cine.

En ese cierto cine el protagonista es de una sola pieza, sin debilidades que no sean las que puede superar el oportuno regaño de un maestro a cuyo cargo quedan las declamaciones de enmienda. El héroe es igual desde el principio hasta el fin.

Ni una cana le producen las guerras, ni un mínimo quebranto las asperezas del camino, ni una duda sobre la desolación que ha causado, ni un pensamiento digno de atención sobre sus rivales, pero tampoco sobre sus seguidores más fieles, ni una pasajera sensación de mortalidad. Es el todo y la circunstancia.

El resto, añadidura. De allí la irrelevancia de las actuaciones de la mayoría de los miembros del elenco, que cumplen a duras penas la función de comparsas, pero también el trabajo de quien hace de radiante sol. Solo actúa como personaje sol, una peripecia previsible y tediosa que no conduce a desafíos de interpretación. El actor apenas torea por estatuarios, aunque de funciones anteriores le recordemos trasteos serios. Ahora no deja nada memorable para el arte que interpreta, tal vez por la simpleza de sus líneas. Tampoco para la faena que le encomendaron de apuntalar la fe en un paladín incomparable. Pero quién sabe, porque el héroe, el actor y el escritor del guión cuentan con una legión de espectadores entusiastas y cautivos.

Artículo publicado originalmente en el diario El Nacional

Ramón-Guillermo-Aveledo-

La única reunión de la oposición con el gobierno, transmitida en cadena nacional de radio y televisión, fue importante. Seguramente la recuerdan. Era la posibilidad de un acercamiento que después no sucedió, pero que entonces daba un primer paso ante la expectativa general. No hubo resultados, aparte del contraste entre las intervenciones dignas de atención que realizaron los líderes opuestos al gobierno y los lugares comunes de quienes fueron sus interlocutores. ¿Por qué viene a cuento ahora esa infructuosa cita, cuando se sugiere en el título de la columna un comentario sobre la renuncia de Ramón Guillermo Aveledo a sus responsabilidades en la MUD?

Para ubicar a la audiencia y a sus rivales en la esencia del negocio que se debía tratar, en esa oportunidad Aveledo acudió a un texto poco trajinado del filósofo Julián Marías sobre los orígenes de la guerra civil española. El filósofo reflexionaba sobre los motivos que causaron una sangrienta fractura de su sociedad, a través de un ensayo en cuyas páginas no solo lamentaba los resultados de muerte y dolor que dejaron huella profunda, sino también los pasos que no se dieron para evitar una calamidad histórica. El escrito no tenía desperdicio, debido a que se aproximaba con lucidez a las razones de una escabechina que los actores de su víspera no pudieron o no quisieron evitar. Además, presentaba su análisis desde un futuro atado a un conjunto de errores y omisiones que pesaban como una lápida en la sensibilidad de los hombres sometidos a una lóbrega paz.

Si se quiere buscar un rasgo en el trabajo de Aveledo, estamos frente a un testimonio que remite a una peculiaridad susceptible de un comentario que escape a los mandatos de la amistad que el escribidor tiene con el objeto de su escritura. Aveledo se ocupa de los asuntos del día, como a todos nos consta, de los desafíos habituales en la carrera de un animal político, pero no permanece en la superficie de los acontecimientos. Su familiaridad con los problemas de las sociedades capaces de ofrecer fecundas analogías y con hechos de diversas latitudes y épocas a los cuales se puede acudir para encontrar luces, lo conduce a entendimientos profundos del rompecabezas que trata de soldar. En su maletín se llevan las cosas que requieren atención inmediata, pero también herramientas de naturaleza intelectual que no las presentan únicamente como parte de la rutina sino como hechuras de un proceso referido a sus antecedentes y a las soluciones reales o aparentes que en su momento provocaron. De allí, quizá, el entendimiento cabal de su rol transitorio en las vicisitudes que le incumben; es decir, la idea que tiene de que es reemplazable como fueron los personajes con los que topa en los estantes de su biblioteca, de que su peripecia debe ser apenas un tránsito desarrollado con decoro.

Temo que no sea común una actividad de tal naturaleza entre sus pares de la oposición. En la referida reunión de los dirigentes de la MUD con gente del gobierno todos los de nuestra orilla, sin excepción, destacaron por la pertinencia de sus intervenciones y aún por espléndidas muestras de sagacidad que parecían perdidas en la memoria de remotos sucesos estelares, hasta el punto de dejar sin lado sano a quienes recibían las andanadas sin atinar a respuestas convincentes. Un contraste elocuente de nuestros días, a través del cual se pueden alimentar esperanzas asentadas en la realidad, pero al cual dio redondez la participación de Aveledo. Gracias a sus palabras se pudo captar la magnitud de la crisis que experimenta la sociedad, la proximidad de un abismo cuya hondura puede pasar inadvertida cuando se mira apenas lo que desfila frente a la nariz. Una peculiaridad elocuente y una presencia imprescindible, se me ocurre.

La oposición cuenta con líderes como los que protagonizaron ese capítulo tan digno de recuerdo, capaces de saber lo que debe hacerse para llenar el vacío de la salida de Aveledo. Sin embargo –todo hay que decirlo para evitar la miopía–, no faltan los pigmeos que se regodean en el pantano de los intereses personales y grupales. Si quizá jamás se pasearán por un escrito como el de Marías, ocupados como parecen estar del cultivo de su parcela, les costará entender la trascendencia del alejamiento que este escribidor lamenta partiendo de la evocación de un detalle que le parece significativo.

 

@eliaspino

El Nacional