Error diagnóstico
Luisana Solano Sep 12, 2014 | Actualizado hace 10 años
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Versalles se había convertido en su propio mundo. En su propio capullo, la realeza y la aristocracia eran incapaces de calibrar lo que estaba sucediendo a su alrededor, y que iba a ser trágico: El mundo que ellos representaban estaba desapareciendo. Peor aún, era  inviable e incapaz de reorganizarse para enfrentar el reto de lo novedoso.

No solamente que la riqueza se estaba produciendo y distribuyendo bajo otros criterios y con otros actores. Sino que una revolución se estaba fraguando en la cabeza de los intelectuales, descubridores de nuevas formas de significar y hacer la política. La religiosidad estaba en decadencia, y todas las noches se retaba la institucionalidad vigente en esos nuevos espacios llamados “salones barrocos”. El ingenio era el nuevo protagonista, y el desafío a lo establecido era sistemáticamente aplaudido. Pero afuera ocurrían cosas.

Alexis de Tocqueville lo vió con una claridad singular. En su libro “El Antiguo Régimen y la Revolución” estimó que uno de los más serios errores de la nobleza francesa había sido “poner la mirada solo en los grandes cargos del Estado… preferir las apariencias del poder al poder mismo”. En otras palabras, se volvieron cortesanos. Se enquistaron en Versalles, creyeron que el mundo tenía sus confines en las deliciosas reuniones nocturnas, y que toda carrera concluía en el lecho de alguna de las favoritas del Rey.  El eminente pensador francés al analizar cómo había podido hundirse el Antiguo Régimen encuentra en ese distanciamiento una de sus poderosas razones: “Si yo aspirase a destruir en mi país una aristocracia poderosa, no me esforzaría en alejar del trono a sus representantes, no me apresuraría a atacar sus más brillantes prerrogativas… pero si la alejaría del pobre, le prohibiría influir en los intereses cotidianos…” La aislaría. La ahogaría en el tormentoso mar de los más odiosos privilegios. La mostraría refractaria e indiferente a la suerte del pueblo. La distraería en tareas de palacio.

El 1.73% de la población francesa usufructuaba un compartimiento estanco de relaciones excluyentes que les imposibilitaba intentar cualquier cambio, incluso sabiendo que si no lo hacían todo se iba a ir por la borda. Turgot, flamante primer ministro de Luis XVI, sabía lo que se tenía que hacer: Explotación eficaz de las tierras, libertad de empresa y de comercio, administración eficiente, continua y sistemática de la totalidad del territorio,  abolición de todos los privilegios y desigualdades que entorpecían el buen uso de los recursos nacionales, y por supuesto una administración y tributación racional. Eric Hobsbawm nos cuenta que fracasó. Tenía que salir mal porque un despotismo, por más ilustrado que pretendiera ser, estaba condenado a ser hundido por las cadenas de los privilegios donde se asentaban todas las relaciones de poder. Era inútil. Por eso mismo salió del gobierno en 1776.

Mientras tanto se desencadenaban acontecimientos económicos y políticos. Centrémonos en lo económico. Una profunda crisis se asentó en la mala cosecha y el invierno de 1789, particularmente duro. Precios de escasez, mercados negros y devastación agrícola fueron extendiéndose como una peste desde las zonas rurales hasta las ciudades. El precio del pan se duplicó, y la pobreza del campo provocó una depresión industrial que redujo la disposición de productos manufacturados a disposición de la gente. Motines, bandolerismo, desempleo y depresión fueron, nada más y nada menos, que el telón de fondo de la convocatoria de los Estados Generales.

Alrededor y fuera de ellos merodeaba el peligro. Pero eran incapaces de apreciarlo. Nuevas ideas tenían también nuevos referentes. La opinión pública era un susurro incesante. ¿Cuál opinión? La voz de los intelectuales pero también la presión de los que comenzaban a sentirse perdedores. Pero no la supieron leer. Ni el estado de la opinión, ni el signo de los tiempos. Había una traducción cortesana que todo lo hacía fútil e inútil. María Antonieta jugó a la sencillez gastándose buena parte del presupuesto del estado en el acondicionamiento del Petit Trianon a su nueva condición de “pastora sencilla” tal y como lo predicaba Rousseau. Todo les llegaba tergiversado mientras a escasos kilómetros un pueblo enfurecido tomaba La Bastilla y comenzaba su marcha a Versalles para pedirle a “su papá El Rey” que encarara con determinación la inflación, la escasez, la opresión y la tiranía. Ellos suponían que en las manos absolutistas del rey también cabía toda la responsabilidad por lo que estaba ocurriendo. Y a él recurrieron.  Pero en el camino ocurrió un cambio psicológico trascendental. Tocqueville lo describe así: “París, de repente y por primera vez, descubrió que era el dueño de Francia. La nobleza se dio cuenta de pronto que no era más que un cuerpo de oficiales sin ejército”.

Y sin embargo en Versalles no pasaba nada. La tergiversación tuvo en esa época, y tiene ahora, un temible error original. Comenzar a pensar que ellos estaban allí para defender sus privilegios y no para el servicio público. Peor aún, creer que el servicio público consiste en la defensa a ultranza de esos privilegios. Luis XVI convoca a los Estados Generales pretendiendo que los fieles súbditos lo ayudaran a “superar todas las dificultades en que nos encontramos, relativas al estado de nuestras finanzas”. Pero no se daba por aludido. No caía en cuenta que era su régimen la causa eficiente de lo que a su reino le estaba ocurriendo. Murió creyéndose inocente. Para él “amar al pueblo” era esa impostura de cercanía que efectivamente practicó junto a la más rimbombante indiferencia por su suerte cotidiana. Luego todo trascurrió en lo peripatético hasta su ejecución y la de su mujer.

Lo que le ocurrió al último rey del antiguo régimen le sucede ahora a Nicolás Maduro. Luce aislado, incapaz de comprender y trágicamente comprometido con una forma de apreciar la realidad que luce confusa y distante de lo que verdaderamente está ocurriendo. Las razones son las mismas: Él es el administrador delegado de un sistema de prerrogativas que le dan sentido a las coaliciones del poder, de las cuales él presidente es solo una porción. Por eso el inmovilismo que llegó a desquiciar la paciencia de Turgot. Y por eso los resultados explosivos de la revolución francesa. Nicolás es el rehén de un legado fatal, pero también de un arreglo de gobierno en el que nadie está preparado para ser “el nuevo hombre fuerte”.

Por eso todo luce provisional y mientras tanto. Por eso mismo vivimos al día. Y por eso mismo el régimen es incapaz de comprender lo que está ocurriendo, incapaz de apreciar la tragedia del que muere porque no consigue una medicina, o del que cae abatido gracias a la impunidad. Por eso el contrabando está en el más allá de sus posibilidades. Por eso la ofensiva corrupción. Porque ellos son todo eso y más, y aun queriendo (y no creo que quieran) ellos no pueden salir de su propia tragedia. La tragedia de ser hoy el anacronismo del que hay que salir. Ellos comenzaron presentándose como lo nuevo, pero ahora son lo viejo.  Ellos son los estertores de un antiguo régimen, de una vieja utopía, de un espectro condenado una y otra vez al fracaso.

 

Víctor Maldonado C

@vjmc

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