Hace cuatro días fui al supermercado. Tenía tres semanas sin ir, pero me sentí como si me hubiera quedado dormida durante años y regresara luego a un sitio donde todo me resultaba ajeno. Los precios, en particular.
Compré lo imprescindible. Por supuesto, no había harina de maíz, ni de trigo, ni leche, ni café. Eso se los compro a los bachaqueros, cuyos precios exorbitantes han llegado a parecerse tanto a los de los demás productos del supermercado, que no me quejaré más de lo que cobran. Sólo agradeceré que me provean de productos que siempre han estado en mi mesa. De lo demás, había de todo. Pero a precios incomprables. Todo está dolarizado, con el agravante de que ganamos en bolívares. Cosas que antes compraba “para darme un gusto”, como decía mi mamá, no pude adquirirlas. Había productos, como un vino importado en particular que la última vez que lo compré –hace dos semanas- me costó Bs. 25.000 y ahora cuesta Bs. 129.000. ¿Qué locura de precios son éstos?… Aun cuando pudiera comprarlos, ¿cómo hacerlo, si hay personas registrando los basureros en las calles para comer?
Yo puedo entender el hambre en países como Eritrea, que ni produce, ni exporta, ni importa. Pero en Venezuela, ¡no! En Venezuela nadie debería pasar hambre. Desde que se descubrió el petróleo, hace casi 100 años, en Venezuela nadie había pasado hambre. Esas historias de que la gente de los barrios comía Perrarina no son ciertas, porque la Perrarina siempre ha sido cara. Siempre hubo la posibilidad de comprar harina de maíz y pasta a precios muy bajos y una que otra proteína. Pero lo que vivimos hoy es dantesco.
Por esta razón, la ida al supermercado fue una agonía. Por los precios, pero más aún por las interacciones con las personas que, como yo, allí se encontraban, incrédulas ante el fenómeno de la hiperinflación. En el pasillo donde se encontraba el jabón de lavar me encontré a una señora que, agobiada, sostenía el paquete en sus manos. “¡Esto es sólo un kilo de detergente y cuesta más de diecisiete mil bolívares!”, me dijo. La escena se repitió en todos los pasillos: la gente tomaba el producto, veía el precio y lo devolvía al anaquel. A la señora del detergente me la encontré de nuevo en la caja. Como disculpándose, me dijo “decidí comprar el detergente, porque tengo que lavar y de seguro la semana que viene estará por encima de veinte mil bolívares”.
El gobierno culpa a una inexistente “guerra económica”, cuando todos sabemos bien que esa guerra sólo existe en la imaginación febril de Nicolás Maduro y su combo. Muy conveniente tener a alguien a quien culpar de sus desaciertos y pésimas políticas económicas. Ha sido la táctica del G2 cubano, culpar de todos los males que suceden en Cuba al bloqueo norteamericano. Pero aquí no ha habido bloqueo. Tan sólo se han anunciado sanciones personales e individuales a altos personeros del gobierno. Tenemos que tener muy claro que las sanciones no son contra Venezuela, sino contra ellos.
Cuando estaba a punto de salir del supermercado se me acercó un señor. Bien vestido, limpio, educado. Muy delgado, eso sí. Traía en sus manos un paquete de pan de sándwich y un queso fundido. “Me da mucha pena, señora”, me dijo. “Pero necesito ayuda para pagar esto”.
Aquí sigo, horas después, sobrecogida por sus palabras. Hambre. Mis compatriotas tienen hambre. Y muchos pasan por la humillación de tener que pedir limosna. Gente que ha trabajado toda su vida, cuyas pensiones son risibles. Esto tiene que cambiar. ¡Vota el 15 de octubre!