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Diego Arroyo Gil: “En el libro sobre Osmel yo he hecho el papel del mudo, y ha sido a propósito”

@CinziaProcopio

 

En un ensayo recogido en el libro Nuevo País de las Letras, editado en 2016 por Banesco, la escritora Elisa Lerner afirmaba que Diego Arroyo Gil es un “biógrafo de la herencia cultural” de Venezuela. Lerner lo decía porque Arroyo había publicado, hasta entonces, cinco libros, cada uno de ellos dedicado a un personaje relevante de la vida venezolana: la pintora Luisa “la Nena” Palacios, el profesor y museógrafo Miguel Arroyo, el político Simón Alberto Consalvi, el periodista Nelson Bocaranda y la intransigente Sofía Ímber. Tras la buena acogida de los libros sobre Bocaranda e Ímber, ambos editados por Planeta, Diego Arroyo regresa a las librerías con uno sobre Osmel Sousa, una figura que se distancia tanto de las anteriores que algunos se han preguntado a qué se debe su interés por el llamado “Zar de la belleza”. Aquí lo explica.

Nacido en Caracas el 23 de enero de 1985, un dato que a él le gusta resaltar “porque el 23 de enero es el día de la democracia”, Arroyo Gil se graduó de periodista en la UCV e hizo un posgrado en Edición en la Universidad Complutense de Madrid, en donde, según dice, le enseñaron “lo que Consalvi, mi maestro, ya me había enseñado, tal como Milagros Socorro me advirtió que ocurriría”. Con una expresión un poco indescifrable (a veces parece arisco, o bravo, y otras resulta simpatiquísimo), Diego tiene 33 años, y aunque trabaja desde los 19 como reportero, dice que todavía le cuesta reportear.

–¿Por qué?

–Porque mi reportería siempre es muy lenta. Yo admiro mucho a mis colegas que llegan a la reunión de pauta a las 10 de la mañana y a las 11 salen a buscar la noticia porque ya la tienen en la mira. Yo nunca he logrado hacer eso. No tengo ese olfato. Una de mis quejas cuando estudiaba periodismo era que el periodismo se hacía muy rápido. Una profesora me miró alarmada y me dijo: “Pero, bueno, ¡desde luego!”. Yo me tardo un horror, y eso no funciona en el diarismo. Quizá por eso me he dedicado a escribir libros. Con los libros uno siempre puede decir: “No he terminado” y no se cae el mundo. En el periódico, si no has terminado, tienes que terminar o estás despedido.

–Pero eso no significa que no tengas olfato. Has publicado un libro sobre Osmel Sousa justo ahora cuando Osmel Sousa renunció a la presidencia del Miss Venezuela. Reaccionaste rápido.

–Es que la idea de escribir el libro sobre Osmel no surgió a propósito de su renuncia al Miss Venezuela. Osmel todavía era el presidente del concurso cuando yo le propuse entrevistarlo para hacer el libro. Su renuncia sucedió medio año después de nuestra primera sesión de trabajo, que duró un mes y pico. Renunció y volví a llamarlo, y hubo una segunda sesión, de un mes. Y luego hubo una tercera, que consistió en que yo lo citaba para aclarar dudas, para hacerle consultas puntuales, esas cosas.

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–Ahora, esta biografía…

–No, no. El libro sobre Osmel no es una biografía.

–¿Y cómo lo definirías?

–Yo diría que es una larga entrevista, solo que es una entrevista que está presentada de tal manera que no parece una entrevista, porque el entrevistador no habla nunca, no interviene, de modo que no te das cuenta siquiera de que él existe, y si te das cuenta, muy pronto te olvidas de él. El libro es una entrevista, no una biografía. Para escribir una biografía de Osmel hubiera tenido que proceder de una manera muy distinta. Para empezar, no hubiera escrito el libro en primera persona sino en tercera persona. Y hubiera sido un libro con más voces, no solo con la voz de Osmel. Pero desde el principio yo quise que el libro fuese solo él, porque él nunca había estado dispuesto a hablar así y me pareció que tenía que aprovechar el momento para escucharlo. No creas que no tuve dudas. El personaje es tremendamente polémico.

–El otro día lo comentaste en la radio, con Shirley Varnagy. Y dijiste que las dudas se debían a que Osmel te resultaba “ajeno”. ¿Ajeno en qué sentido?

–Es un personaje muy singular, ¿no? Con un mundo muy distinto al mío. No te olvides de que yo me he dedicado al periodismo literario. El Miss Venezuela era un fenómeno que me llamaba la atención, como a muchos venezolanos, pero hasta ahí.

–¿Y luego de esta experiencia crees que has cambiado? ¿Hay personajes sobre los cuales te atreverías a escribir que antes no hubieras considerado?

–A mí ahorita me gustaría escribir sobre Bibiana Fernández, la actriz española, sobre Chavela Vargas, sobre Celia Cruz, sobre Carolina Herrera, sobre Diana Vreeland. Pero esos son personajes que me interesan desde hace mucho tiempo, no es de ahora. Y son sueños, claro. Fantasías.

–Y puras mujeres.

–Es verdad. No me había dado cuenta. Son puras mujeres. Debe ser que yo cada vez me siento más a gusto con las mujeres. Siempre ha sido así, pero con el tiempo más. Yo nací y crecí en medio de un mujerero muy bien poblado, y luego me he rodeado de otras mujeres maravillosas: María Fernanda Palacios, Elisa Lerner, Sofía Ímber. Creo que hay algo en mí que sintoniza mejor con la manera como ellas viven el drama humano que con la manera como lo viven los hombres. Ciertos hombres. Porque fíjate que si me preguntas sobre qué hombres me gustaría escribir, te respondería que me gustaría escribir sobre Saint Laurent, sobre Diaghilev, sobre Bola de Nieve, hombres con una feminidad muy a flor de piel. Otra opción sería algún actor porno tipo Rocco Siffredi, del que por cierto hay un documental extraordinario en Netflix. A lo mejor lo que me interesa, finalmente, es que haya una pasión a la vista, se trate de un hombre o de una mujer. Eso es.

–Pero has escrito, hasta ahora, seis libros, y cuatro de ellos son sobre hombres: Miguel Arroyo, Consalvi, Bocaranda y ahora Osmel.

–Bueno, cuatro grandes pasiones: Miguel, la pasión por el arte. Consalvi, la pasión por la política. Nelson, la pasión por el periodismo. Osmel, la pasión por la belleza física.

–¿La experiencia con Osmel hizo que cambiara tu percepción de la belleza física? Osmel ha dicho en muchas oportunidades que la belleza interior no existe, y tú, que vienes de la literatura, pensarás que eso es un disparate.

–Sobre esa frase hablamos bastante él y yo. A mí no me gusta, pero entiendo la boutade. Él dice: “La belleza interior no existe, ese es un cuento que inventaron los feos. ¿Cómo van a ser bellas las tripas?”. Yo le rebatí, no lo de las tripas, que efectivamente son muy feas, pero le dije que una persona dulce, por ejemplo, es una bella persona, en el sentido de que es bella interiormente. Él me contestó: “¡Pero eso no es ser bello, eso es ser dulce!”. El asunto es que para Osmel la belleza es lo que se ve, lo que puede percibirse con la vista, no con la inteligencia. Osmel es un cultor absoluto de la belleza física, de la belleza superficial, pero cuando digo superficial me refiero a lo que la palabra significa literalmente, la belleza de la superficie. En ese caso “superficial” no es “irrelevante”. Podría llevarlo más lejos y recordar la frase de Wilde: “Solo la gente frívola no juzga por las apariencias”, o algo así. Me parece que es el mismo principio, aunque se trata de dos personas, Osmel y Wilde, muy, muy distintas. Lo aclaro para que no salgan algunos intelectuales amigos míos a decir que tengo la osadía de comparar a Wilde con Osmel, tú sabes, que están de a toque.

 

–¿Te han juzgado algunos amigos tuyos intelectuales?

–¿Por lo de Osmel?  Un poquito. Pero me lo esperaba. Sabía que iba a ser así. Al principio me dio temor, pero después se me quitó, creo.

–¿Cuál es la crítica?

–Que les parece un error, o un horror, que haya decidido escribir sobre un personaje de la farándula, porque para ellos la farándula es una cosa de segunda mano, ahí no hay nada que buscar. Un amigo escritor preguntó en una reunión en la que yo no estaba: “¿Por qué Diego está escribiendo sobre ese tipo? ¿Qué importancia tiene?”. Luego nos encontramos, y me dijo: “Me vas a disculpar, pero Osmel no me cae bien”. Yo quise saber por qué se disculpaba. ¿Cuál era el problema con que Osmel no le cayera bien? El comentario revelaba que mi amigo tenía una idea equivocada de lo que es un periodista. El hecho de que yo entreviste y escriba sobre Osmel Sousa no significa, en primer lugar, que yo sea Osmel Sousa. El problema de la identificación. Segundo, tampoco significa que yo sea un seguidor o un defensor de Osmel Sousa. Mi amigo se disculpaba porque no entendía que al periodista, tanto como al intelectual, le interesa el fenómeno humano, y que el fenómeno humano está en todas partes, entre ellas, en el espectáculo.

¿Te molesta esa confusión?

–No debería molestarme tanto. Tú misma has recordado que yo tuve dudas de si escribir o no sobre Osmel. Y esas dudas eran parte del mismo prejuicio. Cuando me comentaron la idea de entrevistar a Osmel para un libro, al principio yo me negué. Tenía en la cabeza que cualquier persona de la llamada “telerrealidad”, que es una palabra ciertamente repelente, no era digna de atención. ¿Por qué iba a importarme la vida de un hombre dedicado a hacer reinas de belleza? Un hombre, además, con fama de antipaticón, que está rodeado de una chismografía espantosa. Sofía estaba viva, mi libro sobre ella ya había salido, y me escuchó decir todo eso. Y me paró en seco: “¡No seas pendejo!”, me dijo. “No hay personajes menores sino periodistas menores”. Yo me quedé patidifuso, y me dio vergüenza. Una mujer que había entrevistado a media humanidad, y a quien yo quería y quiero tanto, me estaba dando una grandísima lección, una lección que nunca olvidaré. Me estaba diciendo: Mira, carajito, ¿quién te crees tú, que con esa pedantería rechazas un trabajo que no tienes ni la menor idea de qué aprendizaje puede darte? Sofía era feroz, y esa noche me fui de su casa con el rabo entre las piernas. Hablé con mi editora de Planeta, Mariana Marczuk, y le dije que iba a entrevistar a Osmel.

¿Cuál crees tú que hubiera sido la reacción de Consalvi al enterarse de que ibas a escribir sobre Osmel?

–Posiblemente hubiera dicho: “¡Coño!”, y se hubiera echado a reír, y luego se hubiese preocupado en saber a qué se debía mi interés. Consalvi era un hombre muy libre, amaba la libertad, y estoy seguro de que al final me hubiera apoyado, como me han apoyado María Fernanda [Palacios] y otra persona que es muy importante para mí, el profesor Jaime López-Sanz. No creo que Consalvi hubiese estado encantado, pero te aseguro que hubiera disfrutado mucho el proceso, porque Consalvi era un hombre al que nada humano le era ajeno, como dice el proverbio. A él le gustaba mucho esa frase. Consalvi era un ser maravilloso.

¿Cuál es la mayor enseñanza que te dejó Consalvi?

–Uy… Cultivar el amor propio, que quiere decir esforzarse por vivir con franqueza. Respetar y amar la vida, y no ser mezquino con la felicidad, celebrarla cuando aparece, no dudar de la felicidad.

¿Por qué el título de tu libro es Osmel, un hombre desconocido?

–Porque eso es lo que él es, aunque no parezca. Osmel es archifamoso, está claro, pero desconocido. Todos sabemos quién es, pero muy poca gente sabría responder de dónde salió, cuál es su historia. Hoy tú mencionas a Osmel Sousa en la calle y la gente te dice: “¡Claro, el del Miss Venezuela!”, pero más allá de eso nadie sabe nada, a pesar de que es una persona que creó un fenómeno social digno de estudio, el de las reinas venezolanas. Yo escribí el libro con la intención de conocerlo más a fondo. Quise acercarme para tratar de comprender cómo funciona esa cabeza.

¿Y cómo funciona esa cabeza?

–Para eso hay que leer el libro.

–Con lo de “reinas venezolanas” te refieres a las misses.

–Sí y no. Porque eso de “las misses”, dicho así, es muy genérico. Más que un preparador de misses, Osmel es un queenmaker. Piensa tú, qué sé yo, en Maite Delgado, por ejemplo. Sería erróneo decir que Osmel hizo a Maite. No, no, Maite se hizo a sí misma. Maite es Maite. Pero Maite pasa por Osmel, de alguna manera. O por el Miss Venezuela, pero es que el Miss Venezuela, para uno, es Osmel. Y Joaquín Riviera, desde luego. ¿Y quién es Maite hoy en día? Una reina. Maite sale a la calle y la gente se queda boba con solo mirarla. Yo no me había dado cuenta de eso hasta ahora, y me parece muy interesante porque además es algo muy natural. Nosotros no tenemos una realeza de sangre azul, faltaba más, pero tenemos a nuestras reinas, y son ellas: Maite, Irene, Viviana, Alicia, en fin, ¿cuántas son? Hay gente que dirá que eso es una pendejada, o una mariconería, pero me pregunto si nos hemos parado un momento a pensar en lo que significa la presencia de esas mujeres entre nosotros. Hace algunos años, cuando yo era chiquito, estaba en Maiquetía esperando que mi mamá llegara de un viaje y mi padrastro y yo nos encontramos con Viviana Gibelli en una tienda. Nos quedamos allí para verla, y nos fuimos, y al rato Carlos, mi padrastro, me dijo que regresáramos para verla una vez más. Porque impresionaba mucho. Tenía un aura que atraía. Algunas feministas de ahora dirán que éramos unos fetichistas y que estábamos “cosificando” a una mujer, etcétera, pero no importa.

¿No te gustan las feministas de ahora?

–Ya me vas a meter en un lío –se ríe–. No es que no me gusten “las feministas de ahora”. Eso sería injusto. El movimiento “Me Too” tiene una justificación. Hay desigualdades muy bravas. Lo que rechazo es el fanatismo, el hecho de que alguna gente, entre la que hay mujeres y hombres, se valga de la lucha por reivindicaciones sociales muy serias, necesarias y legítimas para emprender una suerte de venganza contra el mundo. Entonces ven ultrajes por todas partes y viven llamando a capítulo. A mí me recuerdan un poco a Savonarola, aquel monje loco que durante el Renacimiento llamó a insurreccionarse en contra de Venus y organizó “la hoguera de las vanidades”. Todo lo bello, a la candela. Desde cuadros con motivos mitológicos hasta espejos y maquillaje.

–¿Maquillaje?

–Sí, maquillaje. Porque el maquillaje era un elemento del demonio, pues el maquillaje “adultera”. Hoy se diría que convierte a la mujer en “objeto” del deseo. No hay que dar muchas vueltas: en casos como ese la cosa es contra la belleza. Edgar Alfonzo-Sierra, un periodista venezolano que vive en Madrid, me contó hace unos días que un amigo suyo vio en la calle a una bebé muy bonita en un cochecito. La llevaba la mamá. La vio y comentó: “¡Ay, pero qué niña tan bella!”, algo que le podría pasar a cualquiera en cualquier parte. Y la mamá, al escucharlo, reaccionó: “¡Pues la belleza no es ningún mérito!”. Eso yo no lo entiendo. Y una actriz española decía hace poco en El País que a ella le molesta que la llamen “guapa” porque siente que la están “adjetivando”. ¿En España, donde llamar a alguien “guapo” o “guapa” es algo tan antiguo y tan hondo que a los primeros a los que llaman así son al Cristo de Triana y a la Macarena? Por favor. Lo que pasa es que uno dice estas cosas y algunos creen que estás defendiendo al monstruo de Harvey Weinstein. Eso es fanatismo puro y duro: no ver ni aceptar matices, y hay algo de eso en un sector del feminismo actual. Ojo, en un sector.

¿Estas son cosas que tú hablaste con Osmel?

–¿Con Osmel? No, no, para nada. En todo caso, no en estos términos, no. Con Sofía sí. Sofía hubiera apoyado el movimiento “Me Too”, estoy seguro, lo he pensado, pero lo hubiera apoyado con un tremendo sentido crítico. Y no hubiera durado mucho. A los tres días la hubieran expulsado, porque Sofía no se autocensuraba mucho a la hora de expresar sus opiniones.

Pero Sofía es un ícono del feminismo para muchas mujeres.

–Sí, pero una cosa es apoyar una causa que consideramos justa e incluso jugarse el tipo por ella, y otra muy distinta es hacerse un fanático en nombre de esa causa. El problema es el fanatismo. El fanatismo acaba siempre en la guillotina, porque el fanatismo es irreflexivo. Frente a ciertas realidades se puede ser hasta radical, como dijo hace poco el padre [Luis] Ugalde, pero ser fanático son palabras mayores.

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Ya que has mencionado varias veces a Sofía, en 2016 publicaste unas memorias suyas, pero escritas por ti, como también has hecho ahora con Osmel. ¿Cómo alguien puede escribir las memorias de otro, y además en primera persona?

–Es extraño, tú tienes razón. Lo es incluso para mí. Yo había comenzado a escribir el libro sobre Sofía como tres o cuatro veces, siempre en tercera persona: era yo hablando sobre ella, pero luego de algunas páginas lo desechaba. Sofía tenía mucha fuerza al hablar y yo no lograba que mi voz transmitiera esa fuerza. Un día me llama Manuel Gerardo Sánchez y me pide una semblanza de Sofía para la revista Clímax. Yo le dije que sí sin saber cómo iba a escribir lo que me pedía, porque yo estaba enredado, pero una mañana me desperté con una frase en la cabeza: “Mi nombre es Sofía Ímber, y tengo 90 años. Hay quienes dicen que son más…”, etcétera, etcétera. Me senté y escribí varias páginas de una vez, como si fuera Sofía, y dije: “¡Esto es!”. Entendí que para mostrar a Sofía debía renunciar a tratar de describirla. Ella debía llevar la voz cantante y yo hacerme el invisible. Seguí por ese camino, la semblanza se publicó e hice el libro.

¿Cuánto de ti se coló en lo que pusiste en boca de Sofía y de Osmel?

–De mí se cuela en esos libros mi lectura de sus vidas, pero esa lectura se transmite no de una manera directa sino a través de la organización de la crónica que yo armé con lo que ellos me contaron. Y esa lectura se hacía, poco a poco, con la escritura. Todo es muy informe cuando uno se sienta a escribir. La escritura es un trabajo que te ayuda a darle forma a inquietudes y percepciones que te asaltaron cuando empezaste.

¿Hay una violencia en la escritura?

–¿Violencia? ¿Por qué? Yo no lo diría de ese modo, no. Pero tampoco es que tenga mucho que decir. Yo no me considero un escritor lo que se dice un escritor. Prefiero presentarme como periodista, que es como me siento, y con salvedades. Yo lo que soy es un curioso y un obsesionado por la experiencia humana, por los misterios de la vida en nosotros, y esa curiosidad y esa obsesión me empujan a compartir algún hallazgo de interés. ¿Cómo se llama quien se dedica a eso? No sé. Yo soy un reportero de personas, digamos así, pero a diferencia del reportero que es un tigre, yo me quedo delante de todo como un búho. Así me decía Michaelle Ascencio, otra de mis amigas. Que yo investigo por observación, no por movimiento, y por eso sé que soy un pésimo reportero de calle, lo que me avergüenza un poco ante mis colegas. Cada vez que he salido a reportear, en vez de meterme en todas partes y de hablar con la mayor cantidad de gente posible, me quedo en un rincón viéndolo todo sin hacer más nada. Quizá por eso se me ha dado lo de escribir perfiles. Porque yo me siento con una persona y la escucho hablar, y la veo expresarse sin decir mucho, y de pronto la persona se olvida de que yo estoy allí y se revela, y entonces me la “robo”, entre comillas. Pero sin violencia, para responder a tu pregunta. Me gusta la intimidad, pero para acceder a la intimidad de alguien hay que hacer que el periodista en uno se esconda un poco. La intimidad exige que el micrófono desaparezca, aunque siga estando allí, porque uno igual registra todo lo que puede.

¿Tu proceso con Sofía fue igual a tu proceso con Osmel?

–Sí en cuanto a mi actitud mientras conversaba con ellos. Todo eso que te he contado sobre la relación entre el periodista y la vida ajena que ese periodista trata de esclarecer. Pero Sofía y Osmel son dos personas distintísimas. Aunque desde un punto de vista profesional haya coincidencias entre un trabajo y el otro, el trato personal con cada uno de ellos fue único. Yo me llevo bien con Osmel, nos respetamos, él ha sido una persona muy amable conmigo. Durante nuestras entrevistas hubo momentos duros, momentos en que yo lo puse entre la espada y la pared, como es natural. Tanto que un día me dijo que yo parecía un policía. Pero ni siquiera en esos momentos llegamos a estar cerca de que se interrumpiera la conversación. Osmel está bien curtido y sabe manejarse cuando alguien lo enfrenta. Pudo no haber sido así. Pudimos habernos peleado, habernos caído a gritos, esas cosas que alguna gente confunde con el buen periodismo, pero si hubiéramos caído en eso no habría habido ni entrevistas ni testimonio ni libro ni nada, y la idea era precisamente dejar que Osmel hablara, él que no habla casi nunca. Al menos no extensamente. Con Sofía sí peleé, fíjate tú. O más bien fue ella la que peleó conmigo.

¿Y por qué?

–Porque un día se molestó porque pasé cuatro horas en su casa revisando papeles mientras ella estaba allí, sentada. No interactuamos mucho, y cuando me levanté para irme me dijo que yo era un “canalla”, porque mi único objetivo era aprovecharme de su vida para tener “éxito”. Era lunes de Carnaval, y le respondí que yo estaba ahí a pesar de que podía estar en la playa. Fue peor. Me dijo que, además de canalla, era un “cínico”, que no me bastaba con haberme ido de vacaciones en diciembre, además pretendía irme a la playa en Carnavales. A mí me dio un ataque de risa, pero me di cuenta de que ella estaba brava de verdad. Agarré mis cosas y me retiré, y a los cinco segundos me gritó: “¡Dieguito, ¿a qué hora vienes mañana?!”. Al día siguiente le reclamé, y me contestó: “Si no te quisiera, no te hubiera dicho todo eso”, y me ofreció un whisky. Eso te dice que mi relación con Sofía no fue igual a mi relación con Osmel. Sofía y yo tuvimos una amistad muy cercana. Con Osmel yo no he tenido esa relación.

¿Sofía u Osmel te pidieron que censuraras algo en sus libros?

–Sí, ambos.

¿Qué cosas?

–Sofía, la historia de un amor eventual y sin mayores consecuencias. Daba igual. Y Osmel, su año de nacimiento. También da igual. Cuando uno permite que un periodista lo entreviste sabe a lo que se expone, y ellos lo sabían, porque además yo no soy una persona muy expresiva, a veces a mi pesar. Sofía, con toda la cercanía que hubo entre nosotros, siempre dijo que yo era un hielo. Pero eso fue algo que yo hice adrede, porque si no, no hubiera podido escribir. Cuando murió, lloré mucho, y el hielo se derritió. Sofía se convirtió en una persona muy querida para mí. Sofía tenía la capacidad para instalarse en el centro de tu vida, no sé cómo, pero lo hacía. Y conmigo lo hizo, y fue un placer. Boris [Izaguirre] me dijo que a él le había pasado lo mismo, y me preguntó si era verdad que yo había logrado acceder a su vestier. Una de las mejores cosas que me dejó Sofía fue la amistad con sus hijas y con Boris. Son parte de mi familia elegida, como diría Isaac Chocrón.

¿Sobre qué estabas entrevistando a Osmel que te dijo que parecías un policía?

–Sobre su renuncia al Miss Venezuela y las acusaciones de proxenetismo.

Me pregunto cómo manejaste esos temas, que son tan graves.

–Hice lo que hubiera hecho cualquier periodista, ahí no había para dónde coger: puse los temas sobre la mesa y pregunté. Yo no suelo llegar a las entrevistas con actitud de inquisidor, no es mi estilo, pero pregunto de todo. Se puede preguntar de todo si uno sabe cómo y cuándo preguntar. Eso se te lo va dando el tiempo. A mí me lo enseñó Edgar Alfonzo-Sierra, en El Nacional. Edgar es siempre mi primer lector. Todo lo que publico pasa primero por él.

¿Tú crees que Osmel te dijo toda la verdad?

–Él mismo lo dice al final del libro: “No se puede decir toda la verdad”, una frase que deja la puerta abierta a muchas historias que vendrán a partir de ahora. Eso sí: Osmel respondió a todas mis preguntas. Y eso siempre lo agradece un periodista.

¿El libro es una defensa de Osmel Sousa?

–No. Osmel presenta su testimonio, eso es todo. De hecho, en el prólogo yo digo que no tengo ningún inconveniente con que el libro se lea como un informe. En el libro sobre Osmel yo he hecho el papel del mudo, y ha sido a propósito.

¿Por qué crees que Osmel aceptó hablar contigo?

–Esa es una buena pregunta. Osmel me conoció el día que yo le propuse entrevistarlo. Él no sabía quién era ni a qué me dedicaba. A lo mejor el hecho de que hubiera escrito sobre Nelson y sobre Sofía, que fue lo primero que le dije cuando nos presentaron, lo convenció, no sé. O quizá yo aparecí en un momento en que él quería hablar, por su edad o quién sabe. Nunca le he preguntado por qué aceptó mis entrevistas. Se lo voy a preguntar, pero seguro va a salir con algo gracioso.

¿Sobre quién vas a escribir ahora?

–Estoy escribiendo sobre Margot Benacerraf, la mujer que hizo Araya [la película]. La he entrevistado mucho, durante casi dos años, y espero terminar de escribir a tiempo. Margot tiene 92 años. Es la dama blanca.

¿Eso qué significa?

–Estoy escribiendo para ver si lo descubro.

–¿Pero de dónde sale lo de “la dama blanca”?

–De las montañas de sal que vemos en Araya, y de lo difícil que es una mujer que se reserva en exceso. No la estoy criticando, ella es así, y eso me resulta fascinante.

¿Será un libro también en primera persona?

–No. Es un libro de pregunta y respuesta, así lo he planteado. La primera persona no es el joker de la baraja. No es una fórmula. Es solo una posibilidad de la escritura, y con Margot la primera persona necesita de un interlocutor visible.

¿Y para cuándo Bibiana Fernández, o Celia, o Carolina Herrera, o Rocco Siffredi?

–A lo mejor jamás y nunca. No te apures. Morante de la Puebla, el torero, dijo una vez que en la vida siempre es mejor hacer las cosas lentamente. No todas, desde luego. A veces hace falta que caiga un rayo.

El republicanismo constante de Simón Alberto Consalvi por Tomás Straka

Especial mención merece el artículo publicado el pasado sábado en el Papel Literario de El Nacional, en el cual el historiador Tomás Straka presenta un trabajo impecable sobre nuestro colaborador en Historia de las Historias: Simón Alberto Consalvi. Sin desperdicio alguno estas líneas. Aquí las reproducimos:

El republicanismo constante de Simón Alberto Consalvi

Un protagonista a la sordina Aquella noche todos los venezolanos estuvimos frente al televisor. Un hecho insólito para las últimas generaciones estaba por ocurrir: un presidente no terminaría su periodo constitucional. Con el eco de los cohetes en el fondo –porque su defenestración fue muy celebrada– Carlos Andrés Pérez anunciaba su renuncia al país. Quien había llegado dos veces a Miraflores surfeando una gran ola de votos, quien fue considerado uno de los «duros» del gobierno de Rómulo Betancourt, quien llegó a considerarse uno de los líderes del Tercer Mundo y quien logró unos niveles de popularidad pocas veces vistos (antes y después) en nuestra historia, al final ya no pudo más. Se le quebró la voz. «Hubiera preferido otra muerte». Sobre su vida política cayó el telón.

Hoy repasamos sus palabras y nos parecen premonitorias de todo lo que ha venido después. Pero entonces (20 de mayo de 1993) la mayor parte estaba en el paroxismo del desencanto. Hay que haber vivido aquellos días para comprender el clima de rabia que se respiraba en el país. Rabia contra él –tan amado hasta la víspera– y contra un régimen que ya acumulaba, la verdad, demasiadas fallas. Por eso no sólo salió buena parte de los venezolanos a celebrar, sino que pronto se encargaría de elegir a los «náufragos políticos de las últimas cinco décadas» –así los definió– que en gran medida lo acababan de tumbar. Para Simón Alberto Consalvi aquello es un recuerdo doloroso. No sólo por su amistad con el hoy reivindicado –al menos para muchos– presidente Pérez, sino porque a su talento se debió el discurso. Fue él quien creó las figuras estremecedoras (incluso para los que más odiaban a Pérez) y contundentes, que ya tienen su lugar en la historia, en especial estas del naufragio y de la muerte.

Es este tipo de protagonismo a la sordina el que ha caracterizado la larga vida política de Consalvi (Santa Cruz de Mora, 1927). Cuando se haga una historia de aquellos hombres y mujeres que edificaron la república liberal y democrática que fuimos entre 1958 y 1998, con todos sus defectos pero también con sus grandes virtudes, tal vez Consalvi encabece la lista de políticos, funcionarios y tecnócratas a cuyo trabajo paciente, normalmente callado, generalmente honesto (¡en un país con tanta corrupción!), se debe mucho de lo mejor que somos. Consalvi se encuentra entre ellos. Y no es que pretendamos una realidad idílica que no fue, o que negamos todas las fallas que se agudizaron hacia la década de 1980, los casos de corrupción e impunidad que generaron justa indignación, el frenazo en la movilidad social, las debilidades estructurales del modelo rentista, el colapso final. Es que esos aspectos no opacan (más bien al contrario) la labor de aquellos venezolanos más bien anónimos que aguardan por su lugar en los libros de historia nacional.

El de Ramón Hernández que se reseña en estas líneas (Contra el olvido. Conversaciones con Simón Alberto Consalvi) es una contribución a ello. Su éxito entrevistando a Germán Carrera Damas (El asedio inútil. Conversación con Germán Carrera Damas, Caracas, Libros Marcados, 2009), junto con el deseo cada vez más amplio de la sociedad por comprenderse en el tiempo, auguraban otros proyectos similares. Enhorabuena este lo vino continuar.

Además, Venezuela está dejando de ser un país en el que «no se escriben memorias». Por eso resulta tan significativo que las memorias de Enrique Tejera París hayan alcanzado el éxito editorial que tienen, o que en poco tiempo hayan aparecido las de Ramón Escovar Salom y Miguel Ángel Burelli Rivas. O la densa entrevista que Agustín Blanco Muñoz le hizo a Carlos Andrés Pérez. Tal vez ellas nos demuestren que alcanzamos otra tesitura política en la que los políticos son también hombres letrados; el ejercicio del poder se siente confrontado por sus ciudadanos (y por la historia), y esos ciudadanos tienen el cacumen y el interés pedir sus cuentas. Si no todos, por lo menos bastantes para comprar varias tiradas de estos libros. Siempre lamentaremos que Rómulo Betancourt falleciera antes de culminar sus memorias, así como la aparente desaparición de las notas en las que ya tenía, hasta donde se sabe, algunos capítulos muy avanzados.

 La larga entrevista que Hernández le hace a Consalvi no tiene una vocación biográfi ca. Pero sin duda será una fuente para quien intente hacer una.

 Es, sobre todo, una conversación sobre la actualidad.

En esto, como en tantas cosas, Betancourt fue un adelantado de nuestra modernidad.

La verdad es que larga entrevista que Ramón Hernández le hace a Consalvi no tiene una vocación biográfica.

Pero sin duda será una fuente para quien intente hacer una.

Es, sobre todo, una conversación sobre la actualidad. Pero al menos quien escribe echó de menos una indagación más honda en el alma y en el pasado del entrevistado, por mucho de que nos dé valiosas pistas al respecto. Sabemos que eso no se debe a poquedad de Hernández, cuya veteranía está más allá de toda duda. Es que Consalvi también conoce los trucos del oficio y tiene con qué eludir aquello que, por una razón u otra, prefiere no comentar. Hernández lo advierte en varias partes: «Consalvi no es dado a compartir cuitas personales» (p. 133); «reservado, no va contando sus cuitas al primer transeúnte que se tropieza» (p. 185). Es evidente que no lo quiere, pero con lo que dice ya se revela como un estupendo personaje para biografiar.

 Esquema para una biografía. Simón Alberto Consalvi es un andino que mira y oye con atención, pero que pesa muy bien el valor de lo que dice. O, para no caer en estereotipos, es un periodista que precisamente porque conoce el poder de la palabra, entiende cuándo emplearla y cuándo dejarla en paz. Tiene también la discreción del militante de Acción Democrática, que conspiró contra la dictadura militar y pagó su atrevimiento con tres años en la cárcel de Ciudad Bolívar; del exiliado en Cuba, donde se relacionó estrechamente con el elenco de la Revolución; del diplomático que en el Belgrado de los años sesenta supo a qué sabía el socialismo real, indistintamente que fuera en su versión ligth de Tito. A lo mejor fue esta dura pedagogía la que lo enseñó a callar. Cuando se acercó a los 40 años terminó de convertirse en el personaje que es. Inició su labor como gerente cultural heredando a Mariano PicónSalas (que muere en la víspera de su apertura) en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba), y fundando la revista Imagen, todo un hito en la cultura venezolana. Es en su gestión cuando comienza a otorgarse el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Finalmente remata con la fundación Monte Ávila Editores, una referencia editorial en el continente.

Entre la cultura y la diplomacia seguirá su carrera. Ministro de Relaciones Exteriores en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (aquí desliza una de las pocas confesiones del libro: considera aquél su mejor momento en la vida), tendrá un papel fundamental en la rea lpolitik del gobierno que se abre hacia el campo socialista, en especial Cuba. No se trataba de cualquier cosa cuando gobernaba el gran vencedor de la guerrilla en los sesenta.

Es la época de la Gran Venezuela que aspiraba a ser líder en el Tercer Mundo, que participaba en procesos tan neurálgicos como el de la Revolución Sandinista o en la entrega del Canal al gobierno de Panamá; y que hablaba de antiimperialismo y no alineación.

Durante los años ochenta –ya más grises en Venezuela, pero especialmente dorados en su diplomacia– Consalvi vuelve a la cancillería, ahora bajo el muy controvertido gobierno de Jaime Lusinchi (del que sale con el prestigio indemne). Pudiera pensarse que para entonces lo más interesante de su vida quedó atrás, pero son los años de Contadora y la pacificación de Centroamérica; de la democratización de Sudamérica; de los grandes avances en la integración; de la crisis de la deuda. También de la crisis del «Caldas», que casi nos lleva a una guerra con Colombia y que la diplomacia que entonces dirigía supo enfrentar y resolver. Escala en el firmamento político y Lusinchi lo nombra Ministro de Relaciones Interiores, que entonces equivalía a tener las responsabilidades de un vicepresidente, y Secretario de la Presidencia de la República. En 1988, como presidente encargado durante un viaje del primer magistrado al exterior, le toca sortear «la Noche de los Tanques», la primera intentona que anunciaba el retorno del golpismo a la vida venezolana. Intentona que debela sin disparar un tiro y, hasta donde sabemos, sin otro concurso que el de la autoridad de su investidura constitucional (y de su coraje físico), pero de la que no termina a atreverse a hablar en el libro.

Por lo menos no como tantos quisiéramos que hiciera.

Las pasiones del repúblico La suya es una pasión constante por hacer república.

Pasión que lo lleva ya en la década del noventa a la historia. Siempre la había sondeado (como lector tanto como protagonista), y nunca dejó de escribir como periodista, ensayista y hasta como narrador. Pero quien esquiva a sus propios biógrafos se estrena con una biografía de George Washington en el año 2000, para no parar hasta hoy: ya es Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia. El retorno definitivo al periodismo viene con el nuevo siglo. Editor adjunto de El Nacional emprende, entre otras, la formidable empresa de publicar una biografía cada quince días.

Al principio se piensa sólo en cien. Pensar en cien venezolanos biografiables y en cien autores capaces de escribirlos, podía parecer una temeridad. Sin embargo, hoy ya se extendió la Biblioteca Biográfica Venezolana a ciento cincuenta volúmenes, y es un rotundo éxito editorial cuya trascendencia para la cultura nacional ya se vislumbra.

Pero Consalvi es sólo callado con su vida y su obra. Cuando se le pregunta sobre Chávez (porque los más de ochenta años no obstan para que desistiera de la lucha política) o cuando se le tocan determinados aspectos que lo sensibilizan, se explaya, incluso se vuelve intenso. Sus ideas sobre la evolución de AD; los sacerdotes, al menos los de su Mérida de los años cuarenta, cada vez que llegan a su recuerdo lo vuelven un severo anticlerical; el triunfo de Rafael Caldera todavía no le cuadra (y acá hace acusaciones sensacionales: por ejemplo que se trató de un fraude tramado y perpetrado, entre otros, ¡por Guillermo Morón!); pero por sobre todo se destacan sus diferencias con Arturo Uslar Pietri. Es el gran villano de su discurso, a su juicio el súmmum de los náufragos rebelados contra el presidente Pérez. Para quienes nos criamos viendo en Uslar un héroe y sinceramente admiramos su obra, resulta toda una sorpresa la andanada de acusaciones que le hace. Lo ve como el principal enemigo y el conspirador mayor contra la democracia. Ninguno tuvo más saña y doblez. Sus ideas y ambiciones se quedaron intactas el 17 de octubre de 1945. Jamás comprendió la revolución que estalló un día después. Siempre desconfió del pueblo, despreció el voto universal y apostó a un gobierno oligárquico. Con sus Notables fue uno de los que allanó el camino para que Hugo Chávez llegara al poder. Hasta donde sepamos, nadie había escrito (hablado sí, pero siempre a la chita) algo así de Uslar Pietri.

Como vemos, la pasión republicana de Consalvi sabe de estremecimientos. Ante quienes considera adversarios de la república y la libertad, no pide ni ofrece cuartel. Tiene, naturalmente, otras pasiones. La escritura, los viajes, los libros y, como abruptamente revela en cierta anécdota de su exilio en La Habana que Hernández le logra arrancar, tambiénen esas cualidades que siempre, según se dice, lo hicieron muy popular entre las damas… pero, para la historia, lo que definitivamente sobresale es su constante republicanismo. Su constante lucha por la libertad. Es lo que en claro deja el libro de Hernández sobre él. Y es lo que sin duda habrá de ser motivo para varios libros más. Simón Alberto Consalvi, gran repúblico venezolano del siglo XX, es todo un personaje en búsqueda de un autor.

El bloqueo de 1902 visto por un inglés, por Simón Alberto Consalvi

 

El ultimátum conjunto anglo-alemán fue presentado contra Castro el 3 de diciembre, con la amenaza de operaciones navales

 

@consalvi2013

En A History of the Twentieth Century, el historiador inglés Martín Gilbert fija su atención en los episodios más resaltantes de los primeros años del siglo en América Latina. A fines de 1902, dijo, Gran Bretaña y Alemania echaron las bases de una relación comercial y política que no sólo dejaba atrás sus controversias, sino que comenzaba a dar sus frutos. Veamos lo que escribe el historiador inglés:

“Como socios comerciales se concentraron en una disputa en América del Sur. Por algún tiempo, barcos ingleses que navegaban entre Trinidad y Tierra Firme habían sido abordados por barcos de guerra venezolanos en busca de armas contrabandeadas por los insurgentes nacionales, y sus capitanes y marineros habían sido abusados.

Al mismo tiempo, obligaciones de Venezuela con inversionistas ingleses eran ignoradas. Paralelamente, Alemania también respaldaba el reclamo de banqueros alemanes contra la no cancelación por parte de los venezolanos contraídas para el financiamiento del ferrocarril Caracas-Valencia. Un año antes, Alemania le había advertido a Estados Unidos que probablemente se vería obligada a usar la fuerza”.

Así, refiere Gilbert, se unieron contra Venezuela para bloquear sus costas y capturar su flota. El ultimátum conjunto anglo-alemán fue presentado contra Castro el 3 de diciembre, con la amenaza de operaciones navales. Al ser ignorado el ultimátum, barcos de guerra de ambos países capturaron algunos primitivos buques de guerra y de transporte. En retaliación, don Cipriano encarceló ciertos súbditos alemanes e ingleses, pero fueron liberados de inmediato por gestiones del ministro norteamericano en Caracas. La flota alemana, sin embargo, hundió tres de los barcos capturados. “Hubo indignación en los Estados Unidos por este acto, dice Gilbert, el cual fue visto como una expresión gratuita de vandalismo y de venganza”.

Al informarlo al país, momentos después de iniciarse el asedio de los barcos anglo-germanos, el caudillo andino pronunció su célebre proclama: «La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria». Los periódicos norteamericanos presentaron la actitud alemana como indicación de que pretendían establecer colonias en América del Sur, comenzando por Venezuela, “y más pronto que tarde Estados Unidos se verían obligados por la fuerza de las armas a hacer respetar la Doctrina Monroe…” Los norteamericanos le creyeron a los ingleses su versión de que estaban movidos sólo por intereses comerciales, pero no así a los alemanes. Estos fueron acusados de querer establecer una base naval en la isla de Margarita.

La reelección de don Cipriano por Simón Alberto Consalvi

Es el 28 de octubre de 1904, y el general Cipriano Castro proclama su reelección presidencial para el periodo 1905-1911. Desde el balcón de la Casa Amarilla, el caudillo tachirense habló así: “Conciudadanos! Ningún día más propicio al objeto con que os habéis reunido que el del onomástico del Libertador y Padre de la Patria para proclamar, en forma plebiscitaria, mi candidatura para presidente constitucional de la República en el próximo periodo. Es como si dijéramos la proclamación, bajo mi nombre, de un corte de cuentas del pasado con el presente y el porvenir, para abrir de hoy en adelante, únicamente, la del engrandecimiento y prosperidad de la Patria en el seno del orden y de la regularidad administrativa”.

Un lenguaje y unas promesas que se repitieron muchas veces en la historia. Como si Castro dijera: “Conmigo comienza la historia. Como en tantas otras ocasiones, son Bolívar y Dios los protectores, y en el caso de Castro, era el “Dios de las Naciones” a quien invocaba con frecuencia.

Castro anuló lo que había aprobado la Asamblea Constituyente de 1901. El Art. 73 señalaba que el presidente ejercería sus funciones por un período de 6 años, sin reelección inmediata. Ahora reformó la Constitución y según su texto, podría ser reelegido por un Cuerpo Electoral integrado por 14 miembros del Congreso. Naturalmente, fue reelegido por unanimidad. Sus 14 electores, entre los cuales había un ex Presidente de la República, no valoraron ni su obra desde 1899 ni lo que podría significar su continuación en el poder. Quería, además, presidir las ceremonias del primer centenario de la Independencia de Venezuela. (Siempre hay una excusa patriótica en toda ambición de poder).

¿Qué podía exhibir de su récord presidencial para optar a la reelección? Innumerables conflictos, el bloqueo de las potencias europeas, la última guerra civil, la Revolución Libertadora, a la cual se le había puesto fin apenas seis meses antes del año 1904, el 20 de julio de 1903, cuando Juan Vicente Gómez derrota a los viejos caudillos en Ciudad Bolívar. La Revolución Libertadora se prolongó en el tiempo, y dejó más de 20.000 muertos. Es difícil imaginar que en 1904 el país se hubiera recuperado de semejante trauma. No obstante, don Cirpiano quería seis años más y lo logró, pero el destino dijo la última palabra.

Simón Alberto Consalvi

La gran huelga petrolera de 1936 (II): López Contreras abogó por una solución de consenso, sin éxito por la intransigencia de las compañías extranjeras

Las compañías frustraron, incluso, las gestiones del propio Presidente López Contreras, cuyo interés en la conciliación fue demostrado por su apelación pública a las partes, y su propuesta de que como un homenaje al Padre de la Patria, el 17 de diciembre, día de su muerte, se suscribiera el acuerdo. (Bolívar poco significaba para los grandes trusts del petróleo). El representante del Presidente, Tito Gutiérrez Alfaro, director de la Oficina Nacional del Trabajo, viajó al Zulia, conversó con los representantes de las compañías extranjeras y con los sindicatos obreros. Le declaró al diario Panorama (según cita de Betancourt) que “los sindicatos del estado Falcón y del estado Zulia me han prestado, con verdadero espíritu conciliatorio, su colaboración para llegar a un arreglo del actual conflicto, habiendo reducido considerablemente sus aspiraciones”. Su impresión de la actitud de los trusts fue esta: “Estas gestiones han fracasado, pues los representantes de las compañías han manifestado haber recibido instrucciones de sus directivos de no hacer concesión alguna”. Igual criterio expresó el Inspector del Trabajo en el estado Zulia, Carlos Ramírez Mac Gregor, quien escribió un libro donde relató sus experiencias durante el gran episodio, y sobre las condiciones infrahumanas a que las compañías condenaban a los trabajadores.De modo que a las precarias participaciones del Estado por la explotación del petróleo, tenía que añadirse la contribución de los obreros.

Juan Bautista Fuenmayor, uno de los dirigentes de la huelga, o el principal de todos, según lo refiere en su obra Historia política de la Venezuela contemporánea, describió de esta manera el clima prevaleciente: “Todas las clases sociales venezolanas, con excepción de minúsculos grupos de traidores nacionales, se pusieron de parte de los trabajadores en sus más que justificadas peticiones a las compañías extranjeras. El comercio, los propietarios de las tierras, la burguesía nacional, las clases medias y la totalidad de los obreros del país hicieron causa común con los huelguistas. De todas partes llegaron recursos económicos para el sostenimiento de la huelga. Los ganaderos dieron reses en pie para alimentar a las poblaciones petroleras, los comerciantes, víveres y dinero, los trabajadores enviaron también sus contribuciones, los campesinos de los Andes se movilizaron aportando frutos menores y otros alimentos. Y la prensa  nacional, la radio y todos los medios de comunicación mantuvieron a la  nación informada, minuto a minuto, del desarrollo de aquel magno movimiento reivindicativo”.

Simón Alberto Consalvi

Sendai Zea Feb 13, 2012 | Actualizado hace 12 años

1908 fue un año singular en la historia de Venezuela. Fue el año del golpe de Estado de Juan Vicente Gómez contra Cipriano Castro. Ambos llegaron juntos en 1899, ambos gobernaron juntos, eran compadres, el uno no podía vivir sin el otro, pero ambos terminaron odiándose a muerte. Castro murió en el destierro, en Puerto Rico, en 1924. Gómez en su cama, en Maracay, en 1935.

1908 fue también un año singular porque entonces nacieron (por orden de llegada) Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba, Miguel Otero Silva y Miguel Acosta Saignes, quienes veinte años después estarían en la vanguardia de los estudiantes que se rebelaron contra el general Gómez. No sabemos qué dijeron los horóscopos en 1908, pero, en todo caso, estas coincidencias reafirman la singularidad de aquel año.

Durante veinte años los cuatro crecieron y se formaron bajo la sombra de un solo hombre que dominaba la sociedad y concentraba todo el poder.

El 24 de noviembre el Presidente Castro salió para Europa, dejó encargado del poder al general Gómez, le pide a los venezolanos que lo traten como “si fuera él mismo”, y se embarca en el Guadaloupe.

Para mayor contrariedad, en ese mismo barco viajaba uno de sus más persistentes críticos, el también tachirense Pedro María Morantes, Pío Gil. El 19 de diciembre, Gómez da el golpe de Estado y condena a Castro a deambular como “un hombre sin patria”. De modo que bien vale la pena darle una mirada a 1908, a 1928, y quizás (en secreto) al 2008. Ahora disponemos de horóscopos, no se si más confiables que los de 1908. Hace cien años, Juan Vicente Gómez tomó el poder y no lo abandonó hasta su muerte, en su cama y en una habitación olorosa a agua de colonia Jean Marie Farina, en la capital de Aragua que era la capital del poder.

@saconsalvi

Pocos episodios tan singulares fueron registrados en la historia venezolana como los que rodearon la vida y milagros del brujo tachirense Telmo A. Romero. Al historiador Ramón J. Velásquez lo obsesionó tanto la figura del personaje que le ha dedicado páginas y páginas, luego de largas investigaciones. No se trata, en efecto, del brujo o de sus curiosas recetas y tratamientos, solamente. El historiador interpretó al personaje como un elemento importante para la comprensión de la sociedad y del poder en la época del general Joaquín Crespo y de su todopoderosa esposa doña Jacinta.

El doctor dibujó al personaje, en sus tiempos tachirenses, con estos trazos: “Negociante de ganado, buen jinete y coleador, de alguna chispa y mucha audacia, a quien por su afición a recetar menjunjes lo llamaban Guarapito”. Pasó un tiempo en la Guajira, y al regresar a San Cristóbal anunció que había aprendido los secretos de los brujos indígenas. En 1883, sin perder tiempo, Telmo publicó su libro El Bien General. Un año después, el libro fue reeditado en la capital de la República y se convirtió en un éxito inesperado, primer paso para conquistar la capital.

El brujo publicó un aviso en el diario La Opinión Nacional donde resumía las recetas de su libro, y le ofrecía al Gobierno celebrar un contrato para curar locos. “Si el Gobierno tuviere a bien celebrar un contrato para la curación de los enajenados de Los Teques, y elefancíacos del Asilo, siempre que tenga a bien darme el privilegio exclusivo como único poseedor de dichos secretos”.

Para alarma de casi todo el mundo, el contrato con el brujo fue aprobado por el Consejo de Ministros de manera unánime, y así apareció en La Gaceta Oficial, con la firma del Presidente de la República, general Crespo. Entre los ministros estaba el historiador Francisco González Guinán que luego no encontró cómo explicar aquel fiasco. Dijeron que Crespo creía en los brujos porque su padre, don Leandro, había sido también brujo.

Vale la pena detenerse en el libro El Bien General, glosado por el doctor Velásquez, pero también revisitar las aventuras o locuras del curador de locos. Baste recordar que el general Crespo estuvo a punto de nombrar el brujo tachirense como rector de la Universidad Central de Venezuela. De modo que Telmo Romero no era el único que andaba mal de la cabeza en aquellos tiempos. Veamos al brujo como un espejo de los tiempos.

@saconsalvi

La historia y sus historias | La Petrolia, casi un cuento de hadas, por Simón Alberto Consalvi*
Por obra del azar y de la magia del destino, la primera compañía venezolana de petróleo, La Petrolia, nació en una hacienda de café

 

La aventura de La Petrolia parece un cuento de hadas. Fue una empresa petrolera casi familiar. El relato comienza con un médico que también era ingeniero y químico, y se llamaba Carlos González Bona, quien recorría a lomo de mula los pueblos del estado Táchira en misión profesional. En 1870, el médico observó en la quebrada La Alquitrana, que cruzaba la hacienda de don Manuel Antonio Pulido, un aceite que manaba de la tierra: lo examina y comprueba que es petróleo. Así se lo advierte al hacendado, y le aconseja que lo explote. Por obra del azar y de la magia del destino, la primera compañía venezolana de petróleo nació en una hacienda de café.

El 3 de septiembre de 1878, Manuel Antonio Pulido obtuvo una concesión para explotar el  petróleo de La Alquitrana, en las cercanías de la población de Rubio, en el estado Táchira, otorgada por el Gran Estado de Los Andes, “para explorar y explotar un globo de terreno mineralógico de cien hectáreas, y el cual globo, según el derecho concedido, contiene hulla y del que han sacado alquitrán o brea”, como refirió el historiador Rafael Rosales en 1976.

No hubo necesidad de exploración: el petróleo estaba a la vista. La concesión fue otorgada por un periodo de cincuenta años.

Para acometer el negocio, Pulido formó la “Compañía Nacional Minera Petrolia del Táchira”, el 12 de octubre, un gran nombre, sin duda, con otros cuatro socios: José Antonio Baldó, Ramón Maldonado, José Gregorio Villafañe, Pedro Rafael Rincones y el médico-descubridor González Bona. La compañía se constituyó con un capital de 100.000 bolívares. En 1884, el presidente Guzmán Blanco ratificó la concesión.

Uno de los fundadores, Pedro Rafael Rincones, viajó a Pensilvania en 1879 para conocer los pormenores de la industria. Cuando regresó a Venezuela, trajo un equipo de perforación vía Lago de Maracaibo, y del pequeño puerto, desarmado el equipo, fue transportado a lomo de mula y en algunos trechos, por bueyes hasta  las instalaciones de la explotación. No corrieron con fortuna, la barrena se rompió al poco tiempo, y tuvieron que arreglárselas con picos y palas. De los pozos poco profundos sacaban el petróleo con cubos o baldes.

La influencia del petróleo en la vida cotidiana de la región andina debió ser considerable porque como anota Edwin Lieuwen en Petroleum in Venezuela,  en 1882 refinaban kerosén, gasolina, y gasoil para las comunidades vecinas, a las cuales suplían a precios moderados. Constituyó una atracción inesperada, y de distintos lugares acudían visitantes a observar el suceso. “Desde  su hacienda La Mulera salió muy temprano un domingo el general Gómez, en compañía de su hermano don Juancho”, cuenta Rosales. (…) “Allí un peón extrae el viscoso mineral que pronto alcanzará expectativa nacional y mundial. En una totuma observa el futuro hombre fuerte aquel material viscoso y negro, que buen auxilio suyo fue en los 27 años de su garra dictatorial”.

“… Desasistida de todo apoyo estatal, esta empresa venezolana tuvo un desenvolvimiento lánguido y al margen del éxito. Inició su producción con algunas docenas de barriles de crudo”. Así escribió Rómulo Betancourt, (1956), y añadió: “En 1912, veintiséis años después de iniciar sus actividades, la producción diaria apenas alanzaba a unos 60 barriles. (…) Estos son los idílicos comienzos en Venezuela de una industria que allí, como en todas partes, iba después a escribir su historia con sangre, atropellos y exacciones”. La Petrolia fue un sueño y en sueño se quedó.

Escritor, historiador, periodista y político venezolano (†). (Santa Cruz de Mora, Mérida, 7 de julio de 1927 – Caracas, Distrito Capital, 11 de marzo de 2013)