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Derechos sin revés:  La impunidad se mantiene 26 años después de la masacre del Retén de Catia

26 AÑOS DESPUÉS, LOS HECHOS OCURRIDOS EN EL RETÉN DE CATIA entre el 27 y 29 de noviembre de 1992, no han logrado esclarecerse con exactitud. De hecho, no existe aún ningún responsable sancionado por la masacre en la que murieron, aproximadamente, 63 personas.

En realidad, existen dos versiones sobre los sucesos acaecidos en el internado judicial de Los Flores. La primera señala que, al conocerse, a través de los medios de comunicación, la noticia del intento de golpe de Estado contra el entonces presidente, Carlos Andrés Pérez, los guardias del retén abrieron las puertas de las celdas y anunciaron a los reclusos que quedaban en libertad. Esperaron la salida de los internos y de inmediato empezaron a disparar contra ellos.

La segunda versión se basa en un informe emitido por la jefatura de Servicios del Retén de Catia, en el que se señala que a las 6:10 a.m. del 27 de noviembre de 1992 “se informó a la Jefatura del Régimen que los internos de los Pabellones del Ala Sur 4 y 5 rompieron los candados, se produjo un motín y de inmediato los funcionarios de la guardia dispararon a los internos”.

Más allá de las dos versiones, los acontecimientos, finalmente, derivaron en la muerte de, aproximadamente, 63 reclusos, causaron heridas a 52 personas y la desaparición de otras 28. Las investigaciones que se iniciaron en su momento no pudieron establecer la cifra total de las víctimas, y los informes que circularon fueron confusos y contradictorios.

Hoy en día, 26 años después, solo puede concluirse, de acuerdo con la versión de testigos, que la situación de violencia en el Retén de Catia se resolvió con la intervención masiva de la Guardia Nacional y la Policía Metropolitana, cuyos funcionarios dispararon indiscriminadamente armas de fuego en contra los internosy lanzaron, con igual desproporción, gases lacrimógenos.

Varios de los testimonios de los reclusos sobrevivientes y de funcionarios penitenciarios confirman los hechos. Según un informe del Sub Comisario Jefe de la División de Orden Público de la Policía Metropolitana, en el cual consta “la Relación de Armamento Largo que fue entregado en el Parque de Armas de la Brigada Especial el 27 de noviembre de 1992 y una relación del Personal (con jerarquías y número de placas) que laboró ese día en el Retén de Catia y sus alrededores”, en el operativo participaron 485 agentes de la Policía Metropolitana, quienes portaban 126 armas de fuego identificadas con su serial y tipo de arma. Las pruebas de balística realizadas por el Cuerpo Técnico de Policía Judicial a los proyectiles encontrados en los cuerpos de los internos, así como los orificios de entrada y salida en los cadáveres, comprobaron que las muertes se produjeron a consecuencia de impactos de bala realizados con armas de similares o idénticas características a las utilizadas por la fuerza pública.

En varios de los protocolos de autopsia referidos a los cadáveres encontrados en el Retén de Catia, la trayectoria de las heridas evidenciaba que algunos de los reclusos fueron ejecutados por la espalda o el costado.

El Estado no adoptó las medidas necesarias para garantizar de manera oportuna y eficaz los procedimientos y medicinas necesarios para la atención de las personas heridas a consecuencia de los hechos. La actuación de la Guardia Nacional, así como de la Policía Metropolitana y la Guardia carcelaria durante las primeras 24 horas de ocurrencia de los hechos, no fue verificada por ninguna autoridad civil. A las autoridades del Ministerio Público que acudieron a las instalaciones del Retén les fue impedido el ingreso por la Guardia Nacional, por una supuesta falta de seguridad.

Entre el 28 y 29 de noviembre de 1992 cientos de reclusos fueron trasladados del Retén de Catia a la Penitenciaría General de Venezuela (Guárico), al Internado Judicial Capital El Rodeo (Guatire) y al Centro Penitenciario de Carabobo (Valencia). Los traslados se efectuaron sin informar a los familiares de los internos sobre su paradero.

Los familiares de los internos trasladados desconocían no solo su paradero, sino sus condiciones generales. Previamente, las autoridades mantuvieron a los internos por varias horas en los patios del Retén, los obligaron a permanecer desnudos y en posiciones incómodas. Los diversos reportes oficiales no determinaron con exactitud el número de reclusos trasladados. Por ende, tampoco fue posible determinar cuántos internos fueron desaparecidos.

Pese a la impunidad que caracterizó el caso, familiares de las víctimas, con apoyo de COFAVIC, presentaron en 1996 el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, en el año 2005, la Comisión presentó demanda a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que publicó su sentencia el 5 de julio de 2006. En el fallo se estableció la responsabilidad del Estado venezolano en los sucesos del Retén de Catia, determinó las reparaciones pecuniarias, obligó al Estado a investigar los hechos y a mejorar la situación de las cárceles venezolanas.

En la sentencia también se ordena la adecuación de la legislación interna, a los estándares internacionales, sobre uso de la fuerza y la implementación de un cuerpo de vigilancia penitenciaria de carácter civil.

Sin embargo, la situación en las cárceles no ha mejorado, por el contrario, se ha profundizado la militarización, hay hacinamiento, dificultad en el acceso a alimentación y a medidas de protección de salud mínimamente adecuadas.

 

A continuación, los nombres de las víctimas, cuyos casos fueron presentados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y aparecen en la sentencia:

Alexis Antonio Martínez Liebano

Benjamín Eduardo Zerpa Rodríguez

Deyvis Armando Flores Velásquez

Edgard José Peña Marín

Franklin Antonio Armas González

Gabriel Antonio Figueroa Ramos

Henry Leonel Chirinos Hernández

Inocencio José Ruíz Durán

Jaime Arturo Henriquez Rizzo

Jesús Rafael Navarro

José León Ayala Gualdrón

Juan Carlos Saavedra Rincón

Marcos Nerio Ascanio Plaza

Nancy Ramón Peña

Néstor Gavidia Velásquez

Pedro Ricardo Castro Cruces

Víctor Jesús Montero Aranguren

Wilcon Alberto Pérez Santoya

 

 

FOTO: Carlos Garcia Rawlins / REUTERS

La primera vez que esta columna de opinión fue publicada hace poco menos de dos años y medio, su contenido fue a propósito de otra celebración más por parte del intento fracasado de golpe de Estado del 27 de noviembre de 1992. Hoy será abordada de nuevo esa fecha, pero con miras a revisar otro acontecimiento que conmocionó a Caracas y a todo el país, a pesar de que pareciera que no muchos lo siguen recordando. Mientras el terror llovía en forma de bombas desde el cielo capitalino, los barrotes de un presidio en el noroeste de la ciudad se teñían de carmesí.

En circunstancias que quedaron poco claras, agentes de seguridad asesinaron a un número grotescamente elevado de proscritos en el infame Internado Judicial de los Flores de Catia, mejor conocido como el Retén de Catia. Se presume que hubo un intento de fuga masiva aprovechando el caos que los golpistas habían desatado en Caracas. La cifra exacta de muertos es un asunto polémico. La versión oficial, emanada del Ministerio de Justicia (en aquel entonces no se acostumbraba a recargar de pomposidad los nombres de los despachos públicos) fue de 63. Pero otras fuentes, incluyendo a algunas autoridades, presentaron números mayores.

Una nota de El País de Madrid sobre los hechos siniestros recoge las declaraciones del gobernardor de Caracas de la época, Antonio Ledezma. El hoy dirigente opositor exiliado recordó que ya había advertido antes sobre la “bomba de tiempo” que era aquella cárcel. En efecto, el hacinamiento era un problema mayor: para el momento de la matanza, unos 3.000 reos superaban por amplio margen la capacidad del penal.

Pero además, las denuncias sobre violencia, corrupción y condiciones inhumanas dentro de la cárcel llevaban más de una década en el aire. En los años 70 apareció el libro Retén de Catia, una novela de Gustavo Santander (bajo el pseudónimo de Juan Sebastián Aldana) sobre los horrores vividos tras esas rejas. Sus páginas fueron llevadas a la pantalla grande en 1984 por el director Clemente de la Cerda.

En fin, a la masacre siguió el Vía Crucis de los familiares de las víctimas. Días y días peregrinando los alrededores de la cárcel, recorriendo hospitales y yendo a la morgue.

Mucho tiempo después, en 2006, el Estado venezolano reconoció su responsabilidad en los hechos durante una audiencia pública de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Hacerlo era políticamente fácil para la autoproclamada Revolución Bolivariana. Después de todo, los dedos acusadores podían dirigirse hacia la “perversa cuarta repúlica”. De hecho, el estado de las prisiones durante esas cuatro décadas es un argumento recurrente en el aparato de propaganda oficialista para imponer la noción de que durante el período democrático las violaciones de los Derechos Humanos eran un patrón sistemático que opacó las tropelías de Pérez Jiménez y que solo encuentra parecido regional en las dictaduras del Cono Sur. Aquellos desmanes, nos gritan desde el Ministerio de Comnucación e Información, siempre quedaban impunes. O solo pagaban por ellos los ejecutores directos, agentes de poca monta, sin que los miembros de la “oligarquía” que movía los hilos sufrieran las consecuencias, como dicen que ocurrió con el cruento asesinato de Jorge Rodríguez padre.

Pues bien, cuando por enorme desgracia se acerca el vigésimo aniversario de una revolución que tomó el poder con la promesa de dar al traste con absolutamente todos los defectos de la “cuarta”, la efectividad en el cumplimiento del juramento es muy clara. Para muestra tenemos el horripilante desenlace de lo que comenzó con una riña entre carceleros y reos en un calabozo de la Policía de Carabobo. El incendió que a raíz del pleito se desató terminó cobrando las vidas de al menos 68 personas. Es una cifra espantosa, mayor a la que quedó registrada en Catia aquel noviembre. Las imágenes desgarradoras de los familiares de las víctimas llorando de dolor e impotencia conmocionaron a personas en todo el mundo y hasta llegaron a ocupar la primera página de un diario de reputación global como The New York Times. En la propia Venezuela, mientras periodistas se esforzaban por aclarar el proceso que desembocó en tanto horror, la televisora que se financia con dinero público no decía ni una palabra sobre la tragedia, pues estaba muy ocupada transmitiendo mensajes de propaganda oficialista con el espírito pascual como excusa.

Tuvieron que pasar no una, ni dos, sino ocho horas tras la catástrofe para que el gobernador de Carabobo se pronunciara al respecto. Unas palabras expresadas con el rostro de frente al país eran de rigor, pero el mandatario regional optó por un mensaje escueto en sus redes sociales. Unos policías señalados como responsables del enfrentamiento dentro de la mazmorra fueron detenidos, y miembros de la dirección del organismo de seguridad estadal, destituidos. No obstante, los ciudadanos se preguntan con estupefacción cómo es posible que los señalamientos y las penalidades solo lleguen hasta ahí.

Sería inadmisible omitir que, no conforme con que la matanza de la semana pasada haya probablemente superado en número de muertos a la del Retén de Catia, la misma debe añadirse a otras calamidades de naturaleza similar acaecidas en la última década: masacres en El Rodeo, en Uribana, en la Penitenciaría General de Venezuela y en Puerto Ayacucho. Todas ellas suman centenares de cadáveres, personas con Derechos Humanos a pesar de sus delitos.

Que hoy haya que hacer un recuento tan nefasto es algo que no pudo ser evitado por el detalle de que Venezuela cuenta con un Ministerio de Sistema Penitenciario, un cargo con nivel de gabinete dedicado exclusivamente a las cárceles. Este despacho fue creado por Hugo Chávez luego de que la cartera de Relaciones Interiores, Justicia y Paz perdiera el control sobre las prisiones (hecho injustificable en sí mismo). No tiene ningún sentido preguntar si desde entonces ha habido mejoras. La realidad nos ha gritado la cruel respuesta incontables veces. Llama la atención que un gobierno muy dado a rotar ministros entre diferentes cargos haya eximido de tal suerte a quien le encargó recuperar las penitenciarías. En cuanto a la última hecatombe, la sempiterna funcionaria se limitó a lamentar los hechos, aclarando que no le competen.  De todas formas, con la elegancia en el léxico que la caracteriza, la ministra ya ha dejado claro que solo le esperan insultos a quien ose cuestionar su gestión.

Desde el Ministerio Público hubo un reconocimiento de que en las celdas de Policarabobo había un “hacinamiento exacerbado” que habría desatado la calamidad. Esta situación se repite en los centros de detención a lo largo y ancho del país y las expectativas de progreso son nulas.

Igualmente priva el escepticismo con respecto a lo que debería ser una obligación moral por parte de las autoridades venezolanas y sus seguidores. A saber, dejar de usar la masacre del Retén de Catia como argumento propagandístico, dada la situación penitenciaria actual. De vuelta a este hecho, lo peor es que al parecer el interés por aquella aberración se restringe a campañas mediáticas. En noviembre pasado, Cofavic recordó que el Estado venezolano “no ha cumplido todas las obligaciones” de la sentencia de la CIDH. “No se ha identificado los restos de las personas desaparecidas ni se ha entregado esos restos a los familiares. Nadie ha sido enjuiciado ni condenado por este caso”, reportó la ONG en un texto difundido por este portal.

 

@AAAD25

Infografía | Las masacres que manchan el rostro de la democracia en Venezuela
El pasado 15 de enero ocurrió una matanza en El Junquito. Óscar Pérez y seis de sus aliados cayeron, por disparos en la cabeza, a manos de las fuerzas de seguridad del Estado. Las víctimas se suman a las casi 700 personas que han muerto en procedimientos policiales y militares, y en condiciones similares, durante el gobierno de Nicolás Maduro

 

@loremelendez

A LO LARGO DE LAS ÚLTIMAS SIETE DÉCADAS, la historia de Venezuela ha sido salpicada por hechos de sangre que fueron perpetrados con la anuencia del Estado. A partir de 1958, cuando el país superó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, estos ataques masivos de funcionarios – que suelen triplicar en número a sus víctimas – dejaron de ser frecuentes. Sin embargo, desde la década de los 80 empezó a observarse cómo los gobiernos de turno, o los uniformados bajo su mando, los pusieron en práctica. Las masacres – matanzas en las que mueren al menos tres personas que, por lo general, están indefensas ante sus victimarios – despuntaron así en medio de la democracia.

La mayor cantidad de masacres se ha ejecutado en el último lustro. En menos de cinco años en Miraflores, Nicolás Maduro y los policías y militares que le obedecen han estado al frente de al menos 49 de estos procedimientos. Solo en el marco de las Operaciones de Liberación del Pueblo, entre 2015 y 2017, se llevaron a cabo 44 matanzas. A estos sucesos se suman la tragedia de Tumeremo, donde participaron uniformados como aliados de la banda criminal que ejecutó a 17 mineros; la persecución y asesinato de 9 pescadores de Cariaco; los ataques a las cárceles de Uribana y al retén de Amazonas, que dejaron 61 y 39 reos muertos, respectivamente; y más recientemente la masacre de El Junquito, que acabó con la vida del piloto rebelde Óscar Pérez y seis de sus compañeros. En total, 693 personas han caído en estos hechos.

Aunque ningún gobierno había alcanzado estos números, estos procedimientos, plagados de irregularidades, también fueron noticia en la era democrática. El primero se registró en 1982, cuando seis cuerpos de seguridad rodearon a 41 rebeldes marxistas en Cantaura, estado Anzoátegui, y mataron a 23 de ellos.

Después de Cantaura hubo nuevas operaciones policiales y militares que registraron un alto número de víctimas civiles. Así sucedió en poblaciones rurales como Yumare y El Amparo, y también en la capital venezolana, donde se produjo la mayor cantidad de muertes de El Caracazo – que es por cierto la única de estas masacres que no fue planificada, sino que sucedió como una reacción ante los disturbios y protestas –y donde también ocurrió la masacre del Retén de Catia, en 1992, el mismo día en el que hubo una segunda intentona golpista contra Carlos Andrés Pérez durante un mismo año. En total, 489 personas cayeron en estos sucesos. La mayoría de ellos lo hicieron en El Caracazo.

Con el arribo de Hugo Chávez al poder, las matanzas que contaron con la actuación de funcionarios de seguridad del Estado no cesaron y 26 personas fueron víctimas de estos operativos. En sus 14 años de gobierno, los uniformados intervinieron en al menos cinco hechos de esta naturaleza: dos se ejecutaron en zonas populares de Caracas (Barrios Kennedy y El 70), una se escenificó en la cárcel de (Vista Hermosa, estado Bolívar) y otra en una zona rural (La Paragua, estado Bolívar). Runrun.es presenta un recuento de estas masacres que ponen en vilo el papel del Estado frente a la defensa de los derechos humanos.