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Ya no somos un país rentista, por José Toro Hardy

 

La economía venezolana ha sido a lo largo de más de un siglo cada vez más dependiente del petróleo. El petróleo aporta algo más de 95% del ingreso de divisas del país. El ingreso petrolero es el resultado de multiplicar el número de barriles que producimos por el precio del barril. Y la renta petrolera es mayor mientras más alto sea el ingreso petrolero y menor sea el costo de producción.

La política petrolera del país ha girado por décadas alrededor a la idea de que lo más importante era maximizar los precios del petróleo a fin de optimizar la renta. En tal sentido, hemos venido aceptando en la OPEP cuotas de producción; es decir, sacrificando los volúmenes de producción a fin de propiciar un aumento de los precios.

Se impuso la teoría conocida como el “Peak Point”, conforme a la cual las reservas petroleras se harían cada vez más escasas en tanto que la demanda mundial de petróleo seguiría creciendo aceleradamente, con lo cual inevitablemente los precios del petróleo seguirían indefinidamente en ascenso.

La realidad ha mostrado ser otra. Quizá llegó el momento de revisar algunas de esas nociones. Veamos:

Lo primero que cabe señalar es que durante muchas décadas el precio del petróleo venezolano se mantuvo en torno a los dos dólares el barril; sin embargo la economía venezolana fue durante todo ese tiempo la economía de mayor crecimiento en el mundo, la que tenía menor inflación y nuestra moneda, junto con el franco suizo eran las monedas más sólidas y estables del mundo. Ciertamente nuestra población era considerablemente menor, pero la diferencia radicaba fundamentalmente en que teníamos administraciones razonables con políticas públicas de calidad.

El mecanismo de priorizar los precios por encima de la producción ha favorecido la creación de un Estado fuerte. Cuando los precios se fortalecen los excedentes van íntegra y directamente al Estado. El efecto sobre el resto de la economía y sobre la población depende fundamentalmente de cuan eficientes sean los gobiernos de turno. Cuando lo son, el país se beneficia. Cuando no lo son, el perjuicio recae sobre toda la población.

De hecho, al revisar los momentos en los cuales los precios del petróleo experimentaron los mayores incrementos, la experiencia pone en evidencia que, en lugar de favorecer un desarrollo sustentable, sirvieron para conspirar contra la eficiencia del gasto público. A pesar de los elevados ingresos, esas fueron las coyunturas en que nuestros gobiernos más se endeudaron. Se creyeron todo poderosos e implantaron políticas que terminaron por dañar profundamente al país. Al caer posteriormente los precios (cosa que siempre ocurre), el país se hundía en profundas crisis. Nuestra economía se volvió una montaña rusa.

La más abismal e incomprensible de todas las caídas es la que actualmente padecemos y se produce justamente después de una etapa de populismo exacerbado alimentado por precios petroleros a niveles que nunca antes habíamos soñado. Ojalá que el daño sea reversible.

Por el contrario, los mejores resultados y los más duraderos los alcanzamos cuando estuvimos dispuestos a adelantar políticas racionales que favorecían las inversiones. El efecto multiplicador de esas inversiones arrastró consigo al resto de la economía redundando en beneficios sustentables para la sociedad.

Hoy nuestra industria petrolera yace gravemente postrada, junto con el resto de la economía, como consecuencia del deterioro causado por una administración irracional, ineficiente, dogmatizada, populista, ignorante y corrupta que ha puesto los intereses de un partido y de otros países por encima de los de Venezuela.

Ya no somos un país rentista. Los medios para lograr esa renta fueron destruidos. PDVSA ha sido severamente dañada. La producción experimenta una brutal caída y el endeudamiento se fue de las manos en medio de un default creciente. La empresa sobrevive a base de auxilios financieros del BCV, que son la causa de la hiperinflación que nos agobia.

La recuperación del sector va a depender de que seamos capaces de realizar elevadas inversiones -que ya no están al alcance del Estado- y sólo podrían lograrse con políticas petroleras capaces de atraerlas y de brindarles la seguridad jurídica que requieren. Estamos hablando de un nuevo modelo petrolero y de un nuevo modelo económico. Ambos serían impensables sin un nuevo modelo político.

 

@josetorohardy

 

Impotencia petrolera, por Ramón Hernández

 

Antes de que la nacionalización del petróleo fuese una opción, en los Altos de Pipe, en el IVIC, se investigaba sobre un objetivo que podría ser la alternativa para el rentismo petrolero y la incorporación de los venezolanos en un negocio que les estaba vedado: blanquear el barril de petróleo. Una tarea que se tomaban en serio. Más que petróleo crudo había que dedicarse a producir derivados y no carburantes, precisamente.

Ahora, después de la tormenta, mejor, de la gran borrachera de los últimos 18 años, mi amigo, el de la moto de alta cilindrada y lector de Benito Pérez Galdós, insiste en que los venezolanos nos salvaremos si aprendemos a hacer merengadas, hamburguesas y papas fritas con petróleo, sobre todo con los ultrapesados de la faja del Orinoco.

Tendría que ser cuanto antes. Ya campea la desnutrición y se está agotando la basura donde escarbar en busca de proteínas y carbohidratos fermentados. Pero los desechos también se agotan, cada día son más los restaurantes que cierran, menos los animales callejeros y ya casi no quedan familias que generen desechos orgánicos: no desperdician ni las conchas de las papas, las meten al horno les rocían sal y comen chips.

La entrega del país, de sus riquezas y su soberanía, ha sido total. El gran rubí de la corona es el Arco Minero, una gran bicicleta para pagarles a chinos, rusos, cubanos, iraníes y norcoreanos unas supuestas inversiones que nunca hicieron y unas compras de armas y tecnología que nunca llegaron a puerto o que se desvanecieron con la misma prontitud con la que se caen los helicópteros que manda Moscú o los aviones de combate chinos.

Petróleos de Venezuela es un cascarón tan vacío como abollado. Después de la gestión de Alí Rodríguez Araque y las asesorías de Bernard Mommer y Jorge Giordani su producción de deudas sobrepasó con creces sus inventarios de hidrocarburos, y ha tenido al BCV como su fuente principal de dinero inorgánico, que hoy es la única actividad “productiva” que mantiene el gobierno, aunque de manera virtual: tarjetas de plástico y bitcoins.

Quizás la mejor manera de entender el fracaso de la política petrolera sea conociendo cómo opera una estación de gasolina que no haya sido condenada a la sequía permanente, como las que funcionaron en Altamira y Los Palos Grandes. El concesionario recibe mensualmente una cantidad de gasolina y de gasoil que vende a precios irrisorios, tan irrisorios que los clientes dejan al bombero más de lo que pagan por el combustible, casi 1.000 por 100. La proporción es mayor cuando se trata de gasoil. Los gandoleros son mucho más generosos que los mototaxistas. El concesionario recibe unos céntimos de bolívar por cada litro en el caso del gasoil y de la gasolina de 91 octanos, y un par de bolívares en la de 95. Una gandola carga 38.000 litros, saque la cuenta, menos que 1 kilo de yuca. Con esas “ganancias a futuro” se debe pagar el salario de los bomberos, los impuestos nacionales y municipales, el aseo urbano que es una puñalada trapera, la electricidad, el alquiler y demás gastos operativos. Con el agravante de que deben pagar la gasolina casi de contado y al mismo precio que la expenden al público. El margen de ganancia, que por supuesto no es tal, sino una especie de subsidio por mantener el servicio, lo pagan con hasta 6 meses de retraso y es tan bajo, tan anémico, que no alcanza para pagar los sueldos que, además, por la inflación y por política gubernamental, suben conjuntamente con el bono de alimentación.

Mientras una botellita de agua mal filtrada en las plantas de Fuerte Tiuna la venden en 35.000 bolívares, casi tanto como un dólar Dicom, un litro de gasolina de 95 sigue costando 6 bolívares. Regalarla le saldría más barato al Estado, pero entonces los “funcionarios” y los autores de las órdenes superiores perderían el negocio que tienen con el efectivo, que por arte de birlibirloque se transforma en dólares baratos. Hasta ahí. No pregunte.

Cuba recibe 100.000 barriles en promedio y China 600.000 a mitad de precio, pero esos negocios no se cuestionan, son geoestratégicos e interplanetarios. Vendo manual de soberanía y maquinita que hace billetes de monopolio.

@ramonhernandezg

El Nacional

Lucha contra el rentismo petrolero ¿épica o farsa?

@AAAD25

Por decirlo en coloquialismo criollo, tenemos un oficialismo que la agarra con las cosas. Es decir, tiende a obsesionarse. Los focos de esta atención exagerada son fáciles de identificar porque son aquello que los voceros rojos repiten de forma enfermiza en sus alocuciones. Algunas obsesiones, desde que aparecen, se han vuelto fijas y constantes. Ahí están las amenazas de intervención militar imperialista desde Estados Unidos, las conspiraciones violentas de la oposición, la guerra económica, las maniobras de Rajoy y Uribe, el paramilitarismo que explica la sangre derramada por las calles de todo el país, etc.

Pero hay otras obsesiones que son pasajeras. Copan el discurso chavista por un tiempo breve y luego desaparecen. La insistencia con la que se les hace referencia contrasta con lo fácil que las olvidan. Pongo un ejemplo: la disputa fronteriza con Guyana. El año pasado Maduro dio un giro de 180 grados a lo que, por voluntad de su omnisciente mentor, había sido la política de pasar la página y dejar las cosas como están. De pronto el Acuerdo de Ginebra volvió a ser importante y el Presidente solo tenía boca para denunciar la explotación de petróleo en lo que Venezuela reclama como su territorio. Por un breve tiempo, su par guyanés se volvió el enemigo número uno de la epopeya roja. Hubo unas conversaciones, la foto de los mandatarios con el secretario general de la ONU y…. y ya. No pasó más nada. Todo como antes. El tema no volvió a tocarse.

Desde la todavía no reconocida derrota del pasado 6 de diciembre, el Gobierno ha mantenido una obsesión que, lamentablemente, parece pertenecer a la categoría de las pasajeras. Digo que es lamentable porque, a diferencia de casi todas las cosas con las que la agarra, esta sí es un problema real, y muy grave. Me refiero al rentismo petrolero.

La dualidad que ha significado el crudo para esta tierra desde que reventaron los primeros pozos en los años 10 y 20 es tan notable que ha inspirado canciones populares (“Puede hacernos ricos, puede hacernos mal, solo el tiempo nos lo dirá”, entona Gualberto Ibarreto). Por un lado está la oportunidad de explotar como pocos países uno de los commodities más demandados del orbe.

Por el otro está la dependencia de esa riqueza, la atadura de nuestra economía a las cotizaciones de un bien en el mercado internacional, factor que está fuera de nuestro control. El precio del oro negro es una boya que eleva el país hasta la superficie, o un ancla que lo hunde hasta el abismo tenebroso.

¿Creen que es una exageración? Revisen nuestro último medio siglo y notarán que los períodos de prosperidad coinciden con las bonanzas petroleras, y los de penurias, con los desplomes. Durante los primeros tres gobiernos democráticos posteriores a Pérez Jiménez, los precios estuvieron relativamente bajos. Luego, en 1973 estalla la Guerra del Yom Kippur y buena parte de los grandes proveedores del Medio Oriente imponen un embargo a Occidente por su apoyo a Israel. El valor del crudo que sí transitaba libremente por los mercados, como el nuestro, aumentó de forma impresionante. Aunque la coyuntura bélica se superó antes de que terminara el año, el valor del petróleo siguió sumamente alto durante el resto de la década. Esta fue la “Venezuela saudita”, la época de los “ta’ barato”. Había dinero por doquier. Edo Sanabria retrató el momento en una caricatura genial. El protagonista del momento, Carlos Andrés Pérez, hace su reconocido gesto de agitar los brazos, pero soltando al aire montones de dólares.

No obstante, el Estado gastó mucho más de lo que en realidad podía pagar. Entre eso y la corrupción, el panorama ya era bastante grave cuando a principios de los ochenta el crudo cayó. El primer síntoma del malestar fue el Viernes Negro. La década fue de progresivo aumento de la pobreza y frustraciones acumuladas. Añorando los tiempos de vacas gordas, Pérez fue electo para un segundo mandato. La austeridad adoptada inmediatamente fue todo lo contrario a lo que se esperaba, y la ira masiva estalló en el Caracazo. Durante los noventa, el petróleo tocó nuevos fondos y, sí, en proporción inversa creció la miseria de las mayorías.

Parecía que la experiencia contrastante entre la década de los setenta y los veinte años que le siguieron sería suficiente para que el gobierno con el que Venezuela incursionó en el siglo XXI hubiera aprendido la lección de los peligros del rentismo petrolero. Nada que ver. Como llegó al poder por las urnas, Chávez sabía que, en un principio al menos, sería sumamente difícil impulsar la transformación hacia un Estado a su medida sin el apoyo de la mayoría de la población. Para granjearse este soporte, su carisma era una herramienta importante, pero no suficiente. Hacía falta algo más tangible. Ese algo fue su gigantesca política social que, más allá de lo emocional y religioso, se ha convertido en la bandera material del chavismo. Atención médica en los barrios, programas educativos, construcción de viviendas. Todo esto gratis o con subsidios tan amplios que el ciudadano tiene que pagar una ínfima parte del valor real.

¿Cómo financiar todo esto? Con petróleo, naturalmente. A Chávez le vino como anillo al dedo el incremento del valor del crudo que comenzó más o menos en 2004, uno sin precedentes, hasta la estratósfera. De ahí la frase “Pdvsa ahora es de todos”. El detalle es que la historia se repitió, y como la bonanza fue más grande, también lo fueron los problemas que trajo. Es como si el país hubiera vuelto a emborracharse de petrodólares, al igual que en los setenta, pero con mucha menos moderación. La rumba se termina y queda una resaca peor a la de los ochenta y los noventa. La cuenta es también, desde luego, mucho más elevada.

Hablando en serio, ¿qué pasó? Otra vez el Estado receptor de la renta lo gastó todo y mucho más. Lo que no alcanzó fue cubierto con impresión de dinero inorgánico (causa por excelencia de la inflación) y endeudamiento.

La atención estaba centrada en optimizar las ganancias de la minita de oro negro. Poner todo ese dinero a contribuir con la diversificación económica era un proceso lento, que no podía brindar los réditos clientelares que Chávez quería lograr lo más pronto posible.

Eso no es todo. Mientras, los controles de cambio y precio estrangularon el aparato productivo. No discutiré si esto fue un error de cálculo o un objetivo buscado deliberadamente por el Gobierno. El punto es que los efectos nocivos de este drama no se sintieron mientras el petróleo estuvo por las nubes, ya que el Estado podía tapar el hueco dejado por los productores venezolanos con importaciones masivas. Cerrado el grifo de petrodólares, caen en picado las compras al exterior y la escasez arrecia. He ahí una pequeña diferencia con situaciones anteriores.

Para colmo, el monopolio sobre el flujo del gigantesco ingreso en divisas se ha traducido en una corrupción que deja en pañales la que se vivió en la mal llamada “cuarta”. Miles de millones de dólares desaparecidos, según denuncian exfuncionarios chavistas del más alto nivel hoy execrados, justamente, por levantar la voz contra el saqueo.

Cualquier otra cosa habría sido preferible al despilfarro que vivimos. Incluso sin un programa de diversificación, por lo menos pudo usarse buena parte del ingreso para un fondo de ahorros y estabilización macroeconómica. Eso hicieron varios países también dependientes de la renta petrolera. No creo que sea lo ideal. Pero al menos evitó que, ahora que el petróleo bajó, vivan una crisis como la nuestra.

Ahora vienen a decirnos que no es el modelo socialista ortodoxo lo que ha fracasado, sino el rentismo petrolero, el cual atribuyen al capitalismo. Ya vimos que varios factores, además del crudo barato, nos trajeron adonde estamos ahora. Además, si esta “revolución” llegó con vocación de cambiar el viejo orden, ¿por qué no luchó contra el flagelo rentista desde un principio? Resulta que hasta 1999 el petróleo generaba poco menos de 70% del ingreso del país en divisas. Ahora ese porcentaje es de alrededor de 95%.

Por todo esto parece fingida la pretensión obsesiva del Gobierno de ponerle fin a la dependencia del hidrocarburo. Parece ser una reacción coyuntural a un problema que, desgraciadamente, considera coyuntural. Bastaría con que los precios se disparen de nuevo para silenciar el grito de hoy y volver a las viejas andanzas.

En Las venas abiertas de América Latina, Galeano se refiere a una carta que le escribió Salvador Garmendia, en la que el novelista compara el balancín, por su forma y movimientos, con un buitre que picotea la carroña, en medio de un panorama de suciedad y desolación. Mientras la población no aprehenda el peligro de la dependencia del oro negro, este seguirá alimentando a unos pocos y trayendo miseria a los demás.

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