Escribo esto luego de haber pasado, como tantos otros, casi la totalidad de un día atento a lo que ocurría en la Asamblea Nacional. Temía por lo que pasara a quienes estaban secuestrados ahí, sobre todo por mis valientes y admirados colegas que informaban sobre sobre los hechos. Sin embargo, no quiero repetir una analogía entre los terribles acontecimientos de ese miércoles y el asalto al Congreso perpetrado por las hordas monaguistas el 24 de enero de 1848. Ya lo hice antes por sucesos parecidos, y otros también, con más riqueza que aquella de la que soy capaz. Más bien mi intención es reflexionar sobre lo que los venezolanos celebramos cada 5 de julio, y cómo la fecha se conmemoró esta vez, desde dos puntos de vista antagónicos.
En estos artículos me reservo la evocación del pasado para la segunda mitad del texto. Esta vez será al revés. Hasta los venezolanos menos interesados en historia saben que a principios del séptimo mes de 1811 se firmó el Acta de Independencia de Venezuela, y mantienen en su memoria como complemento visual alguna pintura de Martín Tovar y Tovar reproducida en los libros escolares. Es decir, aquel día por primera vez se hizo oficial la ruptura de lazos con la Corona española y cualquier autoridad peninsular, y se declaraba la Primera República.
No fue de ninguna manera un acontecimiento bélico. La Guerra de Independencia empezó al año siguiente, y en esta primera etapa fue un desastre que llevó a la pérdida rápida del primer ensayo de soberanía ciudadana, en vez de monárquica. Se trató de un hito de naturaleza completamente civil, protagonizado por civiles y con la participación de algunos militares.
Desde marzo estaba reunido un Congreso Constituyente con la asistencia de representantes de siete provincias de la Capitanía General de Venezuela. El propósito era decidir la forma de gobierno autónomo adecuada para Venezuela, luego de la renuncia de Vicente Emparan y mientras durara el cautiverio de Fernando VII por las fuerzas napoleónicas. Leer los ensayos de Elías Pino Iturrieta y compilados en La independencia a palos revela que no hubo un cónclave de hombres unánimemente inspirados por la libertad, la igualdad y demás ideales nobles para emancipar a su pueblo del yugo hispano. Hasta las últimas sesiones antes del 5 de julio hubo confusión, titubeo y, además, oposición a la idea de cortar lazos con la metrópoli. Pero incluso cuando se caldeaban los ánimos, imperó la civilidad (advierto que en este artículo los derivados del térimo latin civis se repetirán al borde de la cacofonía). Sin embargo, al final se decidió a favor de la independencia. Desde entonces, el movimiento republicano mantendrá [ha mantenido] un rumbo accidentado, más de una vez con visos de perdición, pero al final irreversible.
El abogado Juan Germán Roscio, junto con Francisco Isnardi, se encargó de redactar el Acta de Independencia. Él, con la coautoría de Cristóbal Mendoza, también fue el responsable de la Constitución Federal de 1811, la primera venezolana.
En conclusión, el del 5 de julio fue un evento ausente de sablazos y cargas de artillería. Por eso este miércoles desperté con una interrogante. ¿Por qué una efeméride de naturaleza completamente civil tiene como aspecto más destacado un desfile militar? A los uniformados de aquella época los celebramos cada aniversario de la Batalla de Carabobo, y tiene sentido.
Fue un pensamiento triste, que se volvió deprimente al presenciar los actos en el Paseo Los Próceres. Lo único peor que un espectáculo castrense para una fiesta de esta índole es un espectáculo castrense politizado e ideologizado. La homogeneidad es una característica inherente al mundo parcial. Los rigores de la guerra obligan a una disciplina estricta, a la jerarquía incuestionable, al acatamiento de órdenes. Pero se supone que los conflictos bélicos son situaciones excepcionales. Cuando la lógica militar invade la vida política corriente de un país, el resultado siempre es tóxico para la democracia y la libertad. Ergo, es lamentable la escena de generales y tropa gritando vivas a Chávez y jurando lealtad al pensamiento del golpista fracasado, cuya materialización son sus herederos, la impresentable élite partidista que hoy gobierna.
En cualquier marcha de soldados que no están usando sus armas, el objetivo es mostrarlas. Ahora bien, exhibir armas conlleva siempre una advertencia sobre su potencial mortal y destructor. Ese mensaje por parte de quienes las portan en nombre de un Estado va dirigido a los enemigos del mismo, que pueden ser cualquier agente externo o interno que mediante sus propias armas pretenda violentarlo, y nunca una población inerme. Pero si nos muestran un arsenal en manos de quienes se declaran servidores de un dogma, ¿a quién podemos interpretar que va dirigida la advertencia? ¿Cuál es ese potencial enemigo al que intentan decir “cargo esto que puede hacerte daño y no dudaré en usarlo si las circunstancias lo ameritan”?
Desfilaron uniformados de vestimenta y, según ellos lo vociferan, de pensamiento (aunque siempre cabe la duda sobre lo que cada individuo piensa más allá de lo que dice). Uno toma la palabra y recita los nombres de Bolívar, Sucre, Urdaneta, etc. No hace una sola mención a Roscio u otro civil. El acto está marcado por la evocación de caudillos y batallas. Incluso se invoca a Zamora, que ni había nacido cuando se declaró la independencia. No es baladí. Hay una transmisión en cadena, lo que resalta su talante impositivo e intolerante de visiones alternas. La fidelidad gritada es a un hombre (y solo en una mentalidad retorcida funciona el axioma de identificar a un individuo con un pueblo o un Estado) cuya legitimidad y derecho soberano no tendrán sustento en la tradición, como diría Weber, pero sí en la paternidad del dogma. Es, a fin de cuentas, un rey, con plena facultad para traspasar su majestad a un heredero ungido.
Considere todo lo anterior y pregúntese si lo que mostraron las pantallas de televisión el miércoles estuvo en sintonía con el espíritu de la declaración de independencia. Claro, nada puede ser copia fiel de lo que aconteció ese día. Pero son posibles las aproximaciones. Para el venezolano, si aquella fecha es realmente significativa, es porque algo importante de ella sigue vivo más de dos siglos después, como legado y tradición republicanos.
Ahora, apreciado lector, espero que usted haya sido de los que gracias a la tecnología haya sido de los que vio [gracias a la tecnología vio], a solo unos cuantos kilómetros de Fuerte Tiuna, una celebración muy distinta. Me refiero a la sesión solemne de la Asamblea Nacional que se celebra cada año en la jornada patria. De todas formas, si no lo hizo, no hace falta para entender la idea. Solamente con comprender qué es la AN se empieza con buen pie. La representación de los ciudadanos, electa con su voto como único soberano, en pleno, con toda su diversidad. En ese organismo colegiado conviven diversas maneras de entender la política y la sociedad: socialdemócratas, liberales, democristianos, etc. Su misión es deliberar y debatir los asuntos de interés nacional, y diseñar leyes y revisar las cuentas que deben rendirle los demás poderes públicos acorde. Pero en aquel día hacen un acto especial en el que rescatan la importancia de una herencia histórica común.
No se supone que ningún almirante o general dé un discurso. En vez de eso se invita a un civil con méritos y aportes sustanciales a la sociedad para que reflexione en voz alta sobre la razón de ser de la celebración. Para esta ocasión fue elegida la historiadora Inés Quintero. No decepcionó. Además de ofrecer una breve pero detallada narración de los hechos del 5 de julio (mucho mejor que la que usted leyó unos párrafos más arriba), dando el lugar que le corresponde a los ilustres civiles al frente, la devota de Clío narró la evolución de la fecha como ritual republicano venezolano por antonomasia. Gracias a ella aprendí que la sesión solemne de la AN se remonta a 1936, cuando López Contreras iniciaba el giro que dejaría atrás la dictadura de Gómez. También respondió mi pregunta. Resulta que el desfile militar fue una idea de la Junta Militar que derrocó a Rómulo Gallegos. Terminada la dictadura, los gobiernos democráticos lo mantuvieron (un error, acaso pensando que con esas concesiones simbólicas mantendrían a las Fuerzas Armadas satisfechas con el rol que les corresponde).
Por último, cabe acotar que la transmisión del acto parlamentario no fue ninguna cadena, y dudo que sus responsables, de haber tenido el poder para hacerlo, la hubieran impuesto así. Parte del respeto a la libertad de los ciudadanos es justamente no impedirle acceder a los contenidos mediáticos de su interés.
Las dos formas de conmemorar el 5 de julio también son dos visiones del país: una es homogénea a la fuerza, vertical, adherida al pensamiento único y limitada a relaciones de mando y obediencia. La otra es plural, diversa, deliberante, democrática y horizontal. ¿Puede alguien extrañarse de la intolerancia de la primera hacia la segunda? ¿Cómo extrañarse a estas alturas de que este republicanismo civil, encarnado en el grueso de la sociedad venezolana y sus representantes y que hoy lucha por su supervivencia, sea atacado como lo fue por un grupo que precisamente usó armas?
Cierro con la que tal vez fue la oración más importante del discurso de Quintero: “Ya va siendo tiempo de eliminar la presencia de las Fuerzas Armadas de la celebración del 5 de julio”. Al honrar a los civiles de hace 206 años, sus descendientes nos estaremos también dando el puesto que nos corresponde, con miras a que nunca más nos vuelvan a pisotear.