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Obituario

Alejandro Armas Feb 25, 2022 | Actualizado hace 1 mes
Lo que nos deja Américo Martín
La pérdida de ciudadanos como Américo Martín es trágica porque seguimos bajo un régimen que trata de ajustar nuestra historia a sus burdos esquemas de propaganda

 

@AAAD25

Siempre sentí fascinación por la política y cultura de los años 60 del siglo pasado. La década de la Nueva Ola Francesa y los inicios del Nuevo Hollywood. Del boom de la literatura latinoamericana. De la psicodelia de Cream y Jefferson Airplane. De la revolución sexual. Del alzamiento de los estudiantes en París y la Primavera de Praga. Y, en Venezuela, de la consolidación de la democracia, muy a pesar de los intentos de derribarla desde distintas fuentes.

Al principio, la mayor amenaza vino de los reaccionarios, molestos por el fin del gobierno militar de Marcos Pérez Jiménez. A esa especie pertenece la insurrección de Jesús María Castro León y el intento de magnicidio de Rómulo Betancourt, tramado por la tiranía dominicana. Pero mucho más prolongada y grave fue la amenaza de los marxistas que quisieron imitar a los barbudos de Sierra Maestra.

Se pensó por un tiempo que el peligro pasó cuando el Partido Comunista de Venezuela y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria decidieron deponer las armas en 1967, tras lo cual el primer gobierno de Rafael Caldera dio paso a la pacificación. Pero no fue así. Y no solo porque grupos marginales como Bandera Roja y la Liga Socialista siguieron recurriendo a la violencia en las dos décadas siguientes, sino además porque las corrientes más radicales tuvieron un papel protagónico en el origen de la calamidad política venezolana del siglo XXI, al captar para sus propósitos a jóvenes militares que formaron logias conspiradoras, luego devenidas en movimiento político. Una vez en el poder, construyeron la trama ideológica con la que el chavismo justificó sus acciones y, aunque duela decirlo, sedujo a las masas.

Pero entre los insurrectos también emergió un grupo alternativo que trató de construir una izquierda democrática, más a la izquierda de la socialdemocracia blanca, y que progresivamente se fue moderando y volviendo crítica del autoritarismo, sea cual sea su filiación ideológica. Personas como Pompeyo Márquez, Teodoro Petkoff y Argelia Laya. De estos, solo pude conocer al primero. Cronos avanza impertérrito y poco a poco acaba con esa generación de dirigentes.

Ahora le tocó a Américo Martín, a quien tampoco tuve el gusto de conocer. Solo lo vi una vez en persona, caminando como cualquier mortal por la Av. San Juan Bosco de Altamira. Pero siempre leía su columna de opinión en la edición física de Tal Cual, hasta que la misma desapareció por la censura indirecta que es el monopolio estatal sobre la importación de papel periódico. En ese espacio, así como en sus ocasionales entrevistas televisivas, me impresionó su sindéresis y afabilidad.

Me quedé con las ganas de compartir un café con él, como sí pude hacerlo con Pompeyo en un par de ocasiones en su modesto apartamento de Cumbres de Curumo. Hubiera sido una experiencia muy grata. Sé que no tiene mucho sentido lamentarse por la ley natural de la vida y la muerte, pero no puedo evitar sentir que la pérdida de ciudadanos como Américo Martín es trágica porque hacen falta personas que cuenten la historia, de manera testimonial, sobre lo que ocurrió en aquellos tiempos turbulentos de la década de los 60. Que, paradójicamente, fueron la época dorada de nuestro más prolongado experimento democrático, en términos de probidad gubernamental, crecimiento lento pero seguro de la economía y apertura para el ascenso social en un país históricamente pobre.

Lo digo porque seguimos bajo un régimen cuyo fin no se ve en el corto o mediano plazo, que sistemáticamente trata de reescribir nuestra historia nacional para ajustarla a sus burdos esquemas de propaganda.

Usando su hegemonía comunicacional, propagan esta versión distorsionada del pasado de una manera con la que es difícil competir.

Le ponen énfasis a las cuatro décadas de democracia que los antecedieron y que desde un principio se propusieron destruir, razón por la cual necesitaban denigrar de ella. En tal sentido, los guerrilleros de los 60 fueron héroes y mártires, aunque se estuvieran alzando para derribar, con apoyo de agentes extranjeros, gobiernos electos por el pueblo venezolano con amplia participación y condiciones limpias.

Así que, insisto, el testimonio de quienes fueron parte de aquello, pero luego entendieron el error que cometieron, es de un valor imponderable. Es un testimonio que no se envuelve a sí mismo en el manto épico y moral que el chavismo pretende darle, pero que tampoco omite los excesos cometidos en el combate a la sublevación.

Nos queda, por supuesto, su bibliografía. En el caso de Martín, queda en evidencia una evolución intelectual que da cuenta de la ruptura con el socialismo de corte marxista y una crítica a su principal impulsor en América Latina: el régimen castrista de Cuba.

A propósito, Fidel Castro jamás les perdonó a Américo Martín y similares el haber dejado la lucha armada. Desde la isla los tildaron de “traidores” que se pusieron al servicio del “imperialismo norteamericano”. Como nunca apoyaron al chavismo, este repitió los gruñidos habaneros.

Y en otro ejemplo más de la herradura política, el curioso fenómeno de una nueva extrema derecha venezolana que cree que oponerse al chavismo es abrazar un conservadurismo autoritario y paranoico estalla en ofensas y acusaciones infundadas con el mismo blanco. De Martín dicen que, hasta su muerte, fue un comunista impenitente que contribuyó con el ascenso de Hugo Chávez, sin importar la evidencia histórica monumental de lo contrario. Puras necedades, provocadas por el resentimiento irracional.

En cambio, quienes creen en la democracia valoran cuando uno de sus enemigos se redime y pasa a ser su defensor. En consecuencia, solo nos queda promover su legado, que consta principalmente en sus referidos textos. Es una cuestión de conocer la historia y explorar los dos lados de la política. Uno oscuro, violento y tiránico. Otro, luminoso, cívico y democrático. Américo Martín pasó del uno al otro.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

#NotasSobreLaIzquierdaVenezolana | El Comandante Américo (V)
Américo Martín asumió su responsabilidad de muchos equívocos y despropósitos, improvisaciones y temeridades, terquedades y delirios de la lucha armada de los 60

 

@YsaacLpez

Cuentan versiones que el propio Fidel Castro supervisó y orientó al comando que debió desembarcar en las cercanías de Machurucuto en mayo de 1967. Un año antes, Luben Petkoff había dirigido otra incursión desde Cuba a las costas de Tucacas-Chichiriviche. Al despedir a los combatientes guerrilleros del MIR venezolano, Castro les obsequió un reloj y le envío uno a Américo Martín, por quien sentía especial simpatía.

Fueron Fabricio Ojeda, Américo Martín y Douglas Bravo, sucesivamente, las figuras que Castro concibió como sus homónimos, como Comandante Máximo de la Revolución venezolana.

Muchos son los análisis, testimonios y reflexiones sobre la insurgencia de izquierda de la década de los sesenta. Una cuestión parece quedar establecida desde los primeros intentos serios de explicación: la permanente indecisión interna de los partidos sobre la viabilidad de la lucha armada. La constante discusión sobre la pertinencia de la violencia signó todo el proceso.

Para los participantes más radicales, y aquellos que continuaron en rebeldía más allá de la “Política de Pacificación” desarrollada a partir de 1969, esa situación fue determinante en el resultado de la insurrección. 

Fue en Venezuela donde por primera vez en América Latina se utilizó el recurso de la guerrilla, asumida como norma de acción por los partidos políticos de izquierda. Así lo señala Luigi Valsalice en su obra pionera sobre el proceso de la lucha armada venezolana, publicada en el país con el título La guerrilla castrista en Venezuela y sus protagonistas 1962-1969 (Caracas, Centauro, 1979).

Uno de esos protagonistas, dirigente fundamental del MIR -ícono de la juventud rebelde venezolana de la época y uno de los partidos que asumieron la guerrilla como norma de acción-, fue Américo Martín (Caracas, 1938-2022) quien publicó hace una década dos tomos con sus memorias.

Señalado por los sectores radicales de su partido y fuera de él de capitular prontamente en el esfuerzo insurreccional, de cometer acciones indignas del liderazgo revolucionario, falsear la verdad de los hechos en el empeño de deslastrar su imagen de las responsabilidades en la violencia y adoptar posiciones contrarias al ideario marxista-leninista, Martín vuelve sobre esos y otros tópicos.

Revisión y arreglo de cuentas, despedida de la militancia política y social, el primero de los tomos de Américo Martín trata esencialmente de su participación en la resistencia a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), y el segundo sobre su protagonismo en principales hechos de la política venezolana en la década siguiente, entre otros: la división del partido Acción Democrática y el surgimiento del MIR (1960-1961), el planteamiento de la lucha armada contra los gobiernos de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni a través de la guerra de guerrillas (1962-1968) y el proceso de pacificación que reintegró al grueso de los sectores alzados al debate democrático (1969).

Marcado por la justificación y la enmienda, por la necesidad de ubicación en la crítica a la izquierda nacional y a la Revolución cubana, por el presentismo y el rechazo al proyecto chavista en el poder en Venezuela, el libro presenta de entrada una valoración fundamental para entenderlo: la lucha armada fue “la aventura más valiente, sí, pero también más demencial emprendida por tantos jóvenes venezolanos.” El autor uno de ellos. Pero, nos dice: “Yo tenía 21 años y una sed infinita de grandeza” (p. 11).

Ya en 1978 con Alfredo Peña (Caracas, Ateneo de Caracas) y en 1982 con Agustín Blanco Muñoz (Caracas, UCV), Américo Martín había señalado a la lucha armada como un disparate, una trágica equivocación, uno de los errores más graves de la izquierda nacional. Tal valoración le valió desde entonces el rechazo y estigmatización por parte de los sectores radicales derivados del MIR y el PCV, quienes lo calificaron de traidor, reformista, integrado, revisionista, electoralista…

Blanco Muñoz refiere al presentar el testimonio de Martín: “el “libro abierto” de la vida de Américo: un permanente generar de polémica que le ha facilitado grandes elogios y acusaciones.” (Hablan 3 comandantes de la izquierda revolucionaria. 1982, p. 304). Una muestra en sus memorias de 2013: “La temperatura política venezolana llegó al clímax entre los años que van de 1962 a 1966. En ese período se sintió la insurrección armada que no llegó a serlo, pero sí parecerlo.” (83).

Y más adelante: “En ese espacio de tiempo que va de enero a julio estuve afectado o directamente envuelto en hechos que forman ya parte de la historia del país. Los principales fueron los alzamientos militares revolucionarios de las bases navales de Carúpano y Puerto Cabello y la prolongada huelga de hambre que protagonizamos en el penal, todo sobre una base tan alocada o ligera como ocurrió con buena parte de las decisiones que tomamos en esos años” (p. 84).

En La terrible década de los 60. Memorias II. 1960-1970, Martín repasa hechos como: el Pacto de Punto Fijo y la exclusión de los comunistas, la emergencia juvenil y universitaria, la división de AD, las relaciones entre el MIR y el PCV, la cercanía con líderes cubanos como Fidel Castro, Carlos Rafael Rodríguez, Blas Roca o Raúl Roa; el incidente con el embajador Moscoso en 1961 en la Universidad Central de Venezuela, la violencia venezolana de los años 1962-66, la influencia castrista en la insurrección, la represión gubernamental, los tiempos de encarcelamiento y la conmutación de pena otorgada por el gobierno de Rafael Caldera.

Américo Martín presenta su relación con líderes políticos venezolanos como Jóvito Villaba, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Jorge Dáger. Domingo Alberto Rangel, Moisés Moleiro y Simón Sáez Mérida, entre otros, de los cuales deja semblanzas, crónicas de hechos, recuento afectivo, anécdotas o explicaciones de separaciones y desavenencias. Dos nombres fundamentales de esta historia se extrañan en las valoraciones, nombres que habían merecido esclarecedoras referencias en otras revelaciones del memorialista: Gumersindo Rodríguez y José Vicente Rangel. Ahora apenas se les menciona.

Si en 1978 señalaba Martín: “El MIR fue un gran impacto nacional, empezamos a ganar elecciones sindicales. Se produjo la reacción del Gobierno y de A.D. Asaltaron sindicatos (se conoce el caso de Lagunillas), nos reprimieron brutalmente procurando detener los avances que teníamos en el movimiento obrero y estudiantil…” (Peña, Conversaciones con Américo Martín, 1978: 39); o “Mientras tanto, la izquierda ha visto cómo le destruyeron todas las organizaciones que había creado en los tiempos iniciales, después de la caída de Pérez Jiménez, y a las cuales me referí antes. Ha visto cómo le destruyen su influencia parlamentaria, cómo se liquidan sus vanguardias sindicales y de barrio, cómo le desvanecen su influencia en el campo. Rompen toda su estructura y encima de eso la ilegalizan.” (Blanco Muñoz…, 310).

Es decir, hay un enemigo político que no da tregua, que utiliza su poder para destruir, reprimir, asaltar, liquidar, desvanecer, ilegalizar, romper las nuevas estructuras partidistas. Se llama Acción Democrática, la misma de la cual su compañero de luchas Moisés Moleiro hará largo prontuario en El partido del pueblo (Crónica de un fraude) (Vadell Hermanos, 1978).

En cambio, en estas memorias de 2013 el mismo Américo Martín señala: “La explosiva lucha librada en los dos primeros años del gobierno de Betancourt ha despertado en los venezolanos un mayoritario sentimiento de paz y de rechazo a la violencia. El país exige la pacificación. Los medios, en su totalidad, le prestan tribuna a ese sentimiento. Y ahora el gobierno le ha tendido la mano a la oposición en todas sus tendencias. El ala moderada asiente inmediatamente y se une al deseo general de paz. Nos toca decidir a nosotros. ¿Responderemos con soberbia? ¿Perseveraremos en la fuerte confrontación en la que hemos estado envueltos? Doy fe de la solvencia y densidad de nuestro debate, pero un gusanillo de soberbia nos impidió llegar hasta las últimas consecuencias” (pp. 62-63). Y también: “…cuando ordenaron estas operaciones el MIR y el PCV no estaban jugando; estaban poniendo en marcha una guerra revolucionaria frente a la cual la otra parte reaccionó con fuerza equivalente a la desplegada por nosotros” (p. 108).

Alejado del discurso contundente de sus comparecencias con Peña y con Blanco Muñoz, de narración poco atractiva y con problemas en la exposición cronológica de los hechos, este tomo de memorias de Américo Martín se torna muchas veces superficial e insulso, con desviaciones del tema central e intentos de mostrarnos conocimientos literarios, con marcada intención reivindicadora de los aportes del sistema democrático a la vida nacional, y un afán por exaltar a figuras como Rómulo Betancourt, Rafael Caldera o Jóvito Villalba, en un todo de acuerdo a los discursos de la oposición al régimen en el poder en Venezuela.

Cambios y trasvueltas que no siempre lucen elegantes. Un tono conciliador y melancólico marca este escrito, en muchos de sus pasajes francamente insustancial. Es también comprensible, en aquellas entrevistas se tenía cuarenta y cuatro años, ahora se tienen setenta y cinco. El tiempo nos cobra a todos, la palabra no siempre vence frente a esa guadaña. Estandarizados como testigos perfectos, como las principales fuentes de aquella historia, es un imperativo para la comprensión de ese proceso político-social-cultural, es decir histórico, romper con la primacía de esos testimonios ampliando la revisión de materiales.

No sé si otras generaciones de políticos venezolanos han hablado tanto al país como la de los años sesenta. Un gran corpus biblio-hemerográfico existe de ellos y del proceso que los llevó desde enfrentar a la última dictadura de viejo tipo de la Venezuela contemporánea hasta intentar derrocar el proyecto reformista democrático que la reemplazó. Han dado su recuento durante tantos años al país que ya el mismo constituye un interesante motivo de investigación, parcial y precariamente aprovechado desde los estudios históricos o la reflexión política.

A la misma intención de estas memorias de Américo Martín pertenecen otras obras de militantes de izquierda como La invasión de Cuba a Venezuela. De Machurucuto a la Revolución Bolivariana, de Antonio Sánchez García y Héctor Pérez Marcano (2007), Sangre, locura y fantasía. La guerrilla de los 60 de Antonio García Ponce (2009), Conversaciones secretas. Los primeros intentos de Cuba por acabar con la democracia en Venezuela de Rafael Elino Martínez (2013) y Una vida en la izquierda. Memorias políticas de Víctor Hugo D´Paola (2014), entre otras. Todas critican el proceso de la lucha armada venezolana −en la que los autores participaron− evidentemente reaccionando a la apropiación que el proyecto chavista hizo de esa gesta. Posición absurda, de ningún aporte para la comprensión del proceso histórico y la madurez política de este país.

Los actores políticos de ayer recomponen su historia y ven el devenir continuo, aun rechazándolo, entre aquel proceso y este. Alberto Garrido, Pedro Pablo Linárez, Pastor Heydra o Antonio Sánchez García desde la investigación militante, pero también Héctor Pérez Marcano, Rafael Elino Martínez o Domingo Alberto Rangel desde el recuento nostalgioso coinciden en señalar como punto de unión a Fidel Castro. Falta hacen los historiadores que apliquen la crítica de testimonios.

Autor de una cantidad importante de libros que vale la pena leer cronológicamente para acercarnos a la reflexión de uno de los políticos más significativos de la izquierda venezolana, entre otros: Los peces gordos (1975); El Estado soy yo (1977), América y Fidel Castro (2001), o Socialismo en el siglo XXI ¿huida en el laberinto? (2007), es lamentable que esta despedida de Américo Martín sea también la firma del acta de defunción de aquel impetuoso, contestatario y revolucionario MIR que él contribuyó a fundar y también a disolver, asunto que estas memorias no tocan.

Sin embargo, algo fundamental y altamente estimable hay que reconocer en el antiguo líder mirico: nunca eludió su responsabilidad frente a los hechos de la guerrilla venezolana. Asumió su responsabilidad -como parte de la dirigencia insurreccional- de muchos equívocos y despropósitos, improvisaciones y temeridades, terquedades y delirios. Todo eso que también fue la lucha armada de los años sesenta.

Américo Martín. La terrible década de los 60. Memorias II 1960-1970. Caracas, Editorial Libros Marcados, 2013.

17 febrero 2022.

* Historiador. Profesor. Universidad de Los Andes. Mérida

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¿Jorge Urosa el cardenal? ¡yo sí sé quién era!
Jorge Urosa, el cardenal, cuidó a la Iglesia como un buen esposo. Ahora rinde cuentas al Pastor Supremo. Y estoy muy seguro de que se le da una muy buena calificación

 

@Probertosipols

Cardenal Jorge Urosa...

Era un hombre hecho para poner orden. Tenía una obsesión por la verdad. Amó a Jesucristo de manera ejemplarizante.

Pobre y humilde en su vida personal al estilo de Cristo.

Excelente sacerdote.

Dios lo hizo impetuoso.

Desarrolló una exquisita cortesía con todos.

Muy exigente, siempre por el celo del orden, la excelencia del trabajo y la verdad.

Un hombre fiel, íntegro, excelente, un buen venezolano, de esos que hacen tanta falta hoy.

Amó a los pobres sinceramente.

Cuidó a la Iglesia como un buen esposo.

Ahora rinde cuentas al Pastor Supremo. Y estoy muy seguro de que se le da una muy buena calificación, una así como suena esta: 

SIERVO BUENO Y FIEL, ¡PASA AL GOZO DE TU SEÑOR!

Soledad Morillo Belloso Ago 30, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Te fuiste sin despedirte
Me voy a acordar de nuestras muchas conversas, de tantos ataques de risa y de las no sé cuántas horas armando planes para este país

 

A Carmen Cecilia Mayz

@solmorillob

Pero bueno, Carmen, ¿qué es esto? ¿Cómo que te fuiste sin avisarme, sin despedirte? No discuto que, seguramente, desde allá arriba «El Barbudo» decidió que te necesitaba, que allá hay mucho por hacer, un bojote de cosas que acomodar y poner a punto. Y no me cabe la menor duda de que te recibieron con aplausos de pie y con un coro de «¡Al fin llegaste!». Pero, caray, Carmen, que yo no sé qué hacer ahora. Dime tú a quién voy a preguntarle a cualquier hora las cosas que necesito saber. Dime tú con quién ahora hago yo ping pong de ideas, con quién me bato y rebato tantas propuestas.

En fin, ya lo sé. Que fueron muchos los años que le echaste pichón a eso de «hacer país». Y que ahora vas a hacer upgrade del cielo. Bien. Pero me hubiera gustado que me avisaras, aunque solo fuera para yo preparar mi listica de preguntas y peticiones. Y también la actualización de novedades. Así que, pues, que no me queda de otra que escribírtelas.

Fuimos a desayunar donde Moya. Las arepas, por supuesto, de muerte lenta y sin apuro. El jugo de parchita, un poema. Y el café marroncito, espumoso. Una delicia, pues.

Ya viene el mes de la Virgen del Valle, así que aquí todo en preparación. Habrá, como todos los años, flores en los portales de las casas y la imagen de la virgen bella como bendiciéndonos a todos. Y mira que lo necesitamos.

Dile por favor a Dios padre, a Cristo bendito y al mismísimo Espíritu Santo que necesitamos que nos echen una mano. Que todavía cuesta que entiendan algunos que tienen que ponerse de acuerdo, estacionar las pretensiones inútiles y mostrar una cara única y unitaria. Porque si no, no vamos pa´l baile.

Mira, Carmen, la cosa es así: me vas a hacer mucha falta. Y me voy a acordar de nuestras muchas conversas, de tantos ataques de risa y de las no sé cuántas horas armando planes para este país. Entonces, como allá arriba te imagino muy poderosa y bien plantada, pues consigue la manera de comunicarte conmigo. Procura que sea en idioma terrenal, no de ángel, que ni lo hablo ni lo entiendo.

Entretanto, brindo por ti, por tu vida bien vivida. Mucha gente ya te extraña. Nos costará acostumbrarnos.

soledadmorillobelloso@gmail.com

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Edmundo Díquez Cottin, en el recuerdo

@nelsonbocaranda

El martes 6/4/21 falleció un venezolano ejemplar, un arquitecto global, un hombre de ingenio, bonhomía, “joie de vivre”, buen humor, amigo de verdad de sus amigos y de una altísima calidad humana: Edmundo Díquez Cottin, quien fuera Premio Nacional de Arquitectura 1997.

Su buen humor siempre fue sobresaliente. Era maestro en el manejo inteligente del humor negro. Compartía sin aspavientos su vasta cultura con los amigos, entre los que tuve la dicha de incluirme. Y podía pasar horas disertando de cualquier tema. Su adorada esposa, Luz, murió hace un año y eso le afectó notablemente, pues fueron inseparables desde su primer encuentro. Siempre estuvieron enamorados desde ese afortunado día. Por eso lo recuerdo con la foto donde están juntos.

Ambos se conocieron cuando ella era guía del pabellón de Venezuela en la Feria Mundial de Nueva York en 1964 que, por cierto, Edmundo y sus socios en la firma de arquitectura Díquez, González&Rivas (Oscar y José Alberto) habían diseñado.

Edmundo Diquez Cotten en el recuerdo
Maqueta del pabellón de Venezuela en la Feria Mundial de Nueva York en 1964-1965. Foto: Fundación Arquitectura y Ciudad.

Entre sus proyectos estuvo la Oficina de Turismo de Venezuela en Nueva York, ubicada en Park Avenue con la calle 57, dependiente primero de la Conahotu (dirigida por Diego Arria) y luego de Corpoturismo (dirigida por Guillermo Villegas y después por Frank Briceño Fortique), donde trabajé por algunos años.

Varias docenas de máscaras de los Diablos de Yare en sus paredes y pantallas de video, mostrando las bellezas de nuestro país, fueron la marca de esa oficina que atrajo a miles de turistas cuando Venezuela era uno de los destinos favoritos de estadunidenses y canadienses que llenaban semanalmente los aviones de Viasa con destino a Caracas y Margarita.

El 12 de octubre de 1971 se me presentaron allí Luz y Edmundo con tickets en la mano para la premiere de la ópera rock de Andrew Lloyd Weber Jesus Christ Superstar. Raudos nos fuimos los tres al teatro Mark Hellinger de Broadway a disfrutar de la obra que se convirtió en un megahit de tal envergadura que, todavía 50 años después, sigue presentándose en varios países con diferentes arreglos. Apenas se daba a conocer Lloyd-Weber y, como era su debut en Broadway, pudimos compartir después un cóctel con el autor y los artistas. Siempre al encontrarnos nos recordábamos de aquella oportunidad. Todos los que conocimos a esta pareja podemos dar fe de la versatilidad cultural de ambos.

Los interminables y agradables cuentos e historias de los temas, hechos, facetas y personajes que ustedes se puedan imaginar eran parte de esos conocimientos, sapiencia y condición humana de este gran arquitecto, cuya obra trasciende en el tiempo.

Bajo su firma, con sus compañeros, crecieron muchos pasantes que hicieron carrera en la arquitectura venezolana e internacional. Edmundo asesoró (pro bono) a doña Alicia Caldera con el Museo de los Niños y a Sofía Imber con el Museo de Arte Contemporáneo. Su creatividad era muy especial. Y su exquisito gusto lo hicieron vanguardista, adelantado a su tiempo. Que Dios los tenga en su gloria.

Víctor Maldonado C. Mar 03, 2021 | Actualizado hace 4 semanas
Epílogo

@vjmc

La muerte siempre llega demasiado temprano y, como lo advierte el evangelio, hay que estar atentos y en vela, porque no sabemos el día ni la hora. Y no se trata de vivir el tiempo presente como si no existiera ni pasado ni futuro. Pero sí de aprovechar cada momento para agradecer la inmensa suerte de contar con la presencia del otro, ese que nos complemente y nos da sentido.

Cuando yo nací ya mi hermana vivía hacía unos ocho años. Abrí los ojos y ella ya estaba allí, ejerciendo de hermana mayor y tratando de lidiar con un hermanito tremendo y más que curioso. El vacío del dolor bloquea muchos recuerdos. Tal vez porque nunca estuve preparado para una separación tan abrupta. Nadie se prepara para organizar el recuerdo y llegado el momento queda solamente un algo indescriptible que cuesta mucho dolor darle forma.

La recuerdo joven, bella y alegre. La vi enamorarse y vivir la emoción de esa primera canción de amor que hizo suya. También fue mía de muchas maneras. Yo era el niño que invadía su espacio, jugaba con su ropa que me servía de capas de Superman o el Zorro, y recuerdo también la irritación que le provocaba mi irrefrenable curiosidad. El amor entre hermanos es indescriptible e incondicional.

Recuerdo el muchacho de La Candelaria que, guitarra en mano, le dedicaba Palabras de amor. Y cómo siempre supe que esa era la canción fundacional. Y cómo en mi duelo, entre sollozos, llamé a Soledad Bravo para decirle cuánto me unía a ella, en mi intenso dolor por la pérdida, que la canción de mi hermana era de las primeras que ella interpretó.

Sin dudas era la niña de los ojos de mi papá. La amaba con locura y una insuperable lealtad. Ella le correspondió con la misma moneda y lo acompañó con insuperable ternura hasta el mismo momento de su muerte. Así era ella. Médico al fin, tenía en los genes ese amar desde la disposición sin condiciones a estar presente y encargarse de esos momentos difíciles. Amaba con el ejemplo.

Yo aprendí a amarla con necesidad. Ella era la que siempre me dio seguridades cuando necesitaba aprender que el mundo iba más allá de la casa. Recuerdo la tristeza y la rasgadura emocional que significó para mí aquella tarde que se fue para Valencia a estudiar Medicina. Una tristeza terrible, una desolación insoportable, porque al fin y al cabo sabía que no iba a volver a la casa, y que me tocaba a mí encarar la realidad sin su asidero, sin saber que ella estaba allí para atajarme. Mi hermana menor y yo quedábamos “huérfanos de hermana mayor”.

Crecimos. Ella se casó y también viví con cercanía su apoteosis conyugal y el dolor de la traición. Supe de su soledad y sus silencios. Tuve conciencia de los inmensos esfuerzos emocionales para terminar sus estudios de Medicina y lidiar con sus dos hijos, que estaban siendo criados por mi papá y mi mamá, que hicieron equipo perfecto para compensarla en lo que podían. Mientras tanto yo estaba en mis propias turbulencias. Pero yo sabía, siempre supe, que ella estaba allí, y ella podía saber que yo estaba siempre disponible para ella. Mis dos sobrinos, sus hijos. Yo soy su tío. Los amo.

Me gusta la música de los 70´s porque era su música y yo ejercí de acompañante obligado a sus fiestas de adolescente. Me llevaban, no sé cómo me soportaban, probablemente porque era una condición no negociable si quería salir con su novio de la época. Entonces yo también soy su música.

Yo no puedo definir este tipo de amor fraterno. Solamente puedo decir que está hilvanado de esa presunción de que nunca vas a caer al vacío, nunca te vas a quedar sin respuestas, nunca vas a estar totalmente solo, nunca vas a ser totalmente imperfecto porque se supone que allí va a estar esa hermana que todo lo resuelve, que todo lo tolera, que todo lo da por bueno.

Y es que Miriam era nuestra médico. Era la memoria de las vacunas de nuestros hijos. La que de inmediato respondía a cualquier consulta. La red de soluciones a mano. Y la compañera insustituible en cada operación u hospitalización. Ella era la traductora de mis angustias. Ella estuvo en el nacimiento de mis dos hijos. Ella me avisó que mi hijo menor, con horas de nacido, debía ir de inmediato a terapia intensiva. Ella respondió que no se iba a morir, aunque sus ojos denotaban esa preocupación, pero también ese compromiso de hacer todo lo posible para que ese no fuera el resultado. Ella me atajaba todos los miedos.

Ella y yo cuidamos a mi mamá. Ella se encargó de la agonía de mi papá. Y para mí era indestructible, eterna, infalible, infaltable. La pandemia marcó una distancia física que ella misma decidió para evitar toda posibilidad de contagio de mi mamá. En 2020 solamente la vi dos veces. Llegaba a mi casa y no entraba. Una de esas veces se aventuró al patio y desde allí le hizo la visita a mi mamá. Luego nos dejamos de tontería y le dije que viniera cuando quisiera.

La última vez que vino a casa se fue llorando. Yo no la vi porque decidí dormir una larga siesta. Sentí cuando llegó y cuando se fue. Pero ella era mi ficha invencible. No pasaba nada. La llamé y le pregunté por qué se había ido llorando. Me dijo que le dolían las despedidas.

Yo no estaba preparado. La mañana de un sábado de octubre me dice mi esposa “vístete, que Miriam se cayó y hay que llevarla a la clínica”. Mi hijo mayor, mi esposa y yo nos fuimos de inmediato a su casa. Yo creía que era un detalle menor. Llegué y la vi en el piso y comencé a bromear con ella, “pero chica, mueve un pie”. Ella me oía y sonreía, pero no se movía.

La verdad se fue desplegando. Y me tocó reconocer que la batalla estaba perdida de antemano. Y que solo me correspondía honrar toda una vida de amar desde la presencia en los momentos más difíciles. Ella acompañó a mi padre en su agonía, y ahora yo debía estar allí. Cada minuto lo invertí en decirle que la amaba. Una y otra vez le dije que la quería y que la encomendaba a Dios. Mientras tanto ella daba la batalla que sabía perdida. Era médico y probablemente sabía que había perdido su cuerpo. Había perdido la voz, trataba de decirme algo. Le pedí que no lo hiciera. Que yo no le entendía. Que se lo dijera a mi esposa. Que yo solamente quería decirle que yo estaba allí, que la amaba. Y rezaba con ella, para que Dios tuviera compasión.

La última vez que la vi viva fue cuando sus hijos conversaron con ella desde el teléfono del médico tratante. Uno en Perú y otro en Australia, le dijeron que la amaban tanto, pero que no podían estar allí. Ella entendió, sonrió, y se llenó de paz. Todavía me quedé con ella y le dije, vamos a rezar. Y rezamos. Mientras yo la bendecía caí en cuenta todo lo que se parecía a mi papá. Su mirada y su respiración agitada me insinuaron el final cercano. Al final pedimos que Dios hiciera su voluntad.

¿Cómo explicarle a mi mamá que Miriam había muerto? ¿Cómo avisarles a sus hijos? Su muerte me destrozó. Dejé de escribir. Y me enfermé. Y me sentí desolado, pero incapaz de gritar al cielo y preguntar las razones. No hay respuestas a los por qué. Solo un “hágase tu voluntad” y la esperanza de contar con fortaleza para seguir adelante.

Han pasado ya cuatro meses y es hora de restaurar el camino, sabiéndonos más solos, más frágiles. Nada será igual. Lo cierto es que la historia terminó como comenzó. Un par de hermanos juntos hasta el momento preciso en que no hay más ruta que recorrer y es imposible postergar la despedida.

La verdad es que estos tiempos que nos ha tocado vivir nos ha arrebatado muchas cosas. Pero nunca nos podrá quitar el inmenso privilegio de amar y ser amados. Mi hermana Miriam y yo recorrimos la vida cincuenta y ocho años, muy poco. Y no me conformo con su recuerdo. Ni me resigno a su silencio. Una sola vez he soñado con ella. Vestía un rojo sangre, destellante. Le pregunté cómo estaba. Me respondió que estaba bien. Eso fue todo. La vida es complicada, pero vale la pena vivirla.

Por eso, con humildad elevo mi oración y le pido a Dios que siga haciendo su voluntad entre nosotros, nos mire con compasión y nos de fuerzas para seguir adelante.

27/2/2021

victormaldonadoc@gmail.com

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Oswaldo Cisneros Fajardo, el príncipe de la amistad

Pocas palabras dicen tanto de un hombre como Oswaldo Cisneros, comprometido con su país, con sus compatriotas, con su entorno familiar, con sus amigos y, sobre todo, con aquellas obras de caridad, sin fines de lucro; como ha ido quedando demostrado en el transcurso de al menos medio siglo a lo largo y ancho de Venezuela.

Viniendo de la estirpe de su padre Antonio y de su tío Diego, nuestro querido Oswaldo Cisneros Fajardo se forjó en el trabajo productivo, en la creación de miles de fuentes de empleo desde la industria de los refrescos y alimentos hasta las de comunicación telefónica y el petróleo.

Fue una marca global como PepsiCola, en manos de su familia, la que le dio el aprendizaje empresarial, de crecimiento y de éxito comercial que a los pocos años lo catapultó a ser uno de los empresarios más prósperos de Venezuela.

Con el apoyo de su propia familia decidió invertir en diversas obras sociales para sacar adelante muchos emprendimientos en áreas como la educación y la salud.

Son múltiples las ONG que compartieron ese apoyo. Venezuela Sin Límites una de ellas.

Fue Oswaldo un caballero con alto sentido social, su bonhomía fue compartida por quienes trabajamos con él. Sus consejos oportunos a los amigos, a sus empleados, a sus subalternos fue un don que mantuvo hasta que tuvo que salir al Norte para recibir el tratamiento médico que aquí no había.

Un venezolano ejemplar que se nos va en momentos cuando más falta hacen hombres como él.

Desde Runrun.es nuestro más sentido pésame a toda su familia, a sus compañeros y ejecutivos, a sus amigos y colaboradores. Son 65 años de amistad que nos unían.

Oswaldo nos hará mucha falta. QEPD

NBS, Caracas, 8 de noviembre de 2020.

Santiago Mir Puig en Venezuela (in memoriam)

@Jmodolell 

En horas de la tarde del pasado miércoles 6 de mayo falleció en Barcelona, víctima de una larga y penosa enfermedad, Santiago Mir Puig, uno de los más importantes juristas españoles de los últimos tiempos.

Me atrevería a afirmar que Mir Puig se encuentra entre la pléyade de penalistas extranjeros que más honda huella han dejado en el Derecho Penal venezolano moderno. Así, realizó el maestro varias visitas académicas a Venezuela, la primera de ellas a la Universidad de Los Andes en los años ochenta.

Hizo una segunda visita en 1998, invitado a dictar una materia en el postgrado en Ciencias Penales y Criminológicas de la Universidad Central de Venezuela. Su estadía en Caracas junto con su esposa Francesca Puigpelat, catedrática de Filosofía del Derecho, fue de dos semanas aproximadamente e incluyó conferencias y reuniones con la academia de juspenalistas venezolanos. En aquella ocasión las salas se llenaron de interesados en escuchar al destacado jurista.

El pensamiento del ilustre visitante llamaba la atención no solo por su profundo rigor jurídico, sino también por la vinculación que planteó del Derecho penal con el modelo de Estado social y democrático de Derecho, concibiendo además la pena como instrumento de control social la cual había que limitar al máximo, pero que a su vez debía cumplir fines sociales indelegables.

Esta importante línea de estudio, que atraviesa toda la obra de Mir Puig, la desarrolló valientemente durante los años setenta en pleno tardofranquismo español con su paradigmática obra Introducción a las bases del Derecho penal, y posteriormente en los albores de la democracia española con su famoso trabajo Función de la pena y teoría del delito en el Estado social y democrático de Derecho. Su Derecho penal (Parte general), una de las obras jurídicas de habla hispana más leídas y reeditadas, se encuadra igualmente en esta visión progresista del Derecho punitivo.

Después de aquella primera visita a los programas de especialización de la UCV, volvió nuevamente a Caracas en el año 2002 a dictar un curso de postgrado en la Universidad Católica Andrés Bello, en plena semana de los acontecimientos del 11 de abril. Aquella visita incluyó varios seminarios y una conferencia en la sede del Ministerio Público donde se respiraba el tenso ambiente de aquellos días.

Recuerdo claramente que, en la mencionada fecha de abril, Mir dictaba un seminario en la famosa Aula 15 de la Facultad de Ciencias Políticas y Jurídicas de la UCV. Al finalizar, debimos salir de allí rápidamente porque se rumoreaba que la impresionante manifestación que pedía la renuncia de Chávez se dirigía al Palacio de Miraflores. Al día siguiente, cuando me encontré con Santiago, me contó que había seguido los acontecimientos por televisión en su habitación del hotel Paseo Las Mercedes, y que los sucesos de Puente Llaguno constituían el ejemplo perfecto de “autoría mediata en estructuras organizadas de poder” que haría responsable a Chávez penalmente por todo lo ocurrido aquella tarde.

De primera mano le había quedado claro el indudable carácter autocrático y dictatorial del chavismo.

A pesar de la difícil situación, pudo terminar su curso de postgrado en la UCAB la mañana del sábado 13 y llegar a tiempo al aeropuerto para volver in extremis a España, antes del caos que invadió aquel día el país. Cuando le llamé por teléfono la mañana del domingo 14 a su casa en Barcelona, Santiago desconocía la noticia del regreso de Chávez al poder, quedando totalmente sorprendido por el increíble desenlace de aquella historia.

Una vez más regresó Santiago Mir Puig a Venezuela en el año 2005, esta vez a participar en un seminario organizado por el Centro de Investigaciones Penales y Criminológicas Héctor Febres Cordero, de la ULA-Mérida en el hotel La Pedregosa, donde compartió el panel junto con otros penalistas extranjeros como Yesid Reyes Alvarado, Manuel Cancio Meliá y Claudia López Díaz. José Francisco Martínez Rincones, Mireya Bolaños, Luis Gerardo Gabaldón y quien escribe pudimos participar igualmente en aquella ocasión.

Fue un honor para mí compartir aquellas jornadas con Mir Puig y discutir públicamente algunos aspectos de mi ponencia sobre la llamada “imputación objetiva”. Una vez más resaltó el verbo apasionado y el profundo rigor que demostraba Santiago cuando hablaba sobre Derecho penal, así como su capacidad de escuchar los argumentos de su interlocutor para después opinar al respecto.

Pienso que esta relación de Mir Puig con Venezuela fue la semilla que hizo nacer en no pocos estudiantes de nuestras universidades la vocación por el Derecho penal, al punto de que varios de ellos viajaron a España para cursar el muy conocido y prestigioso magíster que el penalista español dirigía en la Universidad de Barcelona. Algunos incluso aprobaron exitosamente el doctorado impartido por esa institución. Por otra parte, desde que el vínculo del maestro catalán con nuestro país se hizo más estrecho, comenzaron a incluirse numerosas citas de sus obras en sentencias de tribunales venezolanos.

Queda en mi recuerdo la sencillez con que Santiago manifestaba su admiración por el exuberante verdor de Caracas, por la belleza del centro de la capital en aquella época, particularmente su Plaza Bolívar, por la frondosa naturaleza del Parque del Este, por el pintoresco pueblo de El Hatillo y otros emblemáticos lugares caraqueños.

También dejaba saber la sorpresa que le causaba el hecho de que los venezolanos acostumbraran tomar whisky antes del almuerzo o la cena. Igualmente, para un aficionado a los autos como él, disfrutaba los taxis venezolanos especialmente cuando se trataba de carros de los setenta (Maverick, Farline 500, LTD, etc.), mientras el chofer nos conducía a gran velocidad por las calles citadinas para llegar puntuales a alguna reunión o a las propias clases.

Entre muchas otras cosas, agradezco a Santiago haberme adoptado a finales de los noventa en la Escuela de Barcelona, haber sido mi maestro director de estudios doctorales, y la redacción del prólogo de dos de mis libros. Vayan estas líneas como pequeño homenaje al importante jurista que dejó su impronta imborrable en el Derecho penal venezolano, y al amigo cercano e inolvidable. 

* Juan Luis Modolell González. Actualmente profesor de Derecho penal en la Universidad Alberto Hurtado de Chile. Profesor de Derecho penal en las Universidades Católica Andrés Bello y Central de Venezuela. Exdecano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Andrés Bello.

 

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