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Brújula Diplomática: La nueva arquitectura internacional de la Diplomacia de Trump, por Milos Alcalay

 

Desde el momento de su llegada al Poder, Donald Trump marcó posiciones divergentes con la política exterior tradicional dándole un giro fundamental en la definición, en el estilo, en los compromisos y en la acción de la Diplomacia Norteamericana.

 

Las definiciones heterodoxas promocionadas con el uso del twitter y otros mecanismos no convencionales se multiplicaron, ocasionando criticas mundiales y nacionales ante los cambios anunciados, pero también evidenciando la entrada en escena de defensores de su actitud, como es el caso del legendario Henry Kissinger, quien a pesar de sus 94 años de edad vuelve a la palestra de manera lúcida para respaldar las posiciones firmes asumidas por el Presidente Trump y destacar las diferencias con las actitudes pasivas de Obama y de sus predecesores, a quienes responsabiliza por no haber asumido líneas firmes ante gobiernos totalitarios permitiendo de esa manera que se multiplicaran amenazas retoricas desproporcionadas de países que permanentemente insultan a los Estados Unidos.

 

Kissinger afirma que ¨el débil se hace cada vez más fuerte por descaro, mientras que el fuerte se hace cada vez más débil por inhibición ¨ y para ello da como ejemplo que ante las amenazas proferidas por Kim Jung Un de activar las armas nucleares contra sus enemigos del Occidente, la respuesta contundente del inquilino de la Casa Blanca de rechazar el bluf o la fanfarronada del déspota al señalar que actuaría de manera drástica si persistía en su alocada carrera nuclear, logró un cambio nunca visto durante la dinastía de la familia Kim en sus 70 años de aislamiento. El final del rugido de Kim Jung Un se resume con la frase que pronunció en la histórica Cumbre de Singapur de que el pasado quedó atrás. Este cambio de actitud del dictador Kim, han llevado a Trump a presentarse triunfante ante un líder sanguinario Nor-Coreano transformado en cordero. Lo mismo se puede constatar con las posiciones firmes al promover el bombardeo junto a Francia y al Reino Unido de los arsenales de armas químicas del genocida Bashir Al Assad de Siria, o la negativa de aceptar el Acuerdo nuclear tolerante con los Ayatolas del Irán, o el valiente traslado de su Embajada a Jerusalén igualmente anunciado y luego incumplido por todos sus predecesores, para no resaltar sino algunos casos.

 

Durante la misma semana del encuentro con Kim, el mandatario americano marcó el camino de un ¨llanero solitario¨ al esbozar una nueva definición internacional y enfrentarse a las posiciones del G7 en su reunión de Canadá, al proponer que se le abran las puertas a Rusia (propuesta que fue negada por unos mandatarios del viejo mundo descontentos con la inesperada propuesta) o con las medidas proteccionistas que parecieran una posición al estilo de un Brexit Norteamericano. Pero si actuó a nivel multilateral con el firme respaldo al Grupo de Lima durante la Asamblea General de la OEA, que marca una opción hemisférica de rechazo a las violaciones de derechos humanos en Venezuela y en Nicaragua, además del propósito de aislar a las dictaduras que violen los principios aceptados de la Carta Democrática Interamericana y promover la libertad en el Continente. Pareciera dibujarse así una nueva definición de la arquitectura Trans Atlántica para definir reglas con sus antiguos aliados, una agresiva relación Trans Pacífica en la que propone reglas a sus antiguos contrincantes, y una clara posición Hemisférica en libertad.

 

@milosalcalay

Trump, Sanders y el fin del excepcionalismo norteamericano por Carlos Blanco

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Será como Godzilla contra King Kong. Lo que hace unos meses parecía imposible, hoy tiene algunas probabilidades de ocurrir: que acaben enfrentándose Donald Trump y Bernie Sanders en una batalla electoral por la Casa Blanca.

Pudiera ser. La composición política de Estados Unidos cada día que pasa se asemeja más a Europa. Donald Trump recuerda a Jean-Marie Le Pen, el político francés cuasifascista fundador del Frente Nacional, partido del que luego resultaría expulsado.

Trump no tiene, como Le Pen, una densa biografía política y militar, sino una larga y fundamentalmente exitosa experiencia como empresario, pero coinciden en la visión nacionalista, el rechazo a los inmigrantes y el culto por la intimidación del adversario. Son, como en los boleros, dos almas gemelas.

Cuentan, además, con las mismas fuentes de admiración. Los partidarios de Trump y de Le Pen forman parte de cierta clase trabajadora de rompe y rasga, poco educada, que disfruta del lenguaje directo y sin filtro, capaz de llamarle pan al pan, y a la vagina o al pene cualquier grosería que se les ocurra.

Bernie Sanders, por otra parte, no es un déspota comunista que llegaría al poder para crear una dictadura. Es otra cosa. No es Stalin ni Fidel Castro. “Que no panda el cúnico”, como decía el Chapulín Colorado. Es una especie de Olaf Palme nacido en Brooklyn. Declara ser un socialista. ¿Qué significa esa palabra en su caso?

Es un redistribucionista, un populista que subirá notablemente los impuestos federales para dedicar los fondos a “obra social”, convencido de que las necesidades de ciertas personas deben ser convertidas en obligaciones de todas las personas, sin advertir que esa traslación de la responsabilidad individual suele crispar y confundir al conjunto de la sociedad.

Es una lástima que Sanders, cuando estudió en la Universidad de Chicago, no hubiera acudido a las clases de Gary Becker, entonces profesor de esa institución. Le dieron el Premio Nobel de economía, entre otras razones, por describir los daños imprevistos que se derivaban de las buenas intenciones del welfare.

¿Cuánto aumentaría Sanders los tributos, si consigue (que lo dudo) vencer la resistencia del Congreso? Combinados con los estatales, más otras cargas fiscales, como explicó Josh Barro en The New York Times, y luego matizó Tim Worstall en Forbes, alcanzaría el 73% de los ingresos. Ese porcentaje desborda la Curva de Laffer y, por lo tanto, recaudará mucho menos de lo previsto.

Será un fracaso y acabará empobreciéndolos a todos, como sucedió en Suecia hasta que en 1992-1994 comenzaron a rectificar el Estado de Bienestar. Algo que describe espléndidamente el economista Mauricio Rojas en The rise and fall of the Swedish model, excomunista chileno que vivió en ese país varias décadas, comprendió que se había equivocado, tuvo la decencia y el valor de rectificar, y llegó a ser parlamentario por el Partido Liberal.

En cualquier caso, la presencia de personas como Trump y Sanders en el panorama político de Estados Unidos liquida totalmente la noción del excepcionalismo norteamericano, suscrita por tantos pensadores e ideólogos persuadidos de que el país tiene una responsabilidad moral que cumplir con la humanidad.

Termina la discutida proposición, un tanto mesiánica, de que Estados Unidos es una nación única, la primera república moderna, diferente a las demás, escogida por Dios para servir de modelo y para defender el republicanismo, la libertad, el individualismo, la igualdad y la democracia, para derrotar paladinamente a fascistas, nazis y comunistas, y hoy, para enfrentarse al islamismo asesino del nuevo califato.

Es una lástima. Lincoln al final de su breve Discurso de Gettysburg afirma que “los americanos tienen la tarea de que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la Tierra”. Es otra versión del excepcionalismo. A Ronald Reagan le gustaba jugar con esas ideas y con la metáfora que sigue: el país es “la luz del mundo, una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder”. Se lo atribuyen a Jesús en El Sermón de la Montaña.

Nada de eso. Es una nación como todas. Con sus Trump y sus Sanders. Como todas.

 

@carlosblancog

El Nacional

Estados Unidos, Venezuela y Unasur: cuatro preguntas por Paz Zárate

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El reciente anuncio de sanciones por parte de Estados Unidos a siete funcionarios del régimen de Nicolás Maduro en razón de severas violaciones a los derechos humanos ha gatillado pronunciamientos de alto calibre en la región. La Asamblea Nacional venezolana concedió a Maduro autorización para gobernar por decreto para “garantizar la pervivencia de la nación” ante sanciones que el Presidente calificó como una intervención de tipo «enloquecido, infame, infausto y vergonzante». Legislar “de manera ágil” evitaría efectos perniciosos de la injerencia de “potencias extranjeras” —en plural— y reforzaría la “protección de la economía local ante los causantes de la guerra económica”.

No menos dramática fue la encrucijada trazada por Maduro para el resto de la región (“o se está con Venezuela, o se está con el imperio yanqui”). La Unión de naciones sudamericanas, UNASUR, no dejó lugar a dudas de su posición, pues consideró estas medidas como contravenientes de la legalidad internacional, al amenazar —a su juicio— la soberanía y el principio de no intervención en asuntos internos de otros Estados. La expresión “derechos humanos” brilla por su ausencia en el breve comunicado de UNASUR. Su identificación con la posición del gobierno venezolano es total, erosionando la posibilidad de ejercer buenos oficios para fomentar diálogo o mediación en calidad de tercero imparcial.

Estos hechos deben generarnos cuatro preguntas. Y la primera debe ser si estas reacciones son proporcionales a la causa que las genera. No cabe duda que Caracas tiene el derecho soberano de sentirse ofendida por las medidas tomadas por el gobierno estadounidense. Sin embargo, estas acciones no son «el paso más agresivo, injusto y nefasto jamás dado contra Venezuela» como las describió Maduro. Las medidas no se han tomado contra el país en su conjunto, ni contra todos sus ciudadanos, ni contra su economía, el comercio o las inversiones bilaterales, sino sólo respecto de siete funcionarios con responsabilidades individuales por violaciones severas y masivas a los derechos humanos. Individuos que —a mayor abundamiento— no están amparados por inmunidad (que podría caber para altos oficiales). A estos siete individuos se les prohíbe el ingreso a territorio estadounidense y se les impide realizar transacciones relativas a bienes localizados en Estados Unidos.

El restringido ámbito material y personal de estas sanciones responde a la primera pregunta. Lo siguiente es que nos preguntemos si estas sanciones —tan individuales que llegan a ser simbólicas—se ajustan a derecho. ¿Tiene razón Unasur en llamarlas ilegales? La justificación dada por la administración Obama fue el respeto a los derechos humanos y la salvaguarda de instituciones democráticas en el marco del derecho internacional. Estas normas se contienen tanto en tratados de los cuales Venezuela y Estados Unidos son signatarios, como en el derecho internacional consuetudinario.

Las violaciones graves a los Derechos Humanos no constituyen “asuntos internos». Son la excepción al principio de no intervención

Unasur —que curiosamente no contempla un director jurídico entre su staff senior, recientemente reclutado— da la impresión a través de su comunicado que los doce cancilleres firmantes no creyeron necesario evaluar la legalidad de estas medidas con la ayuda de un jurista especializado. Pues si lo hubieran hecho, los cancilleres habrían sopesado —antes de firmar— el hecho que las violaciones graves a los Derechos Humanos no constituyen “asuntos internos”. Es decir, tales violaciones son la excepción al principio de no intervención. Y en el caso de Venezuela, estas violaciones han sido establecidas por la ONU y los más respetados organismos internacionales no gubernamentales de derechos humanos, incluyendo Amnistía Internacional y Human Rights Watch.

Las obligaciones internacionales esenciales relativas a los derechos humanos las asume cada Estado frente a toda la comunidad internacional: no frente a grupo de Estados en particular. Ni siquiera es necesario firmar un tratado para estar obligado por estos principios. Como revisten suprema jerarquía, y los mecanismos multilaterales existentes no cuentan con una policía central para forzar la ejecución de estas obligaciones, es posible adoptar sanciones contra el Estado infractor tanto en foros multilaterales como de manera unilateral. Lo de Venezuela es un caso que tiene precedentes de sanciones de rango material y personal muchísimo más elevado (Siria, Zimbabue, Irán, Corea del Norte, por nombrar algunos). Frente a esas sanciones, las sanciones de Estados Unidos para siete funcionarios venezolanos quedan como lo que son: un gesto menor y que el derecho, excepcionalmente, permite.

La tercera pregunta es ¿Por qué Estados Unidos? ¿No hay aquí doble estándares? Se argumenta que que el récord de cumplimiento de derechos humanos de las potencias –y hablemos en plural- dista de ser perfecto. Es verdad que pese a la jerarquía de los derechos humanos en el sistema internacional, los países en general tienden a evitar tomar acciones propias cuando se violan los derechos humanos en otro Estado: inevitablemente, las medidas generarán una controversia con el país frente al cual se adoptan. Pero tal renuencia no significa que cada Estado –cualquiera- no pueda, individualmente, adoptar sanciones, algunas pequeñas, otras más considerables. Y para hacerlo, el derecho internacional no pide exhibir una hoja de vida sin mácula (no hay Estado que la tenga).

Los efectos prácticos para los siete funcionarios venezolanos afectados por las sanciones son mínimos. El impasse entre Washington y Caracas eventualmente se solucionará. Pero la pregunta final, la más importante, queda sin respuesta: ¿qué efectos tendrá para las garantías individuales de sus ciudadanos el que Venezuela -donde ya la represión lleva una cuenta creciente de muerte y tortura- sea gobernada por decreto?

 

@pyz30

El País