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Los yukpa vivieron un año en Cúcuta y apenas nos enteramos

Primera semana de mayo del 2018, Cúcuta

Para encontrar a los indígenas venezolanos yukpa en Cúcuta, hay que ir al puente Francisco de Paula Santander que une a Colombia y Venezuela: el segundo paso fronterizo entre los dos países (el primero es el Simón Bolívar); la entrada menos custodiada por las autoridades y menos contada por los medios de comunicación; el lugar por donde pasa el contrabando a plena luz del día y frente a los ojos de las autoridades; el escenario de enfrentamientos nocturnos entre bandas criminales que quieren controlar las rutas del contrabando; el sitio donde a veces, solo a veces, se preocupan por sellar el pasaporte.

En la margen derecha, justo debajo del puente, está el primer grupo de yukpa. Hay que ir con cuidado: son buscapleitos, tiraflechas, contrabandistas. O al menos eso dicen la policía y los titulares de prensa: “Indígenas Yukpa agredieron con piedras a funcionarios en puente fronterizo”, “Nuevos enfrentamientos entre Yukpa y autoridades”. Los otros dos grupos están al lado izquierdo del puente. Para llegar a ellos, hay que caminar por la calle paralela al río Táchira, pasar una cancha de fútbol, seguir hasta encontrar unos arbustos y atravesar ese matorral. Ahí están. Con ellos no hay de qué preocuparse: son muy pacíficos. Eso sí: hay que pedirle autorización a los caciques para entrar. En total, son unos 300 indígenas.

La historia de los yukpa es casi tan invisible para el país como la del Francisco de Paula Santander: el puente por donde entraron los indígenas a Colombia en junio del 2017, huyendo del hambre y las enfermedades en su territorio (la serranía del Perijá, estado de Zulia), y donde se quedaron a vivir. Los yukpa llevan un año aquí y no sabemos casi nada de ellos. No sólo porque están yendo y viniendo de su territorio, o porque no tienen líderes absolutos que sean sus voceros, sino porque su relación con el Estado colombiano ha sido a estrujones. No confían en casi nadie.

De los yukpa, sabemos que están viviendo en condiciones indignas en la intemperie y que este año han muerto dos de sus niños por desnutrición. Sabemos que han denunciado la desaparición de varios de sus miembros, y que se sienten amenazados por los criminales que se mueven por el puente. Sabemos que están empeñados en quedarse en Cúcuta porque en Venezuela comprar arroz se volvió un lujo y aquí, desde que llegaron, al menos no les ha faltado su arrocito. Sabemos que le están pidiendo al Estado colombiano ser atendidos como ciudadanos de este país, porque vienen de un territorio que comparten con Colombia y eso, sostienen, los convierte en “indígenas binacionales”. Sobre su origen y su cultura y su cosmovisión, no sabemos nada. Por eso estamos acá.

***

Es martes 8 de mayo y estamos frente al puente Francisco de Paula Santander. Nos subimos al puente, caminamos por la margen derecha, nos detenemos en la mitad del trayecto y miramos hacia abajo. Vemos los cambuches de palos y plásticos en los que vive el primer grupo de yukpa del que nos hablaron; vemos niños desnudos, o con la ropa sucia y a medio poner, acostados sobre cajas de cartón; vemos indígenas con bultos en la espalda, cruzando las aguas sucias y malolientes del río Táchira, para esquivar los puestos de las autoridades fronterizas. Le preguntamos a un policía por los yukpa asentados debajo del puente y nos responde que son unos revoltosos y que se ponen más agresivos, aún, cuando los detienen con contrabando, pero que qué más puede hacer la policía si su misión es mantener la seguridad y el orden.

Nos devolvemos, nos bajamos del puente y pensamos unos segundos qué hacer. Decidimos coger el camino de la izquierda y buscar a los dos grupos de yukpa que están asentados detrás de los matorrales. Cuando ya estamos muy cerca vemos a una mujer indígena junto a varios niños. Les sonreímos. Les decimos que estamos buscando a Henry o a Samuel, sus caciques. La mujer nos hace una señal para que la sigamos y empieza a caminar. Atravesamos los arbustos y llegamos a su pequeña comunidad, también construida con palos de madera y reciclaje.

Nos reciben otras mujeres, les preguntamos por los caciques y nos llevan de la mano hasta un rancho. Nos piden que esperemos. Mientras tanto, más mujeres y niños nos rodean; la mayoría de los pequeños tienen ronchas en la piel, las barrigas infladas de parásitos y el pelo descolorido. Después de unos segundos llega el cacique Samuel Romero, con un sombrero de paja y una banda amarilla, azul y roja, y estrellas blancas, atravesada en el pecho. Él se sienta en una silla y el resto nos acomodamos en el suelo, rodeándolo. Les contamos lo que estamos haciendo y les pedimos autorización para estar allí. Aunque muchos no entienden ni una palabra de español, todos nos escuchan atentos. Samuel nos da su aprobación.

Cuando les preguntamos por su origen, por el lugar del que migraron, una de las mujeres corre hasta el rancho del cacique y trae una cartulina verde, en la que hay dibujado un paisaje infantil. “Nosotros venimos de aquí”, dice Sonia Martínez, mientras señala el dibujo trazado con lapicero azul. El dedo de Sonia apunta a unas montañas, a un sol, a una casa grande ubicada en el centro, y a varias casitas regadas por los alrededores. Allá han vivido históricamente en casas de caña brava, bahareque, techo de paja o de hojas de palma, y piso de tierra. No tienen autoridades ni un gobierno absoluto. Están divididos en pequeños grupos liderados por un cacique, y asentados alrededor de una sede principal, que es donde solían recibir la atención médica, los alimentos y la educación que les proveía el Gobierno venezolano. Sobrevivían cazando; cultivando malanga, yuca, plátano, caraotas y frijoles; y vendiendo la cosecha para comprar sal, arroz, aceite y elementos de aseo: lo básico para vivir. Pero la crisis política y económica de Venezuela también se trepó en esa montaña y los estaba acabando.

“Nos demorábamos entre tres y seis meses sacando tres sacos de yuca, y nos los compraban a precio de gallina flaca”, dice Brinolfo, un líder yukpa de la comunidad vecina, que queda a unos pasos de aquí y que lidera el cacique Henry. Por tres bultos de yuca les daban un millón de bolívares, explica el señor, y esa plata apenas les alcanzaba para comprar un kilo de arroz. Así no hay quien sobreviva. El hambre y el desespero los estaba llevando a robarse la siembra entre los diferentes grupos, a pelearse. Ahí se dieron cuenta de que estaban tocando fondo.

Por ese entonces, hasta la sierra del Perijá venezolana había llegado el rumor de que en una ciudad colombiana llamada Cúcuta al menos había arroz para comer. No lo pensaron más y decidieron cruzar a Colombia. Se organizaron y emprendieron tres días de viaje en burros y buses, y de largas caminatas, hasta que arribaron al puente Francisco de Paula Santander. Eran unos 60. La mayoría, niños, mujeres y ancianos enfermos. Muy enfermos.

Sonia coge la cartulina en sus manos y señala ahora la punta de una montaña, de la que se desprende una cascada. Es su montaña sagrada desde los tiempos de “atancha” (“desde nuestros antepasados”, explica Samuel). Se llama turi, que significa agua de manantial. “No se puede llegar a ella. Cuando estamos cerquita ella se pone lejos. La primera piedra con que se fundó nuestra comunidad salió de ahí”, cuenta Sonia. Los ancestros de los yukpa son los indígenas caribe. Se calcula que en Venezuela son unos diez mil.

En ese paisaje azul está todo lo que los yukpa tuvieron que abandonar para ir en busca de comida y de atención médica para sus niños enfermos, sobre todo, de tuberculosis y desnutrición. Dejaron su lugar de origen, su turi sagrada y, claro, sus tradiciones. Por ejemplo, esa que reza que hay que cortarle el pelo a las niñas al ras después de su primera menstruación, y que luego deben permanecer un mes encerradas en el monte, completamente aisladas, tejiendo y comiendo alimentos sin sal. “Cuando termina el mes se hace una fiesta. La señorita tiene que preparar la chicha para demostrar que sabe cómo cocinar”, explica Neli Achita, otra mujer de la comunidad. Para casarse, tiene que esperar hasta los 18 años.

Todos seguimos sentados en el mismo círculo, escuchando las historias de las mujeres. De pronto el cacique Samuel se pone de pie y las reúne. Intercambian un par de frases en su lengua y luego nos dicen que quieren mostrarnos uno de sus bailes tradicionales. Cuatro mujeres hacen una fila horizontal y una de ellas coge a un niño en sus brazos. Comienzan a cantar en su lengua y a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Es el baile de los niños recién nacidos y lo hacen cada 24 de diciembre. Las mujeres cargan a los bebés de la comunidad y danzan con ellos mientras, con la mano, simulan que les están llevando comida a la boca. Es la representación de su primer bocado bendecido por el cacique: una especie de aseguranza para que no les falte el alimento. Aunque en esta Venezuela de hoy, comandada por un dictador, no hay poderes ancestrales que valgan. Los yukpa se estaban muriendo de hambre en su territorio y hoy, con su migración y la división de la comunidad, está en riesgo la supervivencia de su cultura.

Las mujeres bailan. Los niños se ríen y aplauden. Y por un instante todo es fiesta en la comunidad del cacique Samuel.

Consulta el reportaje completo en este enlace.

Mira el especial «Cúcuta: Salida de emergencia«.

Cúcuta: Salida de Emergencia | Una Rosa en el camino

LA COLOMBIANA ROSA UMAÑA LLEVA MÁS DE DOS años hospedando en su casa a migrantes venezolanos. En este cuaderno las familias escriben anécdotas o mensajes de agradecimiento con la mujer que los recibe de manera gratuita.

Rosa posa junto su diario donde familias de migrantes venezolanos han plasmado el agradecimiento por recibirlos.

El ruido y la confusión del puente internacional Simón Bolívar llega a punto muerto en el barrio Camilo Daza, ubicado en la periferia noroccidental de Cúcuta. Distinguido por sus casitas pintorescas y aceras limpias, muy diferente a la suciedad que recubre algunos barrios venezolanos.

Hay, también, pequeños comercios familiares que venden desde mercería hasta medicinas; y un safari de panaderías que inevitablemente hacen recordar la Venezuela del pasado, de una cultura panífera hecha de harina de trigo, azúcar y dulce de guayaba. Es un barrio de escasos recursos, conformado en su mayoría por familias colombianas que han sido desplazadas por la violencia y que encontraron en la periferia de Cúcuta un lugar para reconstruir sus vidas.

Además, en el Camilo Daza abundan las peluquerías, como la de Rosa Umaña. Ella es popular no sólo porque maneja este negocio, sino porque se convirtió en la salvación de muchos migrantes venezolanos. Por su casa han pasado decenas de personas que dejaron Venezuela por la profunda crisis humanitaria que atraviesa, y que necesitan una morada para dormir unos días, recobrar capital y continuar su tránsito hacia Bogotá, Medellín, Cali, Quito, Guayaquil, Perú, Chile, Argentina…

Rosa no les cobra ni un peso por el alojamiento y la comida. Incluso, hasta les ha dado trabajo a algunos. Así pasó con Niledys García, una venezolana que supo de Rosa a través de Whatsapp. “Me dijo que alquilaba cuartos y al llegar no era así, nos hospedó gratis”, cuenta Niledys, madre de dos niños que migraron con ella hace cuatro meses y hoy viven en arriendo en una casa vecina. “Estamos recién mudados”, exclama orgullosa la estilista, quien hoy es empleada de confianza de Rosa.

La sensibilidad de Rosa nació, quizás, cuando vivió en carne propia la crisis venezolana. Llegó a Venezuela expulsada por la violencia en Colombia cuando en diciembre del 2001 las autoridades allanaron su casa, argumentando que era colaboradora de la guerrilla. Decidió irse a Valencia (al centro de Venezuela), donde vivió muchos años. Cuando empezó a llegar la escasez a ese país, pasó días completos haciendo fila con uno de sus hijos en brazos para comprar comida. La crisis se profundizó y una tarde en la que, después de horas de espera, salió con las manos vacías mientras otras personas sí pudieron hacer sus compras pues pagaron para ser favorecidas. Ese fue el punto de no retorno.

Decidió regresar a Colombia. Dejó su casa y, resignada, acepta que en cualquier momento podrían expropiársela. “Pero gracias a Dios logré surgir aquí nuevamente. No me queda más que ayudar al que viene buscando una nueva vida”, dice.Entre tantos migrantes, son pocos los que se encuentran una Rosa en el camino. Ella, además, es una abanderada de la lucha contra la estigmatización y la xenofobia que llegaron a Cúcuta con la oleada de venezolanos que huyen.

Luchar contra la xenofobia

Francesco Bortignon, un anciano delgado, de facciones duras, se acerca a la ventana de su oficina en el corazón del barrio Camilo Daza, para aliviar el calor. Bortignon dirige el centro de Migrantes de la Comunidad Scalabrini. “Hace unos años atendíamos anualmente entre 200 y 300 venezolanos, pero de golpe han pasado a cuatro mil”, explica.

Para muchos expatriados el paso por Cúcuta no es color de rosa. Si bien un grueso número está en tránsito, muchos otros se quedan buscando recursos para sobrevivir el día a día, así eso signifique dormir en la calle. Lo asegura Óscar Calderón, coordinador del Servicio Jesuita a Refugiados de Norte de Santander. “Hemos registrado una cifra tope de dos mil venezolanos en situación de calle. La mayoría de esta migración ocupa los sectores de la población más pobre de Colombia y esto, muchas veces, termina convertido en una especie de lucha entre los más pobres por el mínimo vital”.

Pero las dificultades no terminan ahí. Otra espina, la más lastimosa quizás, es la de la xenofobia. Bryan Román, un venezolano moreno y acuerpado, curtido por el sol de la costa occidental venezolana, soporta el calor del mediodía cucuteño. Lo que no resiste, dice, es la aversión hacia el migrante y los miedos que despierta. “Uno va a algún sitio donde requieren un ayudante, más que todo en supermercados, y cuando les dices que estás buscando empleo te dicen que ‘no’ de una, por tu acento».

Bryan lleva 15 días en Colombia. Y aunque ha tenido que escuchar muchos rechazos, reconoce que también ha recibido ayuda. Está sentado en el patio de la iglesia de los Scalabrini, junto a su hermano, su hermana y su sobrino, esperando a inscribir al niño en este centro, donde podrá recibir educación. Por su condición de ilegal, no puede ser escolarizado por el Gobierno colombiano.

“Yo no tengo miedo a que me discriminen porque vine a trabajar humildemente y a ganarme el pan”, exclama Euclides Colmenares, quien llegó hace una semana y vive en casa de Rosa. A pesar de haber tenido dificultades para acceder a Colombia, luchó hasta que logró entrar. “No me devolví porque tengo a mi esposa embarazada y tengo que trabajar para mandarle (dinero) a ellos en Venezuela”.

Otras rosas

“Yo digo que el que los juzga y trata mal es porque no ha sufrido”, dice Kelly Lizcano, otra vecina del barrio Camilo Daza quien, como Rosa, convirtió su casa en un lugar de paso para los migrantes. Ella también es colombiana, migró a Venezuela expulsada por el conflicto y retornó a su país cuando la crisis venezolana se hizo insostenible. Habla desde su casa, abarrotada de mil enseres que vende desde la ventana. En el comedor, su hija juega con una “canaimita”: un computador personal entregado por el gobierno venezolano a personas de bajos recursos.

Kelly alberga en su hogar a María Valentina Hernández, otra migrante. María es joven y tiene 34 semanas de embarazo. Cruzó a Colombia con su esposo. “Allá cuesta mucho dar a luz. No se consiguen ni guantes de cirugía, ni antibióticos”, dice.

Muy cerca de allí está la casa de Albeiro Monsalve, quien observa su casa mientras una manada de cachorros juguetea en el patio. Esa misma casa fue construida entre él y un venezolano. Monsalve ha recibido a tres familias y ninguna de esas experiencias le ha dejado un sabor amargo, por eso rechaza la estigmatización hacia el migrante. “Todos no son iguales, digo yo”, sostiene. “Yo también estuve allá y a mí me recibieron con las puertas abiertas. Aquí hay que hacer lo mismo”.

Cruzar el puente internacional Simón Bolívar resulta una enredadera llena de espinas: hay que hacer largas filas para sellar la salida en la aduana venezolana y la entrada a Colombia, negociar o espantar a los astutos carretilleros, superar las exigencias de las autoridades policiales colombianas y la extorsión persistente de la Guardia Nacional Bolivariana.
Sin embargo, Cúcuta adentro, el calor se vuelve calidez de hogar cuando Rosa, y otros colombianos como ella, extienden una mano para aliviar la incertidumbre y la desesperanza con la que vienen cargados los venezolanos expulsados por su propio país.

Consulta el reportaje completo en este enlace.

Mira el especial «Cúcuta: Salida de emergencia«.

Cúcuta: Salida de Emergencia | El vuelo de Jesús

LA CRISIS ECONÓMICA DE VENEZUELA LLEVÓ A GUSTAVO LONGA a desplazarse todos los días hacia Cúcuta, en Colombia, para trabajar como lustrabotas. Muchas veces, su acompañante en esa travesía es su hijo Jesús, de 10 años, quien cruza el puente Simón Bolívar con su papá los días que le suspenden sus clases de 5° grado de primaria; situación cada vez más frecuente debido al éxodo de profesores venezolanos.

Mientras su papá está trabajando en alguna calle de Villa del Rosario, localidad fronteriza, el niño lo espera en una carpa ubicada en el área de migración, donde una organización defensora de Derechos Humanos ofrece abrigo y educa, académicamente y en valores, a los hijos de los venezolanos que cruzan hacia el vecino país.

Los dos hacen parte de un grupo denominado como “migrantes pendulares”, porque cruzan la frontera continuamente. Se estima que actualmente hay 1,3 millones de venezolanos en esta situación. Este tipo de migrantes no busca establecerse en Colombia. Atraviesan la frontera con un objetivo muy claro: suplir necesidades básicas como la compra de alimentos o la atención médica, para luego regresar a su país.

De estos 1,3 millones de migrantes pendulares, 51% son hombres y 49% mujeres, la mayoría entre los 18 y los 39 años, según el informe Radiografía Migratoria 2017, emitido por el Ministerio de Relaciones Exteriores colombiano.

También hay niños, como Jesús. Migración Colombia registró hasta diciembre del 2017 un poco más de 141 mil menores de edad que entran y salen del país todos los días. Esta es la historia de uno de ellos.

Mira el especial “Cúcuta: Salida de emergencia“.

Jul 25, 2018 | Actualizado hace 2 semanas
Migrar para salvarle la vida a un hijo

LOS VENEZOLANOS FREIDERMAR MARTÍNEZ Y JOSUÉ GARCÍA cruzaron el puente Simón Bolívar hacia Cúcuta, Colombia, el 16 de noviembre de 2017, con Jhosué Neftalí en brazos ahogado en llanto. Tenían casi dos días de viaje comiendo arroz con mayonesa: los únicos productos que les quedaban de la caja de comida (CLAP) que vende el Gobierno venezolano. Jhosué, hoy con seis meses de edad, fue el motivo para emigrar.

Nació en el Hospital Central Doctor Plácido Daniel Rodríguez Rivero, en el estado Yaracuy, en el centro occidente, con un cuadro que es recurrente en Venezuela: peso bajo (2.300 kilogramos, 200 gramos menos que el peso normal establecido por la OMS), falla respiratoria y meningitis, una enfermedad inmunoprevenible cuya vacuna el Gobierno de Venezuela no compra desde el 2015.

Su mamá (18 años) y su papá (23 años), dos campesinos de una comunidad rural en el centro occidente venezolano, hicieron de todo para darle el tratamiento. Tenían que asumir el costo de un monitoreo de exámenes hematológicos cada tres días, porque en el hospital no había reactivos, y no tuvieron cómo mantener ese ritmo.

Josué, el esposo de Freidermar, quedó desempleado en simultáneo al embarazo. Tenían ya un año de casados y aunque la espera del bebé fue planificada, no pasó lo mismo con el desempleo y la hiperinflación. La crisis económica en el país caribeño ha llevado a más del 80% de la población a la pobreza, según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) que publican tres universidades venezolanas ante la escasez de datos oficiales.

No fue un embarazo fácil. Freidermar sólo pudo empezar a hacerse controles cuando cumplió el quinto mes, y ya era muy tarde: tenía riesgo de preeclampsia, desnutrición y una infección vaginal que jamás pudo controlar.

Freidermar Martínez besa a su hijo Jhosué, de seis meses de edad, quien nació bajo de peso en Venezuela y contrajo meningitis. Foto: Fabiola Ferrero

Aunque José consiguió trabajo después de que nació su hijo, el salario no alcanzaba para darle la atención médica y nutricional que necesita un niño que nace con bajo peso. La situación se complicaba cada día más. “Estábamos demasiado estresados: si comprábamos un suero nos quedábamos sin nada. Yo parecía María Magdalena”. Jhosué lloraba día y noche por hambre, como también lloraba ese 16 de noviembre que sus papás decidieron cruzar el puente.

El Hospital

Historias como la de Freidermar son recurrentes en el Hospital Universitario Erasmo Meoz, en Cúcuta, cuyo nombre se le debe a un médico colombiano que cursó en Venezuela sus estudios de medicina en 1885: el doctor Erasmo Meoz.

Esta institución, es el centro de recepción de los venezolanos que migran a Colombia por situaciones de salud. Según el director de urgencias del instituto, Andrés Eloy Galvis, desde hace dos años han atendido al menos 11 mil pacientes venezolanos. Entre esos, cientos de niños que llegan en graves condiciones de salud. En la emergencia pediátrica de este hospital, al menos el 60% de los pacientes son venezolanos.

Los niños venezolanos son diagnosticados, principalmente, con desnutrición, neumonía, meningitis bacteriana, leucemia y cuadros de diarrea, como explica el doctor Albert Abisai Cova, un pediatra venezolano formado en la Universidad de Oriente (UDO), al sur de ese país, que desde hace dos años trabaja allí.

Aunque el gobierno de Colombia ha dado instrucciones para que los migrantes sean atendidos, el hospital ya no da a basto. Además está atravesando una grave situación financiera: tiene deudas por 240.000 millones de pesos, de los cuales 10.000 millones, hasta marzo, correspondían a la atención a venezolanos.

De acuerdo al registro, de los 81 pacientes hospitalizados el domingo 6 de mayo, 16 eran migrantes. Y de los nueve que había en la unidad de cuidados intensivos, cuatro eran venezolanos. Las razones para llegar aquí son múltiples, pero uno de los casos más comunes es el de Jhosué: niños recién nacidos bajos de peso y con dificultad respiratoria, que requieren ser atendidos en unidades de cuidados intensivos cuyos equipos en Venezuela están en colapso.

Yosmary García junto a Zurisadai dentro del rancho que junto a su familia cuidan en el barrio Brisas del Mirador, en Cúcuta, Colombia. Foto: Fabiola Ferrero

Yosmary y María Isabel

Zurisadai es un personaje bíblico que aparece en el Número 2,22 de este libro sagrado. Es, también, como Yosmary García llamó a su primera bebé, quien murió a los tres días de nacida. Venía con complicaciones en el cuello materno, bajo peso y retardo del crecimiento fetal. O algo así le dijeron en Venezuela.

Después de la primera pérdida, los médicos fueron claros con Yosmary: no podría embarazarse de nuevo y, si lo hacía, su vida estaba en riesgo. Pero a los tres meses de aquella cesárea, Yosmary, de 25 años, estaba nuevamente embarazada en circunstancias de alto riesgo y en estado de desnutrición. La niña llegó al mundo a las 37 semanas de embarazo en el mismo hospital de Yaracuy donde fue atendida Freidermar: el Plácido Daniel Rodríguez Rivero. Yosmary también la llamó Zurisadai.

A los dos meses, como la producción de leche de Yosmary no era suficiente, le sugirieron alimentar a la niña con leche de cabra. Era la única opción. La leche de fórmula para bebés es cada vez más escasa en Venezuela y su costo equivale a casi cinco salarios mínimos, lo que gana menos del 20% de la población. “Estaba muy flaquita y me asusté. Lloraba mucho por hambre”, cuenta. Fue ahí cuando decidió migrar.

Casi la misma historia cuenta María Isabel Lázaro, de 23 años, quien también migró a Colombia y al mismo barrio para salvar a uno de sus cuatro hijos: Juan, el más pequeño. Llegó a Cúcuta el 14 de noviembre de 2017 con él y Yordi, y semanas después regresó a Venezuela por los otros dos. Cuando buscó ayuda médica en el hospital Erasmo, los niños estaban tan graves que el Gobierno colombiano intervino –a través de un programa de atención familiar–  puso a los pequeños al cuidado de una madre sustituta hasta que se estabilizaran.

Ahora juegan los cuatro en el barrio El Mirador de la comuna 8 de Cúcuta, en los alrededores de un rancho de plástico de 5×5 metros, techo de zinc, madera y piso de tierra, donde viven ocho personas.

En Venezuela, María Isabel vivía en Perijá, Machiques, estado Zulia. Allí comenzó a notar que Juan “tenía la piel arrugadita, como un viejito, y estaba flaquito. La gente dice que lo que tenía era frío de muerto o que le habían echado mal de ojo”.

Los 4 hijos de de María Isabel, incluyendo Maryorie Paola, de seis años, fueron entregados durante cuatro meses a una madre sustituta del programa Bienestar Familiar. Foto: Fabiola Ferrero 

En marzo del 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) adoptó la Resolución 2/18 sobre la migración forzada de venezolanos, que establece unas recomendaciones para que los gobiernos actúen frente a esta inédita migración en el continente. El derecho a la salud, es una de las tantas preocupaciones de este organismo, ante las múltiples violaciones de derechos humanos en Venezuela.

Un reciente informe sobre la movilidad humana venezolana realizado por el Servicio Jesuita de Refugiados y la Universidad Católica del Táchira, entre abril y mayo de 2018, destaca que 56.3% de las personas que cruzaron hacia Colombia como migrantes lo hicieron por razones de salud.

Este panorama, sin embargo, es desconocido o ignorado por las autoridades venezolanas que en la 11° Reunión Ministerial del Movimiento de Países No Alineados (Mnoal), en mayo pasado, sostuvieron que en Venezuela no existe una crisis humanitaria. Señalaron, además, que los problemas en el sistema de salud son producto de un bloqueo internacional que impide la adquisición y llegada de medicinas.

Freidermar, María Isabel y Yosmary, saben que no es así. Y saben, también, que lo que se avecina no es fácil. El Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que al terminar el 2018 la inflación de Venezuela llegará a 13.864%, convirtiéndose así en la inflación más alta del mundo. Y bajo ese escenario, la posibilidad de regresar a sus casas es cada vez más lejana, pese a su deseo de volver. Según el informe de migración venezolana del Servicio Jesuita de Refugiados y la Universidad Católica del Táchira, sólo el 13% no se imagina retornando a su país.

Sin embargo, y aunque sus hijos no están completamente sanos, las tres aseguran que el sacrificio ha valido la pena. Al menos ya los niños no están pasando hambre. Y eso lo vale todo.

Consulta el reportaje completo en este enlace.

Mira el especial «Cúcuta: Salida de emergencia«.

Puente Simón Bolívar: el testigo de una crisis

DOS VECES POR SEMANA SUJEY CHACÓN RECORRE con su hijo cerca de una hora y media, desde San Cristóbal, Venezuela, hasta La Parada, en Colombia, para alimentarse en un comedor popular. Oddy Benítez pasa al menos 12 horas en un autobús con cuatros woks a cuestas hasta cruzar a Cúcuta, donde prepara y vende salsas, y compra productos asiáticos para revender en Venezuela. Yolimar Galvis atraviesa el puente para que sus gemelas de dos años, que carga en brazos, sean vacunadas en Colombia. Los hijos de Juan Gamboa cruzan diariamente el paso binacional, de madrugada, vistiendo sus uniformes escolares para ir a la escuela en el país de sus abuelos. Tiany Piñeros atraviesa el puente con su bebé de un año, y su vida empacada en unas cuantas maletas, para dejar atrás a su Punto Fijo natal e irse rumbo a Quito, Ecuador, donde la espera su esposo.  

Todos estos venezolanos soportan el sol, la brisa arenosa y los empujones mientras atraviesan los 315 metros del Puente Internacional Simón Bolívar: el mismo que hace décadas era llamado la “frontera más dinámica de América Latina”, el mismo que el presidente Nicolás Maduro cerró al paso vehicular hace casi tres años; el punto donde se cruzan sus historias y las de otras 25.000 personas que pasan diariamente a pie, huyendo de la crisis que vive una Venezuela desabastecida de comida, medicinas y futuro.

Este también es el mismo puente que dos demócratas inauguraron el 24 de febrero de 1962 bajo un toldo a rayas, y con la brisa del río Táchira golpeando el micrófono en el que pronunciaban sus discursos. Rómulo Betancourt por Venezuela, y Alberto Lleras Camargo por Colombia, abrieron el paso de la estructura de hormigón y acero que las dos naciones construyeron. Eran ellos los mandatarios que habían tomado las riendas de sus países luego de años dictaduras. El nuevo puente fue un símbolo de apertura e integración porque, como afirmó Betancourt ese día, la frontera no separaba “ni las ideas ni los anhelos de justicia”.

Gustavo Gómez Ardila, secretario general de la Academia de Historia del Norte de Santander, dice que cuando habla del puente recuerda una frase del escritor tachirense Pedro Pablo Paredes: “La línea fronteriza no se hizo para dividir sino para unir”. En su infancia, este experto fue testigo de la Venezuela próspera de los años 50, que él y su familia visitaban con frecuencia sin ningún tipo de barrera. Eran los tiempos de una nación que comenzaba a disfrutar de los réditos del petróleo, con nuevas y modernas vías de comunicación, con proyectos de infraestructura firmados por arquitectos afamados y con mostradores repletos de productos Made in USA.

“Siempre me llevaban mis papás a San Antonio a comprar todo lo de Navidad (…) Uno tenía la idea de que, a través del puente, llegaba al paraíso, a la abundancia (…) Los papás de uno decían: ‘si pierde el año, no vamos a Venezuela’. Ir era un premio y el puente era un punto de unión para llegar a la tierra prometida”, rememora.

Pero lejos de aquella bonanza del siglo XX, la Venezuela de hoy obliga a sus habitantes a huir de hambre, como lo hizo Sujei y tantos más – pues según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) en el 2017 al menos 87% de la población no podía cubrir sus gastos en alimentos- otros, como Yolimar y su bebé, atraviesan el puente en busca de la atención médica que Venezuela no les provee: de acuerdo con el Ministerio de Salud, el año pasado aumentó la mortalidad materna en 66%, la malaria creció 76% y reapareció la difteria. Hay unos que se van buscando seguridad, huyendo del país donde en 2017 asesinaron a 26.616 personas según el Observatorio Venezolano de Violencia. Y muchos otros más, corren de la hiperinflación: el Fondo Monetario Internacional calcula que sólo en el 2018 los precios habrán subido un 14.000%.

Primera estación: San Antonio no tiene quien le compre

Si no fuese por las miles de personas que transitan a diario por la avenida Venezuela de San Antonio del Táchira, esa que conduce directamente al puente internacional Simón Bolívar, el pueblo luciría desolado. Las tiendas de aquel tradicional enclave económico tienen hoy los portones abajo. Hay locales abiertos sin mercancía, tiendas que cambiaron de naturaleza para poder sobrevivir, panaderías sin pan y restaurantes sin clientes en pleno mediodía.

Un viernes de mayo, cerca de la hora del almuerzo, la venta de pollos en brasa más cercana a la aduana, Tío Rico, está completamente vacía. Solo tres empleados –uno en la cocina, otra en la caja y otro más sentado frente a una de las mesas– ocupan el lugar de sillas de fórmica y metal, mientras que las presas, ya doradas, giran junto al fuego. No hay un solo comensal en la escena.

 

San Antonio era conocido por las ventas de artículos de cuero. Las calles principales, entre los años ochenta y noventa, tenían tiendas que ofrecían carteras, chaquetas, zapatos. Uno de esos locales era Variedades Elena, donde hoy se venden los mismos productos pero en lona. En la frontera se acabaron los clientes que compraban pieles.

Eso es lo que dice Larry, quien aguarda al próximo cliente detrás de la caja registradora de su negocio. Un televisor encendido, encajado en una esquina, lo distrae en esa espera. Allí rememora los tiempos en que miles de viajeros iban a hacer compras a Cúcuta y, de regreso, se detenían en San Antonio para llevarse artículos de cuero. Hoy lo más popular de su tienda son los morrales mochileros y bolsos de viajeros, que compran los que emigran.

Segunda estación: 315 metros

La gente marcha hacia la frontera en silencio, sin detenerse, con el paso redoblado y los documentos a la mano. El cruce se hace en medio de maletas que pesan, el sol que quema, equipajes que atropellan; uniformados que importunan, revisan y retrasan; y un vallado metálico que estrecha el espacio. A la derecha, caminan los que salen de Venezuela y a la izquierda, los que ingresan. En el amplio medio, los militares de ambos países vigilan el movimiento mientras deambulan de un lado a otro con sus fusiles en las manos. Por allí también pasan, cuando los dejan, quienes van con ancianos o niños pequeños.

A la mitad del recorrido, la caminata se ralentiza, los codos se rozan, los pasos se arrastran. Se empiezan a alzar las manos con pasaportes, cédulas o carnets fronterizos. Montados sobre las vallas, los de verde oliva verifican los documentos sin mirar con detenimiento cada papel que muestra la marea de manos.

 

Quizá muchos de los que hicieron ese recorrido se inscribieron ya en el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia (RAMVD), el censo que hace el Gobierno colombiano para medir la diáspora que se queda en su territorio. Solo en el primer mes se comprobó que 203.989 personas, pertenecientes a 106.476 familias venezolanas, están asentadas en la nación. Se sabe que al menos 23% del total está en el departamento Norte de Santander. Y ahí no se cuentan los que andan indocumentados.

Después del puente viene La Parada, el sector del municipio de Villa del Rosario que recibe a los recién llegados a Colombia, con un enjambre de vendedores ambulantes de cualquier cosa que pueda aliviar a quien acaba de estar apretujado en el paso. Ahí también se gritan los nombres de destinos de viaje: Cúcuta, Medellín, Bogotá… Ecuador, Argentina. A viva voz se escucha a quienes compran dólares, bolívares, oro, tablets, teléfonos móviles, cabello… Todo, todo lo que se pueda convertir en pesos colombianos.

“La Parada siempre fue muy movida porque era a donde llegaba el contrabando. Ahora está así por la cantidad de emigrantes”, dice Gómez Ardila, el historiador. El editor de Domingo del diario La Opinión, John Jácome, es más severo cuando habla de la zona. “Difícilmente se saca algo bueno de allí”, recalca, y luego lanza una cifra roja: entre agosto de 2017 y mayo de 2018, hubo más de 30 balaceras en la frontera propiciadas por las mafias que quieren controlar el negocio del tráfico de mercancías.

Tercera estación: La nueva Parada

Allí, del otro lado, las cosas también han cambiado a raíz de la crisis y el cierre de la frontera. En las aceras, el paisaje lo dominan las casas de cambio, abastos, farmacias y confiterías con ventas al mayor. La mayoría de los negocios comenzaron a operar cuando empezaron a llegar los venezolanos en busca de lo más básico: alimentos y medicinas.

Un antiguo taller mecánico se convirtió en una próspera venta de cauchos que maneja Fabio Lazarazo, un colombiano que antes del cierre de la frontera viajaba a diario a San Antonio para trabajar en una compañía de neumáticos. Este nuevo local, dice, es también un negocio de la crisis: la mayoría de sus clientes son venezolanos que van por cauchos chinos de segunda mano, que son muy costosos en su país.

 

Una cuadra más adelante comienza el área de las hosterías: un puñado de edificios pequeños con recepciones de cemento, paredes de cerámica y sillas plásticas. Marta Higuera, que lleva 15 años de servicio en el Hotel Unión, relata que allí, donde antes dormían los gandoleros que tramitaban los papeles en la aduana, descansan hoy los migrantes mientras esperan que su autobús parta hacia su próximo destino.

Pero la parada no es sólo ventas y bullicio. Detrás de las calles tomadas por el comercio, están las casas modestas de quienes durante décadas han vivido a menos de un kilómetro del otro país. Allí, algunos venezolanos que cruzan el puente se han establecido en posadas improvisadas y residencias que arriendan habitaciones por noche.

En uno de estos cuartos duerme Leyla González, una valenciana robusta y de cabello ensortijado, quien llegó los primeros días de mayo a Villa del Rosario junto a su cuñada y tres vecinos. Con apenas dos millones y medio de bolívares, equivalentes a 2,5 dólares americanos, salió de su casa rumbo a la frontera y dejó a sus tres hijos menores de 10 años con su madre. “Yo vine a probar suerte, porque allá trabajas y no te alcanza para nada. Trabajas para medio comer”, relata la morena de caderas anchas y rostro pálido. Lo poco que tenía, producto de la liquidación de su empleo, lo invirtió en un boleto de autobús que la llevó hasta San Antonio. El resto lo cambió a pesos colombianos al pasar la frontera. Con eso, pagó dos noches de habitación y compró maltas para revender en el puente o en alguna calle de la zona. Lo único que espera es que la aventura le sirva para enviarle pronto plata a quienes dejó en Venezuela.

 

La incertidumbre del futuro de La Parada, del puente, de la frontera, se palpa en los testimonios. También se cuela la desesperanza. “Siempre, entre Colombia y Venezuela, ha habido momentos de mucha hermandad, como en la Independencia. Ahí en Villa del Rosario, antes de llegar al puente, hubo un congreso donde se reunieron delegados de los gobierno de Venezuela, Ecuador y Colombia y formaron la Gran Colombia. Ese era el sueño de Bolívar. Pero también ha habido momentos muy difíciles. Sucede como en las familias: los hermanos se pelean a veces, se agarran. Pero esta vez, yo no sé en qué irá a parar todo esto”, dice el historiador Gómez Ardila con un tono de desazón.

A Ingrid Rodríguez, otra habitante de Villa del Rosario, le preocupan las condiciones en las que llegan los que emigran. “Es demasiado el venezolano que llega a diario, que duerme y cocina en la calle, con bebecitos. La Parada se ha vuelto un desastre”. A metros de su casa, una mujer con un niño fríe unas tajadas de plátano en un fogón improvisado.

 

Endry Báez se queja de lo mucho que ha cambiado su barrio. Para ella, el arribo de los vecinos profundizado el desempleo y la inseguridad. Dice que los propietarios ya no quieren arrendar sus casas, porque se han escuchado historias de venezolanos que hasta han llegado a matar a sus caseros. Desaprueba que crucen el puente solo para vacunar a los niños.

“Uno procura no hablarles. A veces llegan a la puerta pidiendo agua o comida, pero uno procura no darles nada, o solo agua. Yo lo hago pero sin abrirles la reja porque me da miedo. A mí, personalmente, me da tristeza. No todos son malos, los buenos también vienen para acá a buscar trabajo”, comenta.

Hay unas palabras del escritor tachirense Pedro Pablo Paredes, que ayudan a explicar esas sensaciones y contradicciones que expresan algunos habitantes de La Parada frente a la crisis migratoria. Cuenta el historiador Gómez Ardila, que a Paredes solían decirle que parecía más colombiano que de su tierra. “Y él contestaba: es que somos la misma cosa. Llevamos la misma sangre de allá y de acá. Nos dividieron, por las razones que sea nos dividieron, pero ahora somos nosotros quienes estamos contribuyendo a esa división”.

Consulta el reportaje completo en este enlace.

Mira el especial «Cúcuta: Salida de emergencia«.

Colombia publicará un decreto para regularizar a los inmigrantes venezolanos

 

Tras la creación del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia (Ramv), que precisó datos migratorios sobre el éxodo de la población en Venezuela hacia Colombia, las autoridades adelantaron que se publicará un decreto para la regulación temporal de esta población.

El gerente para la frontera de Colombia con Venezuela, Felipe Muñoz, señaló que la decisión es hacer un proceso de regulación temporal de estas personas. Añadió que actualmente trabajan con entidades del Gobierno en la elaboración del decreto que saldrá en los próximos días.

En el documento quedará estipulado que se les brindará un periodo de permanencia con el que serán regulares, la posibilidad de que trabajen, se inscriban al sistema de seguridad social de salud y que los niños ingresen a una institución educativa.

También dijo que buscan soluciones en el tema laboral, debido a que la homologación de títulos y acreditación del mismo no es tan rápida. Han dialogado con todos los ministerios para que se puedan dar facilidades en algunos procedimientos.

“Hay que respetar que hay colegios de profesionales, hay normas para algunos y ellos exigen que se den los mismos procesos de homologación para ciertas profesiones específicas, esperamos tener noticias buenas porque para esto se hizo el registro de esta población”, acotó Muñoz.

El presidente electo de Colombia, Iván Duque, recibirá apenas tome posesión de su cargo, los datos más precisos sobre el espectro migratorio, junto con un reporte de los recursos que el gobierno de Juan Manuel Santos logró conseguir como parte de la cooperación internacional.

Muñoz resaltó que, a la fecha, Colombia tiene más de 70 millones de dólares comprometidos para invertir en todas las comunidades receptoras y otras ayudas sociales.

“La mayoría son recursos que ha ofrecido el gobierno de los Estados Unidos (US. 38 millones), los otros son de agencias de las Naciones Unidas, de la Unión Europea y relaciones bilaterales de Canadá y Suiza”, resaltó.

418 niños venezolanos han sido víctima de maltrato, abuso y explotación sexual en Colombia

En Colombia, 418 niños venezolanos podrían ser declarados en condición de adoptabilidad luego de haber sido víctimas de distintos abusos y encontrarse en situación de vulnerabilidad. Así lo señaló la emisora de ese país, Blu Radio, que conoció las cifras de menores de edad provenientes de Venezuela que han sido atendidos por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en los dos últimos años.

La nota indica que la institución ha iniciado procesos de restablecimiento de derechos a estos pequeños, de los cuales 234 son niñas y 184 son niños. Del total, hay 159 que tienen entre 0 y 5 años y que han sido víctimas de maltrato, abuso y explotación sexual, desnutrición y abandono, señala el medio, principalmente en Bogotá y la zona Atlantico, donde se registraron 64 casos en cada una, y Norte de Santander con 59.

«En maltrato por negligencia fueron atendidos 66 en 2017 y 19 en 2018. 67 fueron víctimas de abuso sexual en ambos años, 46 por su estado de inmigrantes ilegales, 23 que se encontraban en situación de calle, 22 por maltrato físico y 16 por desnutrición. Pero también hay otros delitos cometidos a los niños que son investigados por las autoridades», apunta Blue Radio.

Más información en Blue Radio.

Magallanes: Éxodo masivo de venezolanos aumentará en los próximos meses

A juicio de la presidenta de la Comisión de Familia de la Asamblea Nacional (AN), diputada Mariela Magallanes (Unidad / Aragua), el éxodo masivo  de venezolanos  aumentará  en los próximos meses de no generarse un cambio en la política económica venezolana, ante la crisis humanitaria  y la hiperinflación  que vive el país.

Así lo señaló durante el foro la “Situación de la Familia como consecuencia de  la Migración” realizado en el salón Francisco de Miranda, del edificio José María Vargas, esquina de Pajaritos, el cual contó con la participación de destacados ponentes como Henkel García, de Econométrica; Carlos Trapani, coordinador de los Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap) y Claudia Vargas, de la Universidad Simón Bolívar.

Magallanes aseguró  que 44 % de las personas que emigraron dejaron una carga social en Venezuela, 17% deja hijos, 38% a padres y 11% a los abuelos.

Las razones, según la encuesta por la cual abandonan el país, son con miras a buscar una mejor calidad de vida ante la merma del poder adquisitivo y la escalada inflacionaria. Estos datos son cifras oficiales provenientes del Registro Internacional de Venezolanos en el Exterior (RIVE) de la AN, el cual coincide con los datos resultantes  de las ONG,s ante la  falta de información del Estado venezolano.

A juicio de la parlamentaria Magallanes, estas cifras permiten observar que se está al frente de un “Estado que impide la reunificación familiar y contribuye al desmembramiento de la familia. En el último año, 48% ha dejado el país y el pico más alto han sido estos  primeros meses del 2018  y va en aumento”, aseveró.

Consideró la legisladora aragüeña que el RIVE como herramienta permite la visualización del problema  y contar con cifras para la estimación de  una proyección de la oleada migratoria por venir.

“Nosotros no pretendemos que esos 4 millones de venezolanos que se encuentran en el exterior se inscriban en el RIVE, pero agradecemos a estos que confíen en la institucionalidad de la AN por cuanto esto va en apoyo a ellos, sobre todo en  la familia que se queda y seguir denunciando la inestabilidad y la situación de crisis humanitaria que vive el país y así generar propuestas para que los venezolanos que se marcharon regresen  y que la familia se pueda unificar”, subrayó.

Por su parte Claudia Vargas, de la Universidad Simón Bolívar, consideró que la familia venezolana está huyendo al no contar y satisfacer sus necesidades mínimas requeridas, proyectando, según cifras que maneja, una merma de más de 3 millones 500 mil venezolanos que se fueron al exterior por el fenómeno  hiperinflacionario y la oscuridad política que actualmente vive Venezuela.

“El problema se ha venido agravando, ha venido creciendo. Y eso, pues, ustedes saben que es debido a esta terrible crisis que vive el país”, señaló.

Reiteró que la crisis en Venezuela se manifiesta en la escasez de alimentos, medicinas e hiperinflación. Esta situación ha obligado a cientos de miles de ciudadanos venezolanos a migrar a otros países para alcanzar un futuro mejor.

El éxodo masivo de venezolanos se ha convertido en los últimos meses en una emergencia humanitaria que afecta a  varios  países de  la región. Este desplazamiento ha sido registrado en las oficinas de migraciones de países como Colombia, Ecuador, Panamá, Brasil y Perú. Además, sus gobiernos han tomado medidas para tratar este éxodo en la región, dijo.

En este contexto, Henkel García, de Econométrica, se mostró pesimista sobre las perspectivas del país ante la crisis y consideró que una mejor manera de entender la reducción significativa del poder adquisitivo que sufren los salarios de los venezolanos es comprender el proceso hiperinflacionario que atraviesa el país que se agudiza con las acciones del gobierno en dicha materia.

Para García Venezuela   necesita una gran  reforma económica, “si el gobierno no toma una medida económica de peso la situación de agravará”, apuntó.