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Masacres

#MonitorDeVíctimas | Homicidios en Táchira no disminuyen y se intensifica la ley del oeste

Fotos: Cortesía Johnny Parra

 

Los homicidios se han reducido entre 30 % y 45 % en casi toda Venezuela, pero en Táchira la disminución es de apenas 2,2 %. Lanzar los cadáveres al lado colombiano es una de las prácticas para ocultar los números rojos. La violencia en este estado fronterizo se mantiene intacta e incluso podría estar aumentando. La acción de una multiplicidad de grupos armados que operan en la región sería una de las causas 

 

@anggyp

 

Las noticias sobre la aparición de cadáveres en las trochas (pasos fronterizos ilegales) que conectan a Venezuela y Colombia ya son parte de la cotidianidad en el estado Táchira. El diario La Opinión de Cúcuta difunde cada hallazgo, y aunque queda claro que las víctimas son personas relacionadas con la actividad fronteriza, en la mayoría de los casos los cuerpos no son identificados. Esta violenta dinámica se ha exacerbado por las continuas restricciones impuestas por los gobiernos a los pasos legales y por la presencia de más de una veintena de grupos armados no estatales.

En 2017, Táchira ocupaba el lugar número 13 en la clasificación de los estados con más homicidios en Venezuela, en 2018 estaba en la posición 14. Pero en 2019 la violencia se incrementó, principalmente en los municipios fronterizos, y la entidad saltó sin ningún obstáculo al puesto 9 en el ranking de los estados con la tasa más alta de crímenes contra la vida, según datos del Observatorio Venezolano de Seguridad Ciudadana del Ministerio de Relaciones Interiores Justicia y Paz, obtenidos de manera extraoficial por Monitor de Víctimas, mediante una filtración. 

 

Táchira limita con el Departamento Norte de Santander, Colombia, y ha sido permeado por diversas organizaciones criminales, como las disidencias las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Pero además, varias de sus localidades se convirtieron en refugio de algunos grupos residuales de las desmovilizadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), también identificadas como paramilitares, entre los que destaca Los Rastrojos. 

A esto se suma la llegada de los colectivos (grupos de civiles armados) venezolanos, como el Colectivo de Seguridad Fronteriza, y la presencia de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional. “Hoy por hoy, los grupos armados irregulares tienen presencia en el 85% de los municipios del estado Táchira”, asegura un informe del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) sobre Grupos Armados Irregulares en la Frontera de Táchira.

La crisis económica y el paso masivo de migrantes que huyen desesperados de sus lugares de origen en Venezuela, ha sido aprovechado por los diversos actores criminales que operan la mayoría de los 29 municipios del Táchira. Se multiplicó la actividad del contrabando, el tráfico y la trata de personas en los que participan funcionarios gubernamentales, grupos criminales y civiles, disparando las cifras de muertes violentas en sus diversos móviles: ajuste de cuentas, sicariato y ejecuciones extrajudiciales.

“La vinculación de los grupos armados irregulares en el estado Táchira ha ido en aumento, y así lo demuestran los datos que revelan que, en el primer semestre de 2019, los hechos violentos causados por éstos representan el 8%; mientras que, en el primer semestre del año en curso (2020), aumenta exponencialmente a 29%, siendo superado únicamente por las muertes por resistencia a la autoridad”, dice el documento del OVV, publicado en septiembre de 2020.

La respuesta gubernamental ha sido “el silencio” y “la ley del oeste”, expresiones muy conocidas en la entidad. No hay acciones de seguridad orientadas a controlar a la mayoría de estos grupos, solo Los Rastrojos (paramilitares) han sido prácticamente desaparecidos del territorio venezolanos. Pero ese espacio ha sido tomado por las exguerrillas del ELN, disidencias de las FARC y el Colectivo de Seguridad Fronteriza. 

Mientras, el Estado venezolano ha respondido con controles para el suministro de gasolina, venta de productos de la cesta básica, y criminalización de todos los pobladores fronterizos, lo que ha generado más muertes y rentas criminales en la región.

2017: Boom de la migración pendular

Para el 2017, ocurrieron 357 homicidios con una tasa de 28 homicidios por cada 100.000 habitantes en Táchira, mientras que la tasa nacional fue de 47 (según la misma fuente oficial). Los municipios fronterizos con más movilidad de personas, como Bolívar y García de Hevia, comenzaron a registrar más hechos de sangre debido a la profundización de la guerra entre grupos criminales que buscaban tomar poder de ciertas zonas y economías ilegales generadas por el paso de migrantes pendulares y migrantes internos que se comenzaban a concentrar en estas poblaciones.

Comparando los homicidios entre los datos de 2016 y 2017 se registró un aumento de los casos en más de 12 municipios. Entre ellos: Antonio Rómulo Costa con 50 % de los casos, Bolívar 138,9 %, Cárdenas 31,3 %, Fernández Feo 15,8 %, García de Hevia 6,3 %, Guasimos 150 %, Jáuregui del 100 %, José María Vargas 200 %, Municipio Libertad 200 %, Lobatera 500%, Michelena 75%, Panamericano 23,5% en comparación el año anterior.

 En 60 % de los casos se manejó como hipótesis de los homicidios el ajuste de cuentas, 20 % de los homicidios quedó “por determinar” la causa, 10% fue registrado como sicariato y el 10 % restante se atribuye al robo el móvil del crimen.

 En 2017 los homicidios ocurrieron con mayor frecuencia los días sábados, domingos y miércoles.  90 % fue perpetrado con armas de fuego.

 En el municipio Independencia se registró un aumento de 100 % en los casos de resistencia a la autoridad, que son los homicidios cometidos por funcionarios de cuerpos de seguridad del Estado. El incremento en este delito fue similar en el municipio Antonio Rómulo Costa 100 %, mientras que Ayacucho reportó el aumento más drástico con 350 %.

 2018: Aumento de violencia en municipios de  frontera

 Para el 2018, las cifras oficiales indican que se registraron 277 los homicidios, y la región ocupó la posición 14 de la escala nacional, con una tasa de 22 homicidios por 100.000 habitantes, mientras que la tasa nacional fue de 33. Sin embargo, se evidencia un cambio en los sitios donde ocurrieron las muertes. Cuatro de los municipios fronterizos (García de Hevia, Ayacucho, Lobatera, Pedro María Ureña, Bolívar y Rafael Urdanet) pasaron a ocupar los primeros cinco lugares con más homicidios, junto a la capital tachirense.

El municipio con mayor número de homicidios para el 2018 fue Ayacucho con 46 casos, 16,9 %. El segundo lugar lo ocupó el municipio García de Hevia con 42 homicidios, 16,2 %; San Cristóbal tuvo 33 casos, 12,7 %; Pedro María Ureña 32 homicidios, lo que representó 10%; y Bolívar con 22 casos, representado en 8,5 %.

Para este año 100 % de los hechos fueron perpetrados utilizando armas de fuego. Las hipótesis que se manejaron fueron sicariato con 22, 2%, por determinar 22,2%, ajustes de cuenta 22,22%, crimen de género 22,2, robo 11,1 %. Además los hechos ocurrieron con más frecuencia en más días de la semana: jueves, viernes, domingo, lunes y martes.

Además se originaron asesinatos en importantes porcentajes los siete días de la semana, pero en mayor medida los días miércoles con el 18,8 % de los crímenes sucedidos en estos días. Incluso en el rango horario se nota un incremento de los hechos horas diurnas durante las 12 del mediodía a las 5:00 de la tarde en un 25,3 % y de 6:00 am a 12 del mediodía con el 23,2 %.

La frontera se ha visto colmada de miles de personas en condiciones de vulnerabilidad provenientes del centro del país, decenas encontraron oportunidad en el paso de mercancías de un país a otro, mientras que muchos otros han sido captados por las bandas criminales, que se aprovechan de su desesperación económica. 

Para el profesor e investigador de la Especialidad de Estudios Fronterizos de la Universidad de Los Andes, Francisco Sánchez, el incremento de la violencia y homicidios en el margen fronterizo en cierta medida se debe al desplazamiento de personas provenientes de otras regiones hacia los municipios del Táchira. Algunas de estas personas ingresan a este ecosistema criminal sin control, en busca de mecanismos de supervivencia. 

También la crisis económica del país ha generado una especie de migración de grupos delictivos de las zonas urbanas hacia las zonas fronterizas donde se desarrollan actividades de crimen organizado más rentables, como la minería ilegal, el narcotráfico, el contrabando y el tráfico de personas.

Adicionalmente se conformaron nuevos grupos binacionales, como la organización La Línea que surgió en el 2018. Esto ha ido empeorando la guerra por el control de los pasos informales que son utilizados incluso por estas organizaciones para el tráfico y trata de personas, el contrabando de todo tipo de mercancía y para el narcotráfico.

Se ampliaron las oportunidades para delinquir y las trochas se han convertido en los principales enclaves para el desarrollo de las actividades ilegales.

El salto a la posición 9

En 2019 se reportaron 271 homicidios en Táchira. Aunque hubo una disminución respecto a 2018, la reducción fue de apenas 2,2 %, muy baja si se compara con entidades como Carabobo, Miranda y Distrito Capital donde los homicidios se han reducido entre 30 % y 45 %. Además no hay certeza de que estas cifras realmente registren todos los crímenes ocurridos dentro del territorio tachirense.

La tasa en Táchira fue de 21 homicidios por 100.000 habitantes, con un detalle llamativo, por primera vez en los últimos cinco años era similar a la tasa nacional que también fue de 21, según la data del observatorio del Ministerio de Relaciones Interiores. 

Cinco municipios concentran más de 50 % de los homicidios. Tres de ellos son fronterizos: Pedro María Ureña pasó a ser la jurisdicción más violenta con 61 homicidios, lo que representa 22,5 % de los asesinatos; el municipio Ayacucho con 31 asesinatos, que representan 11, 4 %; y García de Hevia con 30 homicidios, 11,1 % de los casos. Los otros dos municipios son San Cristóbal, que concentró 34 hechos de sangre, para 12,5 % y Fernández Feo.

Para Anna María Rondón, criminóloga y representante del Observatorio Venezolano de Violencia Capítulo Táchira, lo primero que hay que tener en cuenta es que la región está en frontera con Colombia y esa característica la diferencia del resto de los estados del país. Explica que en los últimos años la criminalidad relacionada con homicidios está caracterizada por lo que ocurre en los pasos fronterizos ilegales.

 De acuerdo al seguimiento de la experta, las muertes en las trochas son los móviles que vienen ocurriendo con mayor frecuencia y es lo que se viene observando del 2016 al 2019 con la escalada de los hechos de sangre en las jurisdicciones más cercana al margen fronterizo.

Para 2020 se comienzan a ver muertes al estilo de los carteles mexicanos como decapitaciones en áreas limítrofes por ende aumentaron las diversas formas de ejecución de homicidios. La información oficial indica que en 77 % de los casos de las muertes se usaron armas de fuego y en 11,9 utilizaron armas blancas. 

La experta señala que es una región donde ocurre una cantidad importante de sicariatos, pero en 2019 se notó una disminución con los homicidios relacionados a unos delitos más comunes como robo o por motivos pasionales. El móvil que se manejó en el 70 % de los casos fue ajuste de cuentas, mientras que 9,5 % de los casos quedó en el estatus “por determinar”. El 6,5 % de las muertes se produjo por robo y 5,6 por riña. Un 4,4 % de los homicidios fue por causa de robo de vehículo, 2,4% fue violencia de género, 0,8 % por sicariato y 0,4 % por robo frustrado.

Entre 2019 y 2020 decenas de cadáveres de personas asesinadas en municipios del estado Táchira (Venezuela) han sido arrojados a territorio colombiano. La acción, que ha desconcertado a las autoridades de Colombia, ha motivado incluso la elaboración de algunos reportajes e investigaciones por parte de organización de la sociedad civil y medios colombianos sobre las masacres en las trochas

“Las trochas entre Venezuela y Colombia se han convertido en el escenario de muchas muertes violentas, en su mayoría de venezolanos que se encuentran con alguno de los grupos armados que controlan esa zona. Muchas veces estas personas son asesinadas en Venezuela y sus cuerpos arrastrados a territorio colombiano para que alguien los recoja. Pueden pasar varias horas en el suelo antes de que la policía llegue”, dice una publicación que reproduce Frontera Viva

Se estima que gran parte de los victimarios  son hombres entre 17 años y 28 años. Y las víctimas son en su mayoría hombres, añade Rondón, por lo general son personas que utilizan los pasos fronterizos. 

Se suma la resistencia a la autoridad

Desde 2017 se evidenció un incremento importante de los homicidios por “resistencia a la autoridad”, detalla Anna María Rondón, aunque las cifras oficiales muestran los contrario.

 “Difícilmente pasa un mes en el estado Táchira sin que ocurran homicidios de esta índole. La aparición de las FAES (Fuerza de Acciones Especiales) también tuvo un significado importante en este sentido”, expuso la experta.

La llegada de la FAES a comienzos de 2018 estuvo acompañada de la designación de Freddy Bernal como protector de Táchira, quien ha liderado muchos procedimientos de este cuerpo de seguridad, en particular la persecución a Los Rastrojos.

Rondón refiere que el Táchira está frente a un Estado arbitrario, que poco guarda la integridad física ni respeta los convenios internacionales de derechos humanos. En el primer semestre de 2020, el monitoreo de prensa arroja que se han registrado 41 casos de homicidios a manos de policías y militares, la misma cifra que reportaba el observatorio del Ministerio de Relaciones Interiores para octubre de 2019, lo supone un aumento en estos casos de “resistencia a la autoridad”.

La experta también considera que en el fondo hay cierto grado de indefensión de los cuerpos policiales frente a las grupos criminales que se mueven en la región. “Hay estructuras criminales que tienen mejores armas que los funcionarios. Entonces enfrentarlos es algo prácticamente inútil y matarlos representa beneficios más inmediatos, es el razonamiento de las autoridades. El Estado no cree en su propia capacidad para resocializar, en su propia capacidad para hacer justicia”, argumentó.

Ante este escenario no se observan posibles mejoras en la situación de violencia homicida en Táchira. Mientras más se incrementan los controles en los municipios fronterizos más aumentan las oportunidades para grupos armados que controlan las zonas, aumentan los ingresos en los pasos informales, surgen nuevas estructuras delincuenciales, las existentes se fortalecen y se diversifican las rentas criminales.

Infografía | Las masacres que manchan el rostro de la democracia en Venezuela
El pasado 15 de enero ocurrió una matanza en El Junquito. Óscar Pérez y seis de sus aliados cayeron, por disparos en la cabeza, a manos de las fuerzas de seguridad del Estado. Las víctimas se suman a las casi 700 personas que han muerto en procedimientos policiales y militares, y en condiciones similares, durante el gobierno de Nicolás Maduro

 

@loremelendez

A LO LARGO DE LAS ÚLTIMAS SIETE DÉCADAS, la historia de Venezuela ha sido salpicada por hechos de sangre que fueron perpetrados con la anuencia del Estado. A partir de 1958, cuando el país superó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, estos ataques masivos de funcionarios – que suelen triplicar en número a sus víctimas – dejaron de ser frecuentes. Sin embargo, desde la década de los 80 empezó a observarse cómo los gobiernos de turno, o los uniformados bajo su mando, los pusieron en práctica. Las masacres – matanzas en las que mueren al menos tres personas que, por lo general, están indefensas ante sus victimarios – despuntaron así en medio de la democracia.

La mayor cantidad de masacres se ha ejecutado en el último lustro. En menos de cinco años en Miraflores, Nicolás Maduro y los policías y militares que le obedecen han estado al frente de al menos 49 de estos procedimientos. Solo en el marco de las Operaciones de Liberación del Pueblo, entre 2015 y 2017, se llevaron a cabo 44 matanzas. A estos sucesos se suman la tragedia de Tumeremo, donde participaron uniformados como aliados de la banda criminal que ejecutó a 17 mineros; la persecución y asesinato de 9 pescadores de Cariaco; los ataques a las cárceles de Uribana y al retén de Amazonas, que dejaron 61 y 39 reos muertos, respectivamente; y más recientemente la masacre de El Junquito, que acabó con la vida del piloto rebelde Óscar Pérez y seis de sus compañeros. En total, 693 personas han caído en estos hechos.

Aunque ningún gobierno había alcanzado estos números, estos procedimientos, plagados de irregularidades, también fueron noticia en la era democrática. El primero se registró en 1982, cuando seis cuerpos de seguridad rodearon a 41 rebeldes marxistas en Cantaura, estado Anzoátegui, y mataron a 23 de ellos.

Después de Cantaura hubo nuevas operaciones policiales y militares que registraron un alto número de víctimas civiles. Así sucedió en poblaciones rurales como Yumare y El Amparo, y también en la capital venezolana, donde se produjo la mayor cantidad de muertes de El Caracazo – que es por cierto la única de estas masacres que no fue planificada, sino que sucedió como una reacción ante los disturbios y protestas –y donde también ocurrió la masacre del Retén de Catia, en 1992, el mismo día en el que hubo una segunda intentona golpista contra Carlos Andrés Pérez durante un mismo año. En total, 489 personas cayeron en estos sucesos. La mayoría de ellos lo hicieron en El Caracazo.

Con el arribo de Hugo Chávez al poder, las matanzas que contaron con la actuación de funcionarios de seguridad del Estado no cesaron y 26 personas fueron víctimas de estos operativos. En sus 14 años de gobierno, los uniformados intervinieron en al menos cinco hechos de esta naturaleza: dos se ejecutaron en zonas populares de Caracas (Barrios Kennedy y El 70), una se escenificó en la cárcel de (Vista Hermosa, estado Bolívar) y otra en una zona rural (La Paragua, estado Bolívar). Runrun.es presenta un recuento de estas masacres que ponen en vilo el papel del Estado frente a la defensa de los derechos humanos.

Gobierno aprovecha días de protestas para hacer OLP y ejecutar ciudadanos en los barrios

Mientras la Guandia Nacional Bolivariana (GNB) reprimía en el este de Caracas las manifestaciones contra el Gobierno, en la parte alta de la Cota 905 las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana (FAES) realizaban una Operación de Liberación del Pueblo (OLP).

La orden era directa y clara: Había que evitar que el barrio bajara a protestar. Ese día la incursión policial dejó cinco muertos en lo que las autoridades describieron como un enfrentamiento, y los vecinos calificaron de ajusticiamiento. Monitor de Víctimas registró estas matanzas y entrevistó a familiares de víctimas y testigos para mostrar el otro lado de la OLP.

Monitor de Víctimas es un proyecto desarrollado por Caracas Mi Convive y Runrun.es para registrar y caracterizar los homicidios que ocurren en el Distrito Capital. Combina periodismo de datos, periodismo de investigación y participación ciudadana. Durante el primer mes de procesamiento de información, el equipo integrado por reporteros de distintos medios digitales e impresos, registró 151 homicidios ocurridos en mayo en los cinco municipio de la Gran Caracas. Identificó que se realizaron tres OLP con 16 personas muertas en circunstancias que se alejan del respeto a los Derechos Humanos. 

Uno de los casos ocurrió el 8 de mayo. A la 1:30 pm un batallón de funcionarios del FAES, vestidos de negro y con capuchas, tomó más de 10 sectores de La Cota 905, entre las parroquias Santa Rosalía y El Paraíso del municipio Libertador. Una vecina que a esa hora bajaba con sus dos hijas y una bandera para participar en la movilización opositora tuvo que devolverse. Un funcionario la apuntó con un fusil y le preguntó: “¿A dónde crees que vas tú?”. La mujer temblorosa, no supo qué responder y el agente la empujó y le dijo: “Camina que vamos para tu casa”.

Al llegar a la vivienda en el sector El Naranjal, le rompió su tricolor y entró a las habitaciones. Sacó gavetas y desordenó los closets. Dejó una estela de ropa en el piso y los portarretratos familiares los destruyó. Había trozos de vidrio por doquier.

Cuando terminó la revisión, el funcionario la haló por un brazo y le preguntó: “¿Qué sabes del Coqui?”. Ella le contestó que no lo había visto, que no tenía trato con él. Antes de irse, el policía se llevó unos relojes y el dinero que la mujer tenía guardado en su dormitorio. Ese día nadie pudo salir del barrio. Hubo un toque de queda. La vecina, quien prefirió mantenerse en el anonimato, afirma que el Gobierno pretende evitar que los barrios salgan a participar en las manifestaciones.

“Ellos no quieren que pase lo que ocurrió en La Vega. Allá la gente dejó el miedo de lado. Salieron de sus casas y expresar su malestar porque no hay comida. Aquí usaron como excusa la activación de un operativo para buscar al Coqui para mantener a la gente presa”, aseguró.

 

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Excesos, robos y violaciones de derechos humanos

Según la información recabada por el equipo del Monitor de Víctimas ese día la OLP mató a cinco ciudadanos: José Alberto Jaspe, de 19 años de edad, Carlos Tovar,  Yeiker Castro González, de 26 años, Keivel Enrique Pineda y un hombre, conocido como Gustavito. La policía y el ministro para las Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Néstor Reverol aseguraron que eran miembros de la banda del Coqui, pero en el barrio la versión era otra.

Zoraida (nombre cambiado), madre de José Alberto Jaspe, relató que su hijo vendía tetas de azúcar y café, así como masa de arepas a los buhoneros del bulevar del Cementerio. A las 3:00 pm salió con su amigo Carlos Tovar que lo había visitado. Solían reunirse para compartir en sus ratos de ocio. Al escuchar el sonido de la puerta, la mujer se puso tensa. Pidió a Dios que le cuidara a su hijo porque había policías por todos lados. A los pocos minutos, la mujer salió a casa de su hermana a buscar cloro para una ropa que estaba lavando. Escuchó varias detonaciones y sintió el sonido de las botas de los encapuchados, vestidos de negro, que se desplazaban con velocidad de un lado a otro.        

“No pude salir de allí, me refugié por unas horas en esas cuatro paredes. La situación se estaba poniendo más tensa y veíamos el celaje de los policías. Se escuchaban ráfagas de tiros. Las calles estaban desiertas, se escuchaban gritos de dolor, había mujeres que gritaban: ‘no le hagan daño, déjenlo tranquilo’, otras suplicaban que no las agredieran. En ese momento llegó mi cuñada con una crisis de nervios, me dijo que una familia había sido secuestrada en el sector La Chivera. Tuve un presentimiento. Algo me decía que mi hijo estaba ahí y bajé. Pero los policías no me dejaron pasar, les supliqué que solo quería saber si él estaba ahí y me echaron a un lado”, narró Zoraida.

A las 5:30 pm José Alberto Jaspe se había comunicado con su tío para pedirle que por favor lo sacara de esa zona, que los policías lo tenían rodeado. Hizo tres llamadas al celular de su madre, pero no pudo comunicarse. Ella volvió al sitio, pero de nuevo no la dejaron pasar. Los hombres con sus escudos la distanciaron. Las detonaciones no cesaban.  

Por la barriada corrió el rumor de que un grupo de delincuentes al intentar evadirse de las fuerzas de seguridad entró a la vivienda y sometió a una familia. La madre de Jaspe presume que al ver a los agentes su hijo y su amigo corrieron a refugiarse y los masacraron.

Pasadas las 9:00 pm la familia que un grupo de delincuentes mantuvo secuestrada fue liberada. Varios cuerpos ensangrentados envueltos en sábanas fueron bajados de la comunidad por los funcionarios encapuchados. Entre ellos, se encontraban los cadáveres de José Alberto Jaspe y de su amigo Carlos Tovar.

Los trasladaron al hospital Pérez Carreño. Jaspe tenía un tiro en un ojo, mientras que Tovar tenía tres disparos en el tórax. Este último laboraba en el depósito de una tienda. No les decomisaron armas, ni droga. El hijo de la mujer solo tenía en los bolsillos un yesquero y los paqueticos de azúcar y café que vendía.

En la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas de la avenida Urdaneta, uno de los detectives se le acercó a Zoraida que estaba inconsolable y le dijo: “Tu hijo no tenía antecedentes. Esos agentes se lacrearon con él”.

Ella piensa acudir a la Fiscalía a solicitar una investigación al menos para limpiar el nombre de su hijo. “Él no era un delincuente como lo cacareó en rueda de prensa el ministro Reverol. Es muy fácil matar y decir que son criminales, sin indagar, amparados por la impunidad”, expresó.

Los vecinos de la Cota 905 ya han perdido la cuenta de la cantidad de procedimientos que se han desplegado en la zona desde julio del año 2015, cuando hubo la primera OLP justamente en esa zona.

“Los policías en lugar de brindar protección y confianza, siembran pánico, rabia e impotencia. Aquí le tememos más a los uniformados que a los malandros”, manifestó una residente del sector, mientras recordaba que el año pasado en una de esas tantas intervenciones policiales un funcionario amenazó a su sobrino con matarlo y cuando ella intentó impedir que lo hiciera, el funcionario la esposó, la haló por el cabello y la subió a un cerro en plena lluvia. Allí la retuvo por más de media hora. “Me dijo de puta para abajo, cualquier cantidad de groserías. No respetaron mi condición de mujer”.

Ahora los operativos los compaginan con las manifestaciones de calle. Antes de la OLP del 8 de mayo, se hicieron otros procedimientos en la zona que coincidían con las protestas de gran convocatoria, como la del 19 de Abril. “En aquella oportunidad no se pudo salir hasta el día siguiente. Es una represión por partida doble. Las fuerzas de seguridad te tienden un cerco en el centro y en el este de la ciudad y de forma paralela en el barrio”, dijo la mujer que pidió no revelar su nombre por seguridad.

Hasta ahora los procedimientos policiales en las comunidades no han reducido la violencia, por el contrario han contribuido a incrementar el odio entre funcionarios policiales y la comunidad. El informe del Ministerio Público de 2016 registró 4.667 muertes a manos de las fuerzas de seguridad del Estado, lo que representa el 22% del total de homicidios ocurridos en el país.

De acuerdo con la ONG Provea, el 86% de las muertes que involucran los cuerpos policiales y militares son ajusticiamientos e incurren en atropellos contra los allegados durante los allanamientos. En 2015, se reportaron 1.396 casos de ejecuciones extrajudiciales. Cofavic indicó que el 81% de las víctimas fueron menores de 25 años y 99% de los involucrados eran hombres.

Durante el mes de mayo del año en curso, Monitor de Víctimas contabilizó tres masacres durante OLP realizadas por la PNB y sus cuerpos de élite. Las incursiones policiales dejaron 16 víctimas. Algunos, según sus parientes no estaban involucrados en hechos delictivos, mientras que otros fueron ejecutados, pese a que se rindieron.

 

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La masacre de Artigas 

Tres días después de la intervención policial de la Cota 905, la OLP llegó al Barrio Unión de Artigas, una zona que según los vecinos, carece de grupos delictivos poderosos. «Aquí no hay bandas con estructuras organizativas como las existentes en las zonas de paz y eso explica la razón de que esa comunidad permaneció exenta de operativos”.

Los relatan que no habían visto tantos policías como la tarde del 11 de mayo. Unos decían “era un Ejército de hombres como el que se ve en películas de guerra”. En paralelo a esa intervención, personas de la tercera edad se concentraron en la Plaza Brión de Chacaíto para ir a la Defensoría del Pueblo, en una protesta convocada por la MUD.

A esa convocatoria asistiría Tomás Capote, un habitante de Artigas, que tiene 66 años de edad y es pensionado del Seguro Social. Dijo que quiso salir a luchar por el futuro de su nieto de 17 años y a reclamar a viva voz por la falta de medicinas para tratar la diabetes que padece.

Su objetivo quedó en buena intención porque la policía no lo dejó bajar. El grupo de hombres con las caras cubiertas tomó temprano la zona. No había paso. Los que querían entrar al barrio, tuvieron que esperar que el procedimiento terminara pasadas las 11:00 pm o irse a casa de familiares y amigos en otras zonas.

Los funcionarios iban en búsqueda de una supuesta banda, denominada «Los Picoteros», una organización de la que jamás Capote había oído nombrar, pese a que lleva más de 30 años viviendo allí y sabe quién es quién en el barrio. Los hombres como de costumbre, entraron a las viviendas sin preguntar. Tumbaron puertas, sacaron a las mujeres. A algunas las encerraron en las habitaciones porque no soportaban el llanto y se llevaban detenidos a los que señalaban como sospechosos de haber cometido crímenes en la calle Libertad de la barriada.

La casa de Tomás no se salvó. Relató que su hija asustada al ver el movimiento de los agentes, que perseguían a cualquier joven de apariencia sospechosa, intentó cerrar la ventana de la habitación para resguardarse. Un funcionario le tocó el vidrio y le preguntó en un tono altanero: “¿Por qué la cierras?”. Ella temerosa le respondió: «para protegernos de la lluvia de plomo». El efectivo la interrogó: «¿quiénes están en tu casa?» y la muchacha le contestó: «Mi mamá, mi papá y un hermano». Le exigió que le abriera la puerta. Se limitó a hacer una inspección. Sin embargo, en la vivienda de al lado, los hombres de negro desordenaron las gavetas y apresaron a un joven.

El muchacho, según Tomás, no llegaba a 20 años y era estudiante universitario. No recuerda su apellido, sino su nombre: Daniel. A él le sembraron 150 gramos de cocaína y lo acusaron de formar parte de «Los Picoteros». A él junto a otros seis jóvenes más les tomaron fotos y videos y los pararon en fila. Luego los montaron en las patrullas para llevarlos a los calabozos de la PNB.

En esa arremetida los muertos tampoco faltaron. Según la data del Monitor de Víctimas los cuerpos de seguridad mataron a siete personas: Yorguin José Ibarra Mayobre, Wilber Josuéth Laurens Zambrano, Fabio Mecedes Moreno, Daniel José Yanes, Miguel Eduardo Morales y otros dos hombres, cuyas identidades no fueron reveladas por los cuerpos de seguridad ni por sus familiares.

Entre las víctimas destaca Miguel Morales. Esa tarde había salido de la casa de su abuela en la comunidad del 23 de Enero. Su tía, Yoselin Carvajal, narró que al llegar a Artigas, se topó con la movilización policial. No entendía qué sucedía. “Uno de los agentes persiguió a Miguel, le gritó que se para y él se metió en una vivienda para resguardarse. En esa casa había otros hombres. Decían que se gestaba una situación de rehenes”.

Miguel salió de la casa para que lo revisaran, pero lo mataron. «A los otros seis hombres los fueron ejecutando uno a uno, al salir de la casa. Les daban un tiro en el pecho y caían como barajas. La policía llegó a matar», relató la mujer.

Para Yoselin la muerte de su sobrino había sido sentenciada meses antes, cuando la PNB lo despertó a las 3:00 am, mientras dormía en la vivienda de su abuela en el 23 de Enero.

“Ahí lo sacaron a patadas y se lo llevaron detenido al comando de la PNB en La Quebradita. Estuvo tres días y después lo liberaron, pero las amenazas eran continuas. Lo extorsionaban. Le decían que debía pagarles una vacuna de 10 mil bolívares mensuales a cambio de no llevárselo, pero él no accedió. No tenía mucho dinero porque trabajaba a destajo en la reparación de techos de viviendas. Lo poco que reunía lo invertía en ayudar a su madre y a su abuela», reseñó la mujer.

Los familiares del resto de las víctimas de esa masacre prefirieron guardar silencio por miedo.

Plomo cercano a la concentración

Días después, el viernes 26 de mayo, hubo cuatro muertos a manos de las fuerzas de seguridad. Nuevamente la PNB protagonizó la masacre. Según versiones policiales, cuatro hombres en actitud sospechosa que viajaban en un vehículo Twingo, de color amarillo, accionaron sus armas contra los uniformados que iban en un vehículo rústico, cuando le dieron la voz de alto en Roca Tarpeya, parroquia San Agustín.

Paralelamente al intercambio de disparos, a pocos metros, en la avenida Victoria, los vecinos se preparaban para iniciar una movilización hasta el paseo Los Próceres.

De acuerdo con el registro del Monitor de Víctimas, los cuatros hombres fueron identificaron como: Eder Hidalgo Piñango, Luis Rodríguez, Johanderson Cabello y Raimer Tovar Pérez. Para justificar el asesinato, los relacionaron con la banda del Coqui.

Ferisbaldo Hidalgo, padre de Eder, contó que hace dos meses fue la última vez que conversó con él. Ellos vivían en la Cota 905, pero Eder se mudó al Cementerio, cerca del plantel Gran Colombia. No sabía si andaba en malos pasos, solo tenía conocimiento de que trabajaba en un taller mecánico en Bello Monte. «El día que nos vimos me llevó una bolsa de mercado y me dijo que estaba bien. Su visita duró 10 minutos, antes de irse me besó la mano».

Cuando ocurrió el tiroteo, una vecina le avisó que su hijo era uno de los fallecidos y horas más tarde un funcionario del Cicpc le dijo que su hijo tenía cinco solicitudes por varios delitos. Para comprobar ese señalamiento, acudió a la Fiscalía. Allí le dijeron que no tenía antecedentes. Ferisbaldo solo conoce por referencias al Coqui. Confiesa que su hijo nunca lo nombró, ni lo llevó a la casa.

@nmatamoros

 

 

Un tiempo que no tenemos, un costo que no debemos seguir pagando, por Roberto Patiño

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El régimen de Nicolás Maduro continúa la aplicación de políticas y estrategias que tienen como fin perpetuarlo en el poder, a contracorriente de la enorme crisis que sacude al país y de las distintas emergencias (alimentarias, de salud, de inseguridad, por nombrar las más graves) que afectan diariamente a los venezolanos.

Hechos tan diversos como la implementación de las OLP, la detención de un  médico en Magallanes de Catia por recibir medicamentos donados o el incumplimiento de los acuerdos en la Mesa de Diálogo,  son ejemplos de las intenciones dictatoriales y de perpetuación en el poder del gobierno liderado por Nicolás Maduro. Intenciones que ya no son ocultas y cuyas consecuencias perjudican, de manera cada vez más grave y profunda, a todos los venezolanos.

Está claro que más allá de la instauración de un Estado Malandro que continúe manteniendo cuotas de poder y aportando enormes beneficios económicos a un grupo particular consolidado entorno al gobierno, las acciones emprendidas por el régimen solo buscan ganar tiempo y reprimir a los distintos sectores de la población.

La estrategia madurista hasta el momento  opera en dos niveles: por un lado genera políticas y acciones con resultados que agravan y dificultan aún más los problemas que pretendidamente buscan solucionar. Por otra parte se utiliza el aparato del Estado para bloquear o sabotear cualquier respuesta  externa de alivio o salida a la crisis.

Las OLP son un ejemplo de lo primero. Han recrudecido la ya crítica situación de inseguridad y criminalidad en el país, sumando terribles violaciones a los derechos humanos cometidas por efectivos vinculados a ellas. Las masacres de Barlovento y Cariaco han sido la última expresión, funesta,  de esto. Lo mismo puede decirse  de los CLAPS, con su distribución parcializada e ineficiente de alimentos. De los  “Dakazos”, verdaderos ejemplos de saqueos  institucionalizados en nombre de una supuesta “guerra” a la especulación. O de las terribles políticas cambiarias y de controles estatales, que han propiciado un mercado negro de divisas y alimentos, la devaluación de la moneda  y una inminente hiperinflación.

Por otra parte, el bloqueo a mecanismos institucionales como el RR, o hechos tan ruines como la detención, por parte de agentes del  SEBIN, de un médico en los Magallanes de Catia por haber recibido donaciones de medicamentos, son muestras de una línea de acción de bloqueo y  sabotaje a la búsqueda de soluciones o salidas a la crisis. Esto alcanzó su máxima expresión la semana pasada con los incumplimientos de acuerdos logrados en la  Mesa de Diálogo.

Este hecho y los recurrentes ataques de voceros del gobierno contra miembros de la MUD, han sido reconocidos por los mediadores, sobre todo El Vaticano. La respuesta del gobierno ha sido la usual: desacreditar agresivamente a quienes lo critican por medio de diferentes voceros y mantener un discurso esquizofrénico, en el que se posicionan como víctimas de una conspiración y principales promotores de aquello que enérgicamente están perjudicando.

Los intentos del Vaticano de reconducir la crisis por canales democráticos se han encontrado, al igual que nos ha venido sucediendo a los venezolanos, con un gobierno que lo único que busca es ganar tiempo en detrimento de la emergencia y necesidades del país.

En estos días decembrinos nos hemos encontrado con distintos líderes y miembros de las comunidades en el municipio Libertador, para mantener la continuidad de iniciativas que sigan construyendo convivencia sobre las bases del reconocimiento, el respeto y la solidaridad.  Son unas duras navidades frente a un próximo año complejo y difícil. Todos con quienes nos hemos reunido viven conscientes de esta implacable realidad y de lo que ello implica.

El trabajo de establecer redes de apoyo e involucrarnos en conjunto no se da a partir de prebendas u oportunismos. Surge de la convicción de que no podremos sobreponernos frente a lo que viene sin apoyarnos mutuamente y asumiendo el compromiso de participar de manera activa en la organización e implementación de soluciones.  En nuestros encuentros las personas nos honran con su confianza y nos permiten compartir con sus amigos y familiares, en sus hogares. No se trata de intercambiar solo opiniones y llegar a acuerdos, sino también de reconocer vivencias y compartir puntos de vista.  

Ajeno a estas vivencias y negando estas realidades, Nicolás Maduro aparece en la televisión bailando en una comparsa. Busca ganar un tiempo que nosotros hace rato no tenemos y cuyo costo no debemos seguir pagando.

 

@RobertoPatino

 

El Amparo, Ayotzinapa y Tumeremo: sangre e hipocresía por Alejandro Armas

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“Tumeremo” es una palabra que quizás no expresaba nada para los caraqueños hasta hace dos semanas, excepto para los habitantes de la urbanización El Cafetal, donde una calle lleva ese nombre. Es una verdadera pena que de la noche a la mañana, hace dos semanas, el término se haya integrado al habla coloquial capitalina, y a la de toda Venezuela, con semejante carga negativa. Hay tantas, tantas cosas malas sobre Tumeremo que nos estremece hasta el fondo del alma a nosotros, los habitantes de la ciudad más sórdida del mundo.

Capital del municipio Sifontes, estado Bolívar, es una localidad de 50.000 personas, y un porcentaje alarmante de ellas vive de una actividad ilegal: la extracción irregular de minerales, sobre todo oro, en las minas cercanas. Este oficio daña el ambiente y perjudica la salud de quienes se dedican a él, debido al uso de mercurio para separar de impurezas el metal precioso.

¿Se les puede considerar por eso maleantes de la peor calaña? Antes de emitir un juicio al respecto cabe considerar que en Tumeremo hay pocas formas de ganarse la vida que permitan ingresos superiores al salario mínimo, a la vez que prácticamente todo es más caro que en Caracas. Pero apenas un gramo de oro se cotiza en Bs 30 mil, y en un buen día los mineros pueden obtener hasta cinco gramos.

Los que sí aparecen fácilmente retratados en el anuario del malandraje criollo son los que están al mando de estas operaciones. La falta de autoridades del Estado ha permitido que la extracción aurífera ilegal no solo se desarrolle, sino que además lo haga bajo el control de verdaderas mafias armadas que imponen su voluntad con un régimen de violencia y terror. No se limitan de dominar el comercio del metal y someter a los mineros a condiciones laborales de esclavo cuando les viene en gana. Tras copiar las prácticas de los “sindicatos” de Ciudad Guayana, su abanico de operaciones incluye extorsión, homicidios y, probablemente, la explotación de las mujeres que se prostituyen en las minas.

Todas estas desgracias salen a la luz por una todavía mayor: la masacre de un grupo de mineros como resultado del pleito entre dos de las bandas criminales. Hasta ahora el Ministerio Público ha hallado 17 cadáveres, pero persisten las denuncias de que los asesinados fueron 21, o hasta 28. La fiscal general no se explica que todavía haya personas que aseguren tener familiares entre las víctimas, sin formalizar el reclamo ante su despacho, a pesar de que el mismo mantiene un récord de más de 90% de homicidios impunes. La impotencia se combina con el terror, el pánico a recibir represalias por parte de los maleantes… o los cuerpos de seguridad. Algunos señalan a agentes del Cicpc de estar involucrados en la hecatombe. La desconfianza hacia este organismo es tal que los pobladores han exigido su retiro de la zona.

Al momento de encontrarse los primeros restos, si las expresiones de repudio al gobernador de Bolívar hubieran sido lluvia, la represa de Guri se habría rellenado en unos instantes y hundido el riesgo de colapso eléctrico. Esto se debe a que la primera reacción del mandatario regional, Francisco Rangel Gómez, al conocerse la tragedia más de una semana antes, fue negar de plano que hubiera habido cualquier masacre. En vez de jugar posición adelantada, pudo haber hecho un llamado a la calma y pedir a las autoridades nacionales de inmediato su colaboración en el esclarecimiento del suceso. Pero, no. Como la denuncia se canalizó primero por boca de un diputado a la Asamblea Nacional opositor, Rangel Gómez de inmediato la desestimó como “politiquería para generar zozobra”.

En los medios del Estado se hizo eco de inmediato a la versión del gobernador, y hablaron de una “masacre virtual”. Una cobertura curiosa, sobre todo si se la compara con la que hicieron de la desaparición de los 43 normalistas en la localidad mexicana de Ayotzinapa. En esa ocasión se hizo una furibunda crítica por el fracaso de las autoridades locales en garantizar los Derechos Humanos de sus ciudadanos. Cabe recordar que por este caso, el gobernador del estado de Guerrero, donde ocurrió el horror, renunció al cabo de un mes. ¿Pudiera esperarse lo mismo de Rangel Gómez?

Sus correligionarios en el hemiciclo no ayudaron a enmendar las cosas. Cuando la MUD llevó al asunto al debate parlamentario, los diputados rojos se mostraron sobre todo irritados por lo que, a su juicio, fueron los intentos de la otra bancada por usar la desaparición de unas personas como campaña para acabar con los planes del Gobierno de explotar junto con empresas extranjeras las riquezas del llamado “arco minero”. Al parecer al oficialismo, que se proclama defensor a ultranza de los humildes y patriota frente a intereses foráneos, en realidad le importa más cómo piensen de él unas trasnacionales que el destino de unos empobrecidos trabajadores venezolanos.

Como el problema persistió, se hizo un cambio de estrategia. La periodista Laura Helena Castillo, de quien tengo el gusto de haber sido alumno, observó que si el Gobierno reconoció las muertes, es porque ya había decidido a quién culpar, de manera que su imagen se viera afectada lo menos posible. En vez de admitir el dominio hamponil en la zona, Maduro y el ministro González López apuntan a “paramilitares” colombianos que operan con fines políticos.

Tal vez sea cierto que el cabecilla de la banda responsable de la masacre es un ecuatoriano que en su juventud ingresó a las filas de irregulares de derecha en Colombia. Pero sus actividades en Venezuela sugieren un interés único en el lucro con oro, en vez de conspirar contra Maduro. Y si fuera cierto que comanda un grupo armado neogranadino con fines políticos, pues peor aún. Porque no estamos hablando de Guasdualito, ni de Machiques. Hablamos de la parte más oriental del estado Bolívar y del país, casi llegando al Esequibo. ¿Cómo permitió la FANB que estos “paracos” penetraran territorio venezolano hasta llegar al área más alejada de la frontera con la hermana República?

El pretexto oficial, si quita responsabilidades de acción, establece otras de omisión. Hay que insistir en el hecho de que van al menos 17 muertos. Obviando al “Carazazo”, ya es la segunda masacre más sanguinaria de nuestra historia contemporánea, y si se confirman al menos siete cadáveres más, superará a Cantaura (1982).

Sobrepasó por tres caídos la matanza de El Amparo, ocurrida en 1988 en el Alto Apure. Si su memoria está un poco cansada o perezosa hoy, le recuerdo que en aquella ocasión, un componente militar y policial, el infame Componente Específico José Antonio Páez (Cejap), asesinó a 14 pescadores. Los perpetradores quisieron hacer ver que atacaron a un grupo de guerrilleros colombianos, mentira grosera. Bien haya sido un error garrafal o algo mucho más siniestro (se ha hablado de la simulación de un combate para justificar la adquisición sobrefacturada de armas por los propios militares), el hecho llevó a una condena al Estado venezolano por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los gobiernos de Caldera y Chávez tuvieron que pagar indemnizaciones a los sobrevivientes y familiares de las víctimas.

No obstante, la acción redentora de ahí no pasó, porque los responsables han permanecido en libertad. Una vez en el poder, el chavismo se comprometió a terminar de hacer justicia con una “Comisión de la Verdad” que investigue las violaciones de Derechos Humanos entre 1959 y 1999. Hasta ahora eso se ha quedado sobre todo en propaganda, y llama la atención la selectividad con la que las autoridades han procedido a señalar culpables. En el caso de El Amparo, las acusaciones contra el entonces jefe de operaciones de la Disip, Henry López Sisco, han estado a la orden del día. No ha sido igual con otro supuesto  involucrado, Ramón Rodríguez Chacín, hoy gobernador de Guárico. Y ojo, no se trata de defender a uno y acusar al otro, sino de llamar la atención sobre el peculiar criterio con el que se ha manejado el caso.

De todas formas, el chavismo se ha presentado siempre como la garantía de que masacres como aquella no se repetirán jamás. Pero siguen ocurriendo, y el empeño por no reconocer la negligencia del Estado es insólito. Pocas horas después de que se anunciara el descubrimiento de los cadáveres, Maduro se encadenó. Si uno no lo conociera, esperaría un breve y solemne mensaje de condolencia a los familiares de las víctimas y compromiso por aprehender a los culpables. En vez de eso, el mandatario rio y bailó al ritmo de una jota oriental, nos dibujó un fantasioso presente de felicidad y abundancia (que, según él, solo los locos o los apátridas no divisan) y aseguró que Obama estaba “derrotado y fuera de Latinoamérica” (a pocos días de la histórica visita del estadounidense a Cuba, mientras Nicaragua redobla su compra de petróleo gringo ante una alicaída exportación venezolana). Como si no acabara de confirmarse una horripilante matazón que enlutó a todo el país. No, esas cosas no pueden afear la imagen de la patria en “revolución”.

Tumeremo da tantas razones para protestar, para exigir rectificación, para corregir errores. Los vecinos de esa calle en El Cafetal, terruño de la estereotípica doña opositora, podrían elevar el mismo grito que los del pueblito que le da nombre a su pavimento. Justificación no falta ante esta historia manchada de sangre e hipocresía.

@AAAD25

 

5 masacres que mancharon el rostro democrático de Venezuela

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Desde 1982 hasta la presente fecha, en Venezuela se han registrado cinco masacres en distintas zonas del territorio nacional y con un saldo de víctimas diferente en cada escenario. Estos hechos ocurrieron durante los gobiernos de distintos presidentes, unos copeyanos. otros adecos y otros chavistas. Pareciera que ninguna gestión democrática, de la ideología política que sea –izquierda o derecha– ha estado libre de estas violaciones de Derechos Humanos.

La primera de estas ocurrió en la ciudad de Cantaura, en el estado Anzoátegui, el 4 de octubre de 1982, época en la cual gobernaba Luis Herrera Campins. En esta ocasión hubo 23 víctimas pertenecientes al grupo del Frente Guerrillero «Américo Silva» del partido Bandera Roja. En esta masacre participaron seis organizaciones del Estado: Ejército Nacional de Venezuela, Fuerza Aérea, Guardia Nacional, Cuerpo Técnico de Policía Judicial (CTPJ), Dirección de Inteligencia Militar (DIM) y Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP).

 

 

 

En el estado Apure, específicamente en El Amparo, 14 pescadores fueron asesinados el 29 de octubre de 1988, cuando Jaime Lusinchi era el presidente de la República. Militares del Comando Específico «José Antonio Páez» (CEJAP), el General Humberto Camejo Arias, el Coronel Enrique Vivas Quintero –ambos pertenecientes al CEJAP– y el Jefe Nacional de Operaciones de la DISIP, Henry López Sisco, fueron los cuerpos policiales que participaron en esta masacre. Ramón Rodríguez Chacín, uno de los hombres de confianza del expresidente Hugo Chávez, también participó en esta masacre. Fue ministro de Interior y Justicia y, en la actualidad, es el gobernador del estado Guárico.

 

 

El 22 de septiembre de 2009, durante el gobierno de Hugo Chávez, efectivos de la Policía Metropolitana (PM) cometieron una masacre que acabó con la vida de 10 personas que, presuntamente, pertenecían a una banda delictiva que operaba en distintas zonas de la parroquia El Valle. El hecho ocurrió en el Barrio «El 70».

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En Yumare, ubicado en el estado Yaracuy, funcionarios de la DISIP, bajo el mando del ya mencionado Henry López Sisco, asesinaron a nueve dirigentes sociales tras confundirlos con un grupo guerrillero. La masacre ocurrió el 8 de mayo de 1986, también bajo el mandato de Lusinchi.

 

 

 

Otra masacre que se registró bajo el mandato del expresidente Chávez fue la que ocurrió en el Municipio Raúl Leoni del estado Bolívar. Un grupo de 10 militares del Teatro de Operaciones número 5 (TO5) asesinó a seis mineros en el sector de La Paragua, en lo que se conoce hoy como «La masacre de La Paragua». El hecho ocurrió el 26 de septiembre de 2006 y estos 10 funcionarios fueron condenados más de un año después, el 18 de diciembre de 2007, según reseñó El Universal.

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El viernes 4 de marzo de 2016, 20 años después de los sucesos de Yumare,  habría ocurrido la que podría ser la mayor masacre de la historia democrática de Venezuela. En Tumeremo, estado Bolívar, habrían sido asesinados 28 mineros en una presunta acción conjunta de funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado y bandas delictivas.