@diegoarroyogil
ELISA LERNER HABLA DE SÍ MISMA en tercera persona. Oculta el “yo” y se menciona simplemente como “servidora”, lo que a ojos de gente que la admira resulta un gesto, si no de modestia, que indica cómo Elisa se percibe o cómo quiere ser percibida: como una mujer, como una escritora puesta a la orden del país y de su oficio. Nació en Valencia, Carabobo, en 1932, de padres que habían llegado a Venezuela huyendo de la persecución a los judíos por los lados de la Bucovina y de la Besarabia, tierras que suenan al oído como los confines del mundo. Ha destacado como cronista y como dramaturga, además de como novelista. En 1999 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura y este año celebra tres cosas: en febrero fue homenajeada en la Feria Internacional del Libro del Caribe, en Margarita; en marzo la editorial Madera Fina publicó sus Crónicas reunidas, y a finales de abril será la escritora protagonista del Festival de la Lectura Chacao 2016. “Es mucho –dice–. Tanto que todavía no sé cómo sobreviviré a todo esto. Últimamente he estado obligada a usar un bastoncito a causa de los vértigos, yo que no soy ni tan bajita como una enana de Velázquez ni tan alta como la Torre Eiffel”. (Ha sido siempre de frases inesperadas y deslumbrantes, pues confiesa ser “devota de la joya verbal”).
—No, desde luego, no es usted una enana de Velázquez ni la Torre Eiffel, pero tampoco una desconocida. ¿Qué es ser una escritora para Elisa Lerner?
—Emprender la aventura solitaria de enhebrar frases y trazar personajes para, a nuestra manera, salvarles de la muerte.
—¿Y qué significa salvar de la muerte frases y personajes?
—Te mencionaré a dos escritoras: una se imagina que Teresa de la Parra vive vicariamente a través de la heroína caraqueña María Eugenia Alonso, de su novela Ifigenia, y que Virginia Wolf persiste en Clarissa Dalloway, de Mrs. Dalloway. En suma, que la metáfora de la escritura de algún modo repara en mayor o menor grado lo inexorable de nuestra condición mortal.
—¿Y qué es ser una escritora “venezolana”? A lo largo de los años ha insistido en el abandono que parece inherente al hecho de ser una narradora o poeta o ensayista en nuestro país.
—Una escritora venezolana vale lo mismo que un escritor venezolano. En ciertos días de buen humor social: un adorno, una curiosa orquídea. Se luce entre los amigos, pero pocos se afanan por leer.
—Pero usted no es solo una orquídea. Para muestra un botón, floral y literario: la editorial Madera Fina acaba de publicar sus Crónicas reunidas, lo cual es una prueba de afecto hacia su trabajo.
—Cosa que me pasma, puede que sea verdad. Te revelaré un secreto: el día de la presentación, la mayoría de los que compraron las Crónicas reunidas y tres que adquirieron ejemplares de mi novela De muerte lenta era gente jovencísima, no creo de grandes recursos económicos. Eso viene del país que tiene la experiencia valiosa que dejaron la editorial Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho de los buenos tiempos, de los grandes maestros que han tenido nuestras escuelas de Letras y Comunicación Social, de libreros magníficos pese a la difícil situación. Y así escritores nuestros han sido publicados en España por editoriales prestigiosas como Pre-Textos, y algunos como el poeta Rafael Cadenas obtenido premios internacionales. Pero como lo de las Crónicas reunidas fue un book party en toda regla, más de una señora distinguida me dijo que venía a saludar. Aunque, con esto último, servidora quede como la orquídea de un jardín por demás rural.
—¿Cómo no creer en la capacidad del país para seguir adelante si los fundadores de Madera Fina son precisamente dos jóvenes: Rodrigo Blanco Calderón y Luis Yslas? Y no lo digo por idealizar a la juventud sino por el ánimo que demuestra.
—La edición de mis Crónicas estuvo a cargo de ellos. Y no se dio de un día para otro. Prepararla tomó su tiempo. Además no sé por qué no estaba muy a favor de publicarlas. Hubo antes cinco intentos por parte de gente muy calificada y querida por mí. Hasta que la voz de Rodrigo al teléfono me convenció de que debían ser él y Luis. Eso me permitió mantener una relación preciosa con ellos y con Patricia Heredia, una muchacha muy especial que incluso me acompañó para la feria de Margarita y digitalizó los textos con mucha competencia. Ya me había dado cuenta por los otros libros que habían editado de la calidad de su trabajo en momento tan desértico. Luego Rodrigo escribió un enjundioso prólogo. Todavía me asombra que gente tan autorizada se haya interesado por esos textos. Solo lo pude agradecer escribiendo la última crónica del libro, “La calle de la infancia”. Cuando Rodrigo tuvo que marcharse para Francia y comenzó el proceso de la edición y lanzamiento del libro, se afianzó la relación con Luis. Tanto él como Rodrigo han demostrado un gran coraje. Para servidora son jóvenes héroes culturales. No lo creerás, hasta la encantadora esposa de Luis, Melanie, y una amiga de ella estuvieron entre los sponsors del libro. ¿Cabe mayor entrega? Al momento de Rodrigo irse me fue presentado Carlos Sandoval, una persona muy gentil, el nuevo coordinador editorial de Madera Fina. En realidad mi amistad con los jóvenes viene de tiempo atrás. Me une un gran afecto y admiración a Leonardo Rodríguez, por ejemplo, venezolano graduado en Letras, poeta y escritor, ahora librero en São Paulo. No deja de enviarme cosas buenísimas para que las lea. Muy jovencito (estaba por graduarse) escribió un artículo brillante sobre mi breve libro En el entretanto y hace pocos días movió cielo y tierra, incluso a su madre desde Cumaná, para que me llegasen unas gotas oftalmológicas que me hacen falta.
—Porque le está costando mucho encontrar medicinas, ¿verdad?
—Creo que es una indiscreción mencionar la falta de medicinas. Me parece lo más razonable que las despensas de nuestras farmacias muestren tal vacío, desnudez y desamparo. Este país siempre fue una generosa puerta abierta, una región para los abrazos mestizos y la bienvenida para los que venían de lejos. Un país hecho pues, también, con gente hija de los barcos. El venezolano fue siempre amplio: la mirada propia y la ajena coincidieron en muchas trincheras. Estábamos solo acostumbrados a la violencia rápida de los sujetos de botiquín. De pronto un hombre joven dotado de cierta simpatía socarrona, criado en un hondón nobilísimo de nuestra tierra, después de 14 años de un discurso fogoso, increíblemente intolerante venido de un hombre venezolano al que le faltaba mucho para llegar a la vejez, me atrevería a decir, se oscureció a sí mismo y oscureció al país. Jóvenes profesionales formados en las mejores universidades prácticamente espantados salieron huyendo. El discurso del joven de simpatía socarrona que nunca callaba hipnotizaba y a la vez aterraba a muchos. A causa de este discurso que parecía no tener fin pelearon familias, hermanos, amigos. Casi nadie hacía nada. Todos estuvimos como amarrados por cabuyas a la dogmática fantasía de sus palabras. Y terminamos por enfermar. Ningún sueño, por benéfico que luzca, debe imponerse porque sí en el corazón de los demás. Nuestras desérticas farmacias poco pueden hacer cuando la dolencia, también, es del alma, y el país, por momentos, cada vez más recuerda al pueblo de Ortiz, de la novela Casas muertas, de Miguel Otero Silva, un pueblo abandonado a su suerte.
—Lo que dice produce escalofríos (todos sabemos que se refiere a Chávez, y se comprende que se rehúse a mencionarlo), pero al mismo tiempo da la impresión de que quiere despertar eso que algunas veces usted misma ha llamado “un corazón civil”. ¿Cree que, junto con la barbarie, haya en nosotros una civilidad, aunque sea como una aspiración o un sueño?
—Caramba, no recordaba lo de “un corazón civil”. De una manera asilvestrada, espontánea, siempre funcionó en Venezuela ese “corazón civil”. El trato entre gente de diverso origen y clase era coloquial. Además, nunca hemos tenido una burguesía monda y lironda como en los países virreinales de América Latina. Solo hemos tenido “ricos” y entre ellos pocas familias con tradición cultural. Por otra parte, desde el siglo XIX el venezolano se acostumbró a los apellidos extranjeros. No había problema: de inmediato se hacían propios. Y siempre hubo una gran democracia racial. De manera que alguna vez le escuché decir a Salvador Garmendia que los venezolanos no sabían nunca cómo sería el hijo que les nacería, en razón de esa varia combinación de sangres. Ese “corazón civil”, en los años cuarenta, en los cincuenta, estuvo formado mayormente por familias de mucho decoro pero pobres (“pobres pero honradas”), que vivían con muchas privaciones pero que querían que sus hijos fueran “gente de provecho”, que estudiaran carreras universitarias. Ahí está la sustancia, la riqueza de nuestro “corazón civil”. El poeta Andrés Eloy Blanco dejaba su impronta y prestigio en el pueblo a través de las transmisiones radiadas de la Constituyente de 1947. En pleno “corazón” del siglo XX, los liceos públicos, los periódicos, el cine incentivaron la civilidad. También ayudó, creo, que los venezolanos, muchos, se aficionaran al béisbol y les encantara bailar al son de la Billo’s. Leer El Nacional también se convirtió en una alta civilidad.
—¿Se ha dado cuenta de que, por estos días, los montes de Caracas se están quemando?
—No te engañes: se queman por nosotros, como Juana de Arco.
—El día que tumbaron a Rómulo Gallegos, en 1948, el país no ardió. La gente se quedó en su casa.
—¿Es eso cierto del todo? No tardarían en llegar, tras la caída de Gallegos, los disturbios en los dos grandes liceos democráticos, el Fermín Toro y el Andrés Bello, y también en la Universidad Central. Todo eso fue preparando el ambiente para la huelga de 1951-52. ¿Y qué fueron, además, Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevali y todos los otros hombres y mujeres que sufrieron muerte, tortura, prisión, exilio y persecución sino gente a la que no le fue indiferente la caída de Gallegos? ¿Por qué Pérez Jiménez terminaría trasladando la Escuela de Derecho y la Facultad de Humanidades a una para entonces remota Ciudad Universitaria en construcción? Para acallar voces de protesta, manifestaciones en el centro de Caracas. El aroma de una flor extraña, el aroma solitario de la ética, quedó para siempre flotando en el coraje de Rómulo Gallegos y aparece, iluminador, cuando menos se lo espera. No te dejes arrullar por el cuento de que Gallegos era “el idiota” de nuestra historia. Es forma de encontrar cobijo para los oportunismos y las vivezas de tantos.
—Conservo algunas dudas y no porque crea, que no lo creo, que Gallegos haya sido un idiota. Quiero decir que a veces los civiles no responden, no respondemos.
—Quizá luzco un tantín dogmática con el tema. Pero escondemos esta historia, la miramos como un propio fracaso porque ese episodio dolorisísimo de la caída de Gallegos parece decir de nuestra imposibilidad civil. De nuestra “culpa” civil. Lo único fiable en el fondo, aunque no se confiesa, es un país militar. Además, aunque gran novelista, Gallegos es solo “un maestro de escuela”. No es que no hubo protesta civil por su caída, es que la oligarquía no se conduele de Gallegos. Pero sí, en cambio, de la tremenda debilidad histórica de Carlos Delgado Chalbaud porque es rubiales y educado en Francia, para más inri militar. Claro, con ese defecto de estar casado con una judía rumana que consideran algo excéntrica, ella no se atreve nunca a firmar como primera dama “Lucía Levine de Delgado”, sino “Lucía de Delgado Chalbaud”, cuando más “Lucía L. de Delgado Chalbaud”. Aunque, para fuste de cierta gente ilustre de nuestra oligarquía (o emparentada con ella), Elisa Elvira Zuloaga es directora de Cultura en el Ministerio de Educación octubrista, por esa misma época el poeta Jacinto Fombona, casado con Julieta Zuloaga, ministro consejero en nuestra embajada de Washington, Juan Liscano organiza el Festival del Folklore, dicen que prodigioso, durante la semana de ascenso de Gallegos. Nuestra “culpa civil” de los años cuarenta, afrenta que se encargarán de que paguemos, la cobran incluso civiles en mora. Para zanjar este asunto, que ya luce demasiado complejo para hablarlo de este modo, te diré que hay una oscura herencia venezolana que a los jóvenes les toca desterrar de su corazón y de la historia.
—¿De qué manera?
—Tú eres un muchacho todavía. Pero, a medida que pase el tiempo, habrá para ti y para los de tu edad el descubrimiento y el consuelo de que en horas de soledad son nuestros muertos los grandes interlocutores.
—Para seguir conversando con ellos continúa usted escribiendo…
—Tal vez. La memoria es la inacabable despensa del escritor. Sin ella, no hay futuro. Sin memoria no se mantiene lo suficientemente viva y entera la almendra frágil de los días.