Literatura venezolana archivos - Runrun

Literatura venezolana

Sebastián de la Nuez Nov 09, 2018 | Actualizado hace 5 años
La diáspora hace literatura

Los libros que se están editando desde la diáspora, con epicentro en España, llevan un sello común: todos los esfuerzos, todo el talento, va por dejar constancia de la tragedia y abrir mayor campo a la sensibilidad y a la reflexión. Es una demostración de compromiso y, sobre todo, un camino abierto a lo fecundo. Ojalá en el futuro inmediato haya mayor repercusión de lo que se está haciendo en las letras criollas, pues eso ayudará a combatir los equívocos y posverdades que se siguen derramando de la mano de personajes como Ramonet, Rodríguez Zapatero o Errejón

 

@sdelanuez

www.hableconmigo.com

 

Boris Izaguirre declaraba a la revista española Icon que en su última novela, Tiempo de tormentas (Editorial Planeta), decidió retratar, a través de sus propios padres, a la generación de intelectuales «que el chavismo hizo lo imposible por ningunear». Otra vez presente, este año, en la Feria del Libro de Madrid, Izaguirre firmaba ejemplares en una caseta el domingo 4 de junio por la tarde, literalmente asediado por centenares de fans. Por contraste, el notable escritor Fernando Aramburu, autor de Patria, Premio Nacional de la Crítica y con 21 ediciones consecutivas, no tenía ni la cuarta parte de demandantes de su firma.

Como no te llames Boris Izaguirre ni aparezcas en televisión, los escritores venezolanos lo tienen difícil en España. Es un mercado veleidoso e inaprehensible donde se juega duro. Los sellos editoriales se las entienden con los medios y con las propias librerías, se pagan y se dan el vuelto entre ellos; incluso se aprietan las tuercas entre sí. Hay tarifas por la colocación de un libro en una vitrina o en un mesón de una editorial. Luego vas a La Central, de Callao, y preguntas por Los nombres, de Fedosy Santaella, que ganó un premio hace un par de años, y los empleados no tienen ni idea. Deben buscar en el ordenador.

El poeta Rafael Cadenas ganó el más importante premio de poesía iberoamericano pero el diario El País ni siquiera se dignó sacarle una nota cuando lo recibió, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, de manos de la reina Sofía. El periódico del grupo Prisa debe estar imbuido de la misma fiebre antimonárquica que aqueja a partidos como Podemos.

En este contexto, Editorial Kalathos, la misma gente que fundó en Caracas la librería homónima (y que sigue funcionando, pese a todo), hace un tremendo esfuerzo por consolidar un catálogo de autores venezolanos que escriben desde el exilio, aunque también publican a quienes permanecen en Venezuela o, como en el caso de David Alizo, a quienes murieron en Venezuela.

Sean de Kalathos o no, debe anotarse la vena temática que recorre a la mayoría de los textos que circulan fuera del país hoy en día: la tragedia marcada por el chavomadurismo. Cuento, poesía, ensayo, diario, crónica o novela o bien sostienen sus historias sobre las ruinas materiales y morales del país como trasfondo o bien retratan en primer plano la orfandad de valores en la sociedad, la crueldad del régimen sin ambages. O si no, la nostalgia por lo que ya no está o no será. Ben Amí Fihman se hace el duro y niega su morrilla al hablar de El espejo siamés (Editorial Oscar Todtmann) pero sus referencias al hotel Potomac, a la urbanización La Castellana o al restaurant Jaime Vivas tienen ese regusto agridulce. Incluso hacia el viejo programa de televisión de Sofía Ímber y Carlos Rangel parece albergar tan prosaico sentimiento. Escribió desde París.

La nostalgia crítica traspasa la novela póstuma de David Alizo, quien poco antes de fallecer en 2008 se había anotado un gran éxito con Nunca más Lili Marleen. Esta otra, Mi querida muerte, que acaba de sacar a la luz Kalathos Ediciones, superpone varias tramas en tiempos de chavismo. Como dice la filóloga Laura Cracco, encargada de su presentación en Madrid, la novela del exmiembro de la República del Este expresa nostalgia por una fantasía, «una Venezuela cuya escenografía fue arrasada (…); uno de los leitmotivs de la novela es el contraste entre aquella Venezuela opulenta, frívola en su riqueza al punto de financiar una revolución, y la ruina posterior que fue la única conquista de tal revolución». Citó, a su vez, a uno de los personajes de la novela cuando dice: «Hoy estamos viviendo la continuación del bichaje militarista del siglo XIX, que piensa que nuestra historia comienza en 1810 y termina en 1830».

Este libro solo se puede conseguir, por ahora, en la librería de Los Galpones, en Los Chorros.

La misma Laura Cracco presentó hace unos meses África íntima (Kalathos Ediciones, 2017), un interesante híbrido entre diario y novela cuyo marco ominoso es, cómo no, la revulsiva revolución chavista. Lo más curioso: entre las páginas late el corazón de El Cardenalito, parque de Barquisimeto que recorre o solía recorrer la autora con su hijo Sebastián. Es el lugar al cual volvería ella, seguro. Un útero confortable, sosegado, evidentemente idílico o idealizado desde lejos.

Por otro lado, el iconoclasta Rodrigo Blanco Calderón ensaya toda una metáfora del pueblo sacrificado en Los terneros (Páginas de Espuma, 2018) a partir de la foto del joven desnudado y humillado por los colectivos en la Universidad Central durante los sucesos de 2014; es precisamente en ese cuento que le da título al libro donde se halla la frase más terrible en torno a la política de amedrentamiento y represión tutelada por Cuba:  «Lo peor que le pudieron hacer esos malditos malandros a ese muchacho de la universidad fue no matarlo».

Como una excepción, el suplemento Babelia de El País reseñó brevemente la última entrega de la autora Ana Teresa Torres, quien no forma parte de la diáspora pero su editor, Ulises Milla, sí. Babelia habla de Diario de la decadencia (Alfa, 2018), el crudo recuento de los sucesos que van desde 1998 hasta el 31 de diciembre de 2017 según el seguimiento de esta mujer dueña de una escritura rigurosa, sin concesiones.

Hay muchos otros autores, dentro y fuera de Venezuela, a quienes estos vientos de desgracia inabarcable dan fuelle, aliciente y energías. El horror produce estos fenómenos.

Otras notas del autor también pueden ser seguidas en su blog www.hableconmigo.com

Sebastián de la Nuez Oct 24, 2018 | Actualizado hace 5 años
Un premio para Rafael Cadenas

 

El autor venezolano de mayor inquietud universal acaba de recibir el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en la Universidad de Salamanca, que está cumpliendo nada menos que 800 años. En las redes circulan vídeos de la nutrida ovación que recibió quien es, hoy en día y paradójicamente, el exponente más preciso de un país avanzando hacia su juventud, esa etapa vital donde todos los sueños son posibles. En libertad, por supuesto

 

@sdelanuez

 

A ESTAS ALTURAS YA UNO PUEDE DESLASTRARSE DE CIERTAS CORTAPISAS DEL PERIODISMO DURO Y PURO y manifestar, en primera persona, el tamaño de una estima. Escribir, sin tapujos, que Rafael Cadenas es un hombre entrañable hecho de amables cicatrices, fácil de querer, vulnerable hasta el extremo aun en su fortaleza física, que todavía la conserva a sus 88. Puede uno atestiguar, porque le apetece hacerlo en esta hora festiva, en España o en Venezuela o donde sea, la cercana calidez que emana del primer ganador nacido en Venezuela del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2018. El más importante que se otorga en la misma tierra que vio nacer a Miguel Hernández, Antonio Machado y Federico García Lorca.

Dicho esto, puedo entonces añadir que al acercarme a él justo antes de comenzar la rueda de Prensa que se celebró este lunes a mediodía en el Palacio Real de Madrid, ante el grupo de periodistas y personalidades que le acompañaban, bajo los relámpagos de las cámaras y presa de su aplomado azoramiento, exclamó “¡No sabía que venías!”, y a continuación: “Ahora me ayudas con esto”.

“Esto” era la rueda de Prensa propiamente dicha. Estaba tan amilanado ante la avalancha de solemnidades y atenciones que pensó en mí como soporte, como una rama de la cual asirse para capear tamaño vendaval. En fin, ideas tan peregrinas le habrán asaltado, quizás, antes en su vida. Me senté en primera fila y le hice la primera pregunta, luego de que hablaran, breves, los tres caballeros que le acompañaban: el presidente del Patrimonio Nacional, Alfredo Pérez de Armiñán; el rector de la Universidad de Salamanca, Ricardo Rivero, y el antólogo de la obra editada en homenaje a Cadenas por esa misma Universidad, Juan Pablo Gómez Cova (la obra se titula No es mi rostro y contiene, además de la selección de los textos del poeta, una enjundiosa introducción de  Carmen Ruiz Barrionuevo).

Esa primera pregunta fue solo una invitación a que dijera lo que creyera conveniente sobre su país en esta menguada hora. Ya el rector Rivero había dicho que “nos sentimos profundamente conmovidos por su ejemplar posición pública” y establecido un paralelo entre los valores que defiende su Universidad y aquellos que Cadenas quiere rescatar para Venezuela. Sin embargo, el poeta no me escuchó bien y me dijo que me acercara. Así lo hice y le comenté al oído lo que esperaba con mi pregunta. Después explicaría que el día anterior se bañó con sus audífonos puestos, y que se le habían estropeado. Detrás de él estuvo todo el tiempo, para aclararle las preguntas que no lograra escuchar, su hija Paula.

Casi no había periodistas venezolanos en la sala, aunque hay más de 250 registrados en la asociación local. La excepción: Elssen Lombó, del portal Actualy.es, dirigido por el veterano Víctor Suárez. Los españoles se interesaron por los antecedentes de Cadenas, por Derrota Fracaso, por la carga oriental de sus últimas entregas, y él habló del japonés Basho, de la revolución de Walt Whitman, de la aberración de la neolengua. Recordó En torno al lenguaje y confirmó que ya no es quien escribió Derrota. “La democracia trasciende lo político. Esos cuarenta años de democracia han sido la mejor etapa del país, con todo y su corrupción”, dijo, y sin embargo: “Hubo práctica democrática pero no educación democrática. No se es demócrata solo por votar”.

Habló con demora en cada frase, fiel a sí mismo, y cada palabra fue redonda pues cargaba con lo que él dispuso poner en ella y nada más, siempre al borde del silencio.

Las figuras sentadas junto a él mantuvieron una actitud considerada y respetuosa, lo que era de esperarse; pero además, y muy especialmente, mostraron un sincero afecto al terminar la sesión de preguntas y respuestas. Eso sí, Paula, la hija, comentó por lo bajo que lo tenían prácticamente secuestrado. Había prisa por llevarlo a varias citas.

El hombre que se ha hecho a sí mismo humilde, silencioso y rebelde estuvo, pues, atendiendo a las solicitudes protocolares en la sede oficial de la familia real en esta monarquía muy moderna y plurilingüistica. Sin embargo, estableció Cadenas su propio tempo, su humor y su justa voz de denuncia ante la inequidad y la estulticia. Sí, en su país la gente protesta en la calle solo como un clamor de propia sobrevivencia. Todo expresado desde ese desconcierto metafísico que lleva como parte de su equipaje cuando viaja. Es probable que, a su vez, desconcertara a algunos de los presentes.

Fuera del Salón de Mayordomía, a la 1:30 del mediodía al terminar la reunión, el palacio seguía siendo asediado por oleadas de asiáticos: capturaban desesperadamente, con sus cámaras de última generación, la soberbia alma de la edificación toda piedra, ventanales y balaustradas. Llegaban armados con sus yenes recién convertidos en moneda europea para asaltar por taquilla aquella plaza.

Mientras observaba el asedio, recordé que en septiembre de 2017 el poeta y su mujer Milena estuvieron en un congreso de escritores en Las Palmas de Gran Canaria. Yo los acompañé casi siempre durante su estadía; una tarde estuvimos juntos en la sucursal de El Corte Inglés. El poeta ojeaba libros en la planta baja de la gran tienda mientras Milena buscaba un cable de iPhone o algo parecido para llevárselo a una nieta. Cadenas se quedó mirando un libro en particular, me pidió que le confirmara el precio. Era una especie de cuaderno sobre mindfullness y costaba poco más de trece euros. Evidentemente, pensó en comprarlo, estaba interesado… pero no lo hizo finalmente. Yo me preguntaba, desde mi ignorancia, para qué querría el poeta un libro sobre ese tema. Pasó rasante sobre las actualidades en ensayo, novela y biografía. Vio un mamotreto sobre el Che y comentó algo como “¿todavía más sobre Guevara?”

En esa parada de varios días que hizo el matrimonio fue cuando conocí y traté a Milena. Nos divertimos con ella, con sus salidas, con sus ganas de vivir y de comer. Nos tomamos varios vinos juntos. El poeta me dejó Contestaciones, que recién le había publicado la Fundación para la Cultura Urbana, con esa dedicatoria tan parecida a él, tan cargada de significado y a la vez tan leve: “A Sebastián de la Nuez como tributo de amistad”.

El día en que marchaban al aeropuerto para irse a Tenerife no aparecieron los pasaportes. Ya estaban con sus maletas en el lobby pero no había manera de dar con ellos. Sin eso no podrían tomar el vuelo. Milena iba de un lado a otro, revolviendo las maletas desesperada; reclamaba al poeta que no hubiese tenido cuidado al guardar los documentos una vez hecho el chequeo de entrada al hotel, si es que los había guardado. De hecho, desde la llegada no se había vuelto a saber de los pasaportes, no los habían necesitado; pero el poeta, entre contrito y cohibido, apenas podía asimilar nada: no, de su mano no estaban esos pasaportes, no recordaba que hubiesen pasado por sus manos. En absoluto. Y la pobre Milena con aquellos nervios de punta.

Se pudo recuperar la memoria de las cámaras de seguridad del hotel, aunque tardaron más de una hora en ello. Allí estaba, claramente, el señor de pelo blanco y chaleco beige echándose al bolsillo izquierdo del pantalón  el par de pasaportes mientras caminaba hacia el ascensor. El cuerpo del delito, la prueba incriminatoria. Tuvieron que quedarse aquella noche y desempacar totalmente hasta encontrar, en el fondo de una maleta, los benditos pasaportes. Fue, aquella tarde, la última vez que vi a Milena: hecha un manojo de nervios vitales, fosforescentes. Una mujer inolvidable, preciosa.

Uno puede suponer (pero apenas es eso, una suposición, la real dimensión de su ausencia es inaccesible para los demás) la falta que le hizo Milena anoche al poeta Cadenas en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Estaba Paula, hija dulcísima y amorosa, vigilando incluso que el homenajeado voltease hacia las cámaras correctamente. Estaba el sitio repleto. La reina Sofía le sonrió amablemente. La ovación fue compacta, larga, fervorosa. Estaban presentes muchos amigos venezolanos, del medio literario o no literario. Entre los primeros, Antonio López Ortega, escritor que actualmente vive en Tenerife. Dice que Cadenas, dentro de esta especie de desmembramiento que sufre Venezuela, representa el país alterno, el de la fraternidad, la excelencia y el civismo, con un poder simbólico muy fuerte. Dice López Ortega que hay un país-Cadenas, un territorio para encontrarse señalado por su verbo, por su misma actitud ante la vida y ante la barbarie. «El mejor ejemplo para rehacer el país será la reconstrucción que, en el campo lingüístico, Cadenas ha hecho: es la referencia”, dice López Ortega.

Ojalá. Ojalá se vaya ensanchando el país-Cadenas hasta abarcar a todos los venezolanos que puedan reconocerse en él. Cadenas es un hombre eternamente apto para enloquecer de amor, como él mismo escribió de cierta estirpe. Se le puede leer en  ideas e imágenes o como persona-verso, su propia vida y su actitud personal: promesa de un país regenerado, aún por alumbrarse. Una luminosa posibilidad que ha nacido de la palabra y vence la neolengua de los fascismos, aplastándola cada día un poco más con el poder de la virtud.

Elisa Lerner: “Hay una oscura herencia venezolana que a los jóvenes les toca desterrar de su corazón y de la historia”

@diegoarroyogil

ELISA LERNER HABLA DE SÍ MISMA en tercera persona. Oculta el “yo” y se menciona simplemente como “servidora”, lo que a ojos de gente que la admira resulta un gesto, si no de modestia, que indica cómo Elisa se percibe o cómo quiere ser percibida: como una mujer, como una escritora puesta a la orden del país y de su oficio. Nació en Valencia, Carabobo, en 1932, de padres que habían llegado a Venezuela huyendo de la persecución a los judíos por los lados de la Bucovina y de la Besarabia, tierras que suenan al oído como los confines del mundo. Ha destacado como cronista y como dramaturga, además de como novelista. En 1999 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura y este año celebra tres cosas: en febrero fue homenajeada en la Feria Internacional del Libro del Caribe, en Margarita; en marzo la editorial Madera Fina publicó sus Crónicas reunidas, y a finales de abril será la escritora protagonista del Festival de la Lectura Chacao 2016. “Es mucho –dice–. Tanto que todavía no sé cómo sobreviviré a todo esto. Últimamente he estado obligada a usar un bastoncito a causa de los vértigos, yo que no soy ni tan bajita como una enana de Velázquez ni tan alta como la Torre Eiffel”. (Ha sido siempre de frases inesperadas y deslumbrantes, pues confiesa ser “devota de la joya verbal”).

—No, desde luego, no es usted una enana de Velázquez ni la Torre Eiffel, pero tampoco una desconocida. ¿Qué es ser una escritora para Elisa Lerner?

Emprender la aventura solitaria de enhebrar frases y trazar personajes para, a nuestra manera, salvarles de la muerte.

—¿Y qué significa salvar de la muerte frases y personajes?

—Te mencionaré a dos escritoras: una se imagina que Teresa de la Parra vive vicariamente a través de la heroína caraqueña María Eugenia Alonso, de su novela Ifigenia, y que Virginia Wolf persiste en Clarissa Dalloway, de Mrs. Dalloway. En suma, que la metáfora de la escritura de algún modo repara en mayor o menor grado lo inexorable de nuestra condición mortal.

¿Y qué es ser una escritora “venezolana”? A lo largo de los años ha insistido en el abandono que parece inherente al hecho de ser una narradora o poeta o ensayista en nuestro país.

—Una escritora venezolana vale lo mismo que un escritor venezolano. En ciertos días de buen humor social: un adorno, una curiosa orquídea. Se luce entre los amigos, pero pocos se afanan por leer.

—Pero usted no es solo una orquídea. Para muestra un botón, floral y literario: la editorial Madera Fina acaba de publicar sus Crónicas reunidas, lo cual es una prueba de afecto hacia su trabajo.

—Cosa que me pasma, puede que sea verdad. Te revelaré un secreto: el día de la presentación, la mayoría de los que compraron las Crónicas reunidas y tres que adquirieron ejemplares de mi novela De muerte lenta era gente jovencísima, no creo de grandes recursos económicos. Eso viene del país que tiene la experiencia valiosa que dejaron la editorial Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho de los buenos tiempos, de los grandes maestros que han tenido nuestras escuelas de Letras y Comunicación Social, de libreros magníficos pese a la difícil situación. Y así escritores nuestros han sido publicados en España por editoriales prestigiosas como Pre-Textos, y algunos como el poeta Rafael Cadenas obtenido premios internacionales. Pero como lo de las Crónicas reunidas fue un book party en toda regla, más de una señora distinguida me dijo que venía a saludar. Aunque, con esto último, servidora quede como la orquídea de un jardín por demás rural.

—¿Cómo no creer en la capacidad del país para seguir adelante si los fundadores de Madera Fina son precisamente dos jóvenes: Rodrigo Blanco Calderón y Luis Yslas? Y no lo digo por idealizar a la juventud sino por el ánimo que demuestra.

—La edición de mis Crónicas estuvo a cargo de ellos. Y no se dio de un día para otro. Prepararla tomó su tiempo. Además no sé por qué no estaba muy a favor de publicarlas. Hubo antes cinco intentos por parte de gente muy calificada y querida por mí. Hasta que la voz de Rodrigo al teléfono me convenció de que debían ser él y Luis. Eso me permitió mantener una relación preciosa con ellos y con Patricia Heredia, una muchacha muy especial que incluso me acompañó para la feria de Margarita y digitalizó los textos con mucha competencia. Ya me había dado cuenta por los otros libros que habían editado de la calidad de su trabajo en momento tan desértico. Luego Rodrigo escribió un enjundioso prólogo. Todavía me asombra que gente tan autorizada se haya interesado por esos textos. Solo lo pude agradecer escribiendo la última crónica del libro, “La calle de la infancia”. Cuando Rodrigo tuvo que marcharse para Francia y comenzó el proceso de la edición y lanzamiento del libro, se afianzó la relación con Luis. Tanto él como Rodrigo han demostrado un gran coraje. Para servidora son jóvenes héroes culturales. No lo creerás, hasta la encantadora esposa de Luis, Melanie, y una amiga de ella estuvieron entre los sponsors del libro. ¿Cabe mayor entrega? Al momento de Rodrigo irse me fue presentado Carlos Sandoval, una persona muy gentil, el nuevo coordinador editorial de Madera Fina. En realidad mi amistad con los jóvenes viene de tiempo atrás. Me une un gran afecto y admiración a Leonardo Rodríguez, por ejemplo, venezolano graduado en Letras, poeta y escritor, ahora librero en São Paulo. No deja de enviarme cosas buenísimas para que las lea. Muy jovencito (estaba por graduarse) escribió un artículo brillante sobre mi breve libro En el entretanto y hace pocos días movió cielo y tierra, incluso a su madre desde Cumaná, para que me llegasen unas gotas oftalmológicas que me hacen falta.

Cita Elisa

—Porque le está costando mucho encontrar medicinas, ¿verdad?

—Creo que es una indiscreción mencionar la falta de medicinas. Me parece lo más razonable que las despensas de nuestras farmacias muestren tal vacío, desnudez y desamparo. Este país siempre fue una generosa puerta abierta, una región para los abrazos mestizos y la bienvenida para los que venían de lejos. Un país hecho pues, también, con gente hija de los barcos. El venezolano fue siempre amplio: la mirada propia y la ajena coincidieron en muchas trincheras. Estábamos solo acostumbrados a la violencia rápida de los sujetos de botiquín. De pronto un hombre joven dotado de cierta simpatía socarrona, criado en un hondón nobilísimo de nuestra tierra, después de 14 años de un discurso fogoso, increíblemente intolerante venido de un hombre venezolano al que le faltaba mucho para llegar a la vejez, me atrevería a decir, se oscureció a sí mismo y oscureció al país. Jóvenes profesionales formados en las mejores universidades prácticamente espantados salieron huyendo. El discurso del joven de simpatía socarrona que nunca callaba hipnotizaba y a la vez aterraba a muchos. A causa de este discurso que parecía no tener fin pelearon familias, hermanos, amigos. Casi nadie hacía nada. Todos estuvimos como amarrados por cabuyas a la dogmática fantasía de sus palabras. Y terminamos por enfermar. Ningún sueño, por benéfico que luzca, debe imponerse porque sí en el corazón de los demás. Nuestras desérticas farmacias poco pueden hacer cuando la dolencia, también, es del alma, y el país, por momentos, cada vez más recuerda al pueblo de Ortiz, de la novela Casas muertas, de Miguel Otero Silva, un pueblo abandonado a su suerte.

—Lo que dice produce escalofríos (todos sabemos que se refiere a Chávez, y se comprende que se rehúse a mencionarlo), pero al mismo tiempo da la impresión de que quiere despertar eso que algunas veces usted misma ha llamado “un corazón civil”. ¿Cree que, junto con la barbarie, haya en nosotros una civilidad, aunque sea como una aspiración o un sueño?

—Caramba, no recordaba lo de “un corazón civil”. De una manera asilvestrada, espontánea, siempre funcionó en Venezuela ese “corazón civil”. El trato entre gente de diverso origen y clase era coloquial. Además, nunca hemos tenido una burguesía monda y lironda como en los países virreinales de América Latina. Solo hemos tenido “ricos” y entre ellos pocas familias con tradición cultural. Por otra parte, desde el siglo XIX el venezolano se acostumbró a los apellidos extranjeros. No había problema: de inmediato se hacían propios. Y siempre hubo una gran democracia racial. De manera que alguna vez le escuché decir a Salvador Garmendia que los venezolanos no sabían nunca cómo sería el hijo que les nacería, en razón de esa varia combinación de sangres. Ese “corazón civil”, en los años cuarenta, en los cincuenta, estuvo formado mayormente por familias de mucho decoro pero pobres (“pobres pero honradas”), que vivían con muchas privaciones pero que querían que sus hijos fueran “gente de provecho”, que estudiaran carreras universitarias. Ahí está la sustancia, la riqueza de nuestro “corazón civil”. El poeta Andrés Eloy Blanco dejaba su impronta y prestigio en el pueblo a través de las transmisiones radiadas de la Constituyente de 1947. En pleno “corazón” del siglo XX, los liceos públicos, los periódicos, el cine incentivaron la civilidad. También ayudó, creo, que los venezolanos, muchos, se aficionaran al béisbol y les encantara bailar al son de la Billo’s. Leer El Nacional también se convirtió en una alta civilidad.

—¿Se ha dado cuenta de que, por estos días, los montes de Caracas se están quemando?

—No te engañes: se queman por nosotros, como Juana de Arco.

—El día que tumbaron a Rómulo Gallegos, en 1948, el país no ardió. La gente se quedó en su casa.

—¿Es eso cierto del todo? No tardarían en llegar, tras la caída de Gallegos, los disturbios en los dos grandes liceos democráticos, el Fermín Toro y el Andrés Bello, y también en la Universidad Central. Todo eso fue preparando el ambiente para la huelga de 1951-52. ¿Y qué fueron, además, Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevali y todos los otros hombres y mujeres que sufrieron muerte, tortura, prisión, exilio y persecución sino gente a la que no le fue indiferente la caída de Gallegos? ¿Por qué Pérez Jiménez terminaría trasladando la Escuela de Derecho y la Facultad de Humanidades a una para entonces remota Ciudad Universitaria en construcción? Para acallar voces de protesta, manifestaciones en el centro de Caracas. El aroma de una flor extraña, el aroma solitario de la ética, quedó para siempre flotando en el coraje de Rómulo Gallegos y aparece, iluminador, cuando menos se lo espera. No te dejes arrullar por el cuento de que Gallegos era “el idiota” de nuestra historia. Es forma de encontrar cobijo para los oportunismos y las vivezas de tantos.

Elisa Fotos

—Conservo algunas dudas y no porque crea, que no lo creo, que Gallegos haya sido un idiota. Quiero decir que a veces los civiles no responden, no respondemos.

—Quizá luzco un tantín dogmática con el tema. Pero escondemos esta historia, la miramos como un propio fracaso porque ese episodio dolorisísimo de la caída de Gallegos parece decir de nuestra imposibilidad civil. De nuestra “culpa” civil. Lo único fiable en el fondo, aunque no se confiesa, es un país militar. Además, aunque gran novelista, Gallegos es solo “un maestro de escuela”. No es que no hubo protesta civil por su caída, es que la oligarquía no se conduele de Gallegos. Pero sí, en cambio, de la tremenda debilidad histórica de Carlos Delgado Chalbaud porque es rubiales y educado en Francia, para más inri militar. Claro, con ese defecto de estar casado con una judía rumana que consideran algo excéntrica, ella no se atreve nunca a firmar como primera dama “Lucía Levine de Delgado”, sino “Lucía de Delgado Chalbaud”, cuando más “Lucía L. de Delgado Chalbaud”. Aunque, para fuste de cierta gente ilustre de nuestra oligarquía (o emparentada con ella), Elisa Elvira Zuloaga es directora de Cultura en el Ministerio de Educación octubrista, por esa misma época el poeta Jacinto Fombona, casado con Julieta Zuloaga, ministro consejero en nuestra embajada de Washington, Juan Liscano organiza el Festival del Folklore, dicen que prodigioso, durante la semana de ascenso de Gallegos. Nuestra “culpa civil” de los años cuarenta, afrenta que se encargarán de que paguemos, la cobran incluso civiles en mora. Para zanjar este asunto, que ya luce demasiado complejo para hablarlo de este modo, te diré que hay una oscura herencia venezolana que a los jóvenes les toca desterrar de su corazón y de la historia.

—¿De qué manera?

—Tú eres un muchacho todavía. Pero, a medida que pase el tiempo, habrá para ti y para los de tu edad el descubrimiento y el consuelo de que en horas de soledad son nuestros muertos los grandes interlocutores.

—Para seguir conversando con ellos continúa usted escribiendo…

—Tal vez. La memoria es la inacabable despensa del escritor. Sin ella, no hay futuro. Sin memoria no se mantiene lo suficientemente viva y entera la almendra frágil de los días.