@juliocasagar
Decía Lincoln: “No se ahorca a la gente porque se roba los caballos, en realidad se ahorca a la gente para que no se roben los caballos”. Esta frase lo que pone en evidencia es cuál es el sentido social de las penas y las sanciones en las sociedades organizadas. En realidad, una sociedad no puede castigar por el deseo de causar un daño al ofensor y solazarse en ello. Eso sería terrible y engendraría sociedades y pueblos sádicos que se regodean en el dolor de otro. El verdadero sentido de una pena es, entonces, disuadir al resto de los miembros de un grupo social a que no se cometan nuevas infracciones y se respeten las reglas de convivencia.
Esto, que es cierto para una nación, lo es también para la comunidad de ella. El creciente proceso de globalización e interdependencia de los Estados ha creado un Estado de derecho internacional con sus órganos de deliberación y justicia para ayudar a materializar esa convivencia.
Es cierto que no siempre se logra, pues si es difícil que haya justicia en un solo país, cuando hablamos del planeta los intereses y la diversidad hace más complicado el asunto.
Es probable que la primera vez que la humanidad se confrontó con la necesidad de dar un marco normativo a las relaciones entre las naciones, fue a la salida de la Primera Guerra Mundial con la creación de la Sociedad de las Naciones que se asignó la tarea de tratar de evitar una nueva tragedia mundial como la ocurrida en Europa con esa confrontación bélica.
Es obvio que fracasó y es aquí cuando citamos a Churchill, quien en sus memorias cuenta que el presidente Wilson le pidió en una ocasión que definiera en pocas palabras a la Segunda Guerra Mundial. Él, elocuente y genial como siempre, le dijo “La guerra que pudo haberse evitado”.
En apoyo a su tesis se explayó en explicar cómo la mojigatería, la ceguera, la parálisis y la cobardía de los líderes europeos impidió darle un “parao” al dictador alemán cuando pudo hacerse y cómo ese miedo a “provocarlo” les hizo creer en el panfleto del Tratado de Múnich, blandido por Chamberlain como un acuerdo que “llevaría 100 años de paz a Europa” y que, desde la óptica de Churchill “fue una humillación y un error que de todas formas los llevaría a la guerra”. En efecto, no estaba seca la tinta de las firmas, cuando la Wehrmacht invadía a Polonia, amparada en un acuerdo secreto con Stalin para repartirse el país y convertía en papel higiénico aquel tratado del que se vanagloriaron tanto los políticos y diplomáticos europeos de la época.
¿Pudo evitarse esto? Pues claro que sí. Solo había que accionar las cláusulas penalizadoras previstas en el Tratado de Versalles y sancionar a Hitler por la ampliación de sus fuerzas armadas, la construcción de aviones de guerra y submarinos y su ilegal anexión de los Sudetes Checoeslovacos y la de Austria.
Mussolini, envalentonado por la inacción europea, pensó que era también su momento para invadir a Abisinia y Japón el de invadir a China.
Fueron innumerables las ocasiones en que una sanción pudo evitar la guerra, incluso Churchill narra con estupor cómo Hitler se dio el lujo de ocupar la zona desmilitarizada de Renania aun contra la opinión de su Alto Mando, que consideraba que en 1936 aún el ejército alemán no estaba preparado para ello. La inteligencia inglesa supo que hubo hasta un intento de golpe de Estado contra el Fuhrer y que este lo conjuró con la promesa de que “se retiraría, si un solo soldado francés se movilizaba, aunque no hiciera un disparo”. Pues, no se movilizó un solo soldado francés y el dictador salió fortalecido ante el Alto Mando y el pueblo alemán. Lo demás es historia conocida.
Este apretado recuento lo que hace es demostrar la inmensa paradoja que la historia planteó en aquel momento a la humanidad. Si se hubiese presionado y sancionado a Hitler, se hubiese podido evitar la guerra sin disparar un solo tiro.
Hoy día en Venezuela estamos asistiendo a la puesta en escena de una situación con sus analogías y sus diferencias, como no podía ser de otra manera. El régimen de Maduro se “ha comido la luz” con sus violaciones a los derechos humanos, con el desconocimiento de las instituciones, con su participación en oscuras alianzas con más oscuros personajes, con la invasión de su dinero dudoso y opaco en sociedades en las que ha comenzado a descomponer el cuerpo social de las mismas, con sus amistades peligrosas con el ELN y las FARC.
Ante esto, la comunidad internacional ha escogido el camino de presionar al régimen y sus aliados para obligarles a la realización de unas elecciones libres. En esta política acompañan a Guaidó más de 60 jefes de Estado y Gobierno e incluso se han pronunciado favorablemente a ella (¡oh sorpresa!) aliados ideológicos de Maduro como Alberto Fernández y López Obrador. Las malas, o las buenas lenguas (según se vea) afirman que los rusos y los chinos, con sus bemoles, han cuadrado también en esa gatera.
Para enfrentar al régimen venezolano, había dos métodos: el de la boa y el del halcón. Como se sabe, la boa aprieta hasta que sofoca a su presa para devorarla y el halcón se lanza en picado para hacer lo propio. Es evidente que las naciones del mundo han optado por el método de la boa. No se han dejado engañar por las promesas de acuerdos no creíbles como los del Pacto de Múnich, auspiciados por Maduro, ni se han tragado el bulo de la AN CLAP de Parra, ni los gestos de la “mesita” y siguen apostando que sus medidas de presión eviten un cataclismo como el que no pudo evitarse con Hitler.
Es cierto que el tiempo es importante para que la presión haga su efecto. Pareciera que un periodo prolongado de medidas como las que se vienen ejerciendo podría operar como una coartada de Maduro para agigantar al enemigo externo, que es de “librito”, y provocar eventualmente un sentimiento similar al que el Tratado de Versalles provocó en los alemanes y que fue hábilmente explotado por Hitler.
El trabajo de los que somos gente de a pie es apoyar las gestiones y las iniciativas de Guaidó para hacer coincidir la presión externa con la interna y se puedan acelerar las soluciones.
Por lo pronto, la boa sigue apretando. Ya veremos…