Hace una semana discutí el problema del fanatismo político y sus peligros para la paz y la democracia, así como los alarmantes síntomas de este fenómeno que pueden observarse entre el oficialismo derrotado luego del 6 de diciembre. Semana y media después de la instalación de la nueva Asamblea Nacional de clara mayoría opositora, las señales han aumentado.
Es común que las calles de Caracas estén con poco tránsito un 5 de enero: ni las clases ni la actividad en numerosos centros de trabajo se han reanudado para esa fecha y muchos habitantes de la capital están más pendientes de divertirse en la playa o en el cine que de otra cosa. Pero esta vez las arterias citadinas estuvieron más vacías de lo normal. La gente temía que hubiera disturbios por el comienzo del primer período legislativo en el que el chavismo no es mayoría en 17 años.
Felizmente nada de eso ocurrió, y a pesar de que el ambiente en el hemiciclo estuvo caldeado durante toda la sesión, la misma concluyó sin incidentes graves. El propio Nicolás Maduro había ordenado la noche anterior un fuerte despliegue de seguridad y pidió a los seguidores de ambos bandos no acercarse mucho al Palacio Federal Legislativo. Quizás quería evitar una situación embarazosa en uno de esos días cuando la atención del mundo está enfocada en nuestro atribulado país.
Pero esa pasión por la ley y el orden poco duró. Durante las siguientes sesiones parlamentarias hemos visto cómo grupos radicales favorables al Gobierno se concentran alrededor del Capitolio con actitud de furia. Por lo general no son muchos los que asisten a estas peculiares manifestaciones, pero lo que no tienen en números, lo compensan con agresividad. ¿Los blancos de su ira? Los diputados opositores y cualquier periodista que acuda a la Asamblea para cubrir sus actividades y que a los ojos de la turba se delate, por su aspecto o conducta, como trabajador de “un medio de derecha”.
Estas situaciones no serían tan alarmantes si los agitadores no pasaran de gritar consignas a favor del Gobierno e insultos contra la mayoría opositora, aunque algunos sean bastante soeces. Pero sí pasan de eso. Cuando los diputados de la MUD o los reporteros llegan al hemiciclo o salen, los de rojo comienzan a lanzarles basura o piedras. En la sesión del miércoles los primeros proyectiles fueron tomates y un corresponsal español fue alcanzado. Debo decir sobre este caso específico que es un acto particularmente ruin usar el jugoso fruto de tal manera, no solo por la obvia barbarie que supone, sino por el contexto de un país con una severa escasez de alimentos. Luego, ese mismo día, decidieron utilizar objetos más contundentes. Aparentemente acertaron a darle a la diputada Olivia Lozano (Voluntad Popular, Bolívar), dejándole lesiones en un brazo.
Es cierto que en todos estos incidentes la Guardia Nacional Bolivariana ha formado cordones de seguridad para impedir a los “rebeldes” ingresar a las instalaciones parlamentarias. Pero eso no es suficiente. ¿No es su deber además hacer algo para prevenir las acciones que, como se ve, hasta amenazan la integridad física de ciudadanos?
Solamente piensen si los agentes serían tan pasivos si los agresores llevaran franelas de “El que se cansa pierde” y las víctimas fueran los parlamentarios chavistas. Por muchísimo menos fueron detenidos los jóvenes hermanos Joselyn y Johan Prato. Su crimen fue presuntamente participar en un abucheo masivo a la ministra de Turismo (esposa de Diosdado Cabello) y la gobernadora de Falcón, durante una visita de estas dos señoras al Parque Nacional Morrocoy. Pasaron dos meses y medio presos, período durante el cual, según denuncias propias y de sus abogados, recibieron maltratos brutales. La mujer dijo que la obligaron a ingerir comida con gusanos.
De vuelta a la esquina de San Francisco, tenemos evidentemente una Asamblea bajo reiterado acoso. El hecho es digno de generar preocupación no solo por lo visto hasta ahora, sino además porque recuerda uno de los episodios más lamentables de nuestra historia republicana, del que muy pronto se cumplirán 168 años.
Fue en la mañana del 24 de enero de 1848, a lo mejor una de esas en las que el Sol tropical brilla sin interferencia, pero modera la fuerza con que sus látigos azotan el valle a los pies del Ávila. Ahí yacía una Caracas mucho menos ruidosa e intranquila que la de hoy, sin cornetas ni reguetón a todo volumen. Pero habría sido mejor que esa calma hubiera resultado perturbada por una orquesta subida de tono con lo que sea que estuviera de moda entonces (¿Liszt? ¿El último vals de Strauss?), en lugar de la tragedia que de hecho aconteció.
El presidente José Tadeo Monagas, que súbitamente enarboló las banderas del Partido Liberal, mantenía un fuerte conflicto con la oposición conservadora en el Congreso. No es mi intención ahora defender un bando por encima del otro. Se debe recordar que las pugnas políticas del siglo XIX criollo eran más entre caudillos que entre ideologías. Monagas fue un caudillo más. El caso es que la querella por cuál de los dos poderes podía hacer más frente al otro rápidamente se volvió peligrosa, y algunos seguidores de ambos juzgaron como buena idea saldarla con violencia.
Aquella mañana, frente al Congreso, con sus diputados adentro, se concentraron partidarios armados de Monagas. Corrieron entre ellos rumores sobre una supuesta acción golpista por parte de los parlamentarios, y se desataron los demonios. Los diputados, aterrados, intentaron huir del edificio, pero de inmediato se encontraron con la incontrolable muchedumbre. Varios de ellos fueron asesinados.
Luego de esta masacre, Monagas pudo gobernar sin oposición civil importante. El diputado Fermín Toro, que no asistió a la sesión del 24 de enero, se negó a formar parte de un Congreso sumiso ante la brutalidad. Cuando le solicitaron reincorporarse, respondió con una frase que contribuyó a inmortalizar su nombre en la historia nacional: “Decidle al general Monagas que mi cadáver podrán llevarlo, pero que Fermín Toro no se prostituye”.
Por mano propia o la de su hermano, el general controló el país por una década, durante la cual fue un feroz perseguidor de sus adversarios. Al final su despotismo fue tan grande que logró unir a conservadores y liberales por una sola vez y con un único fin: salir de él, lo cual lograron con la Revolución de Marzo de 1858.
Los sucesos del 24 de enero tiñeron de sangre un suelo muy cercano a aquel ensuciado hace poco con el visualmente similar jugo de tomate. El Congreso de la época estaba en el Convento de San Francisco, justo al frente del recinto actual de la Asamblea. Ojalá más temprano que tarde esa intersección vuelva a ser sitio de calma, haya o no sesión legislativa. Ni por asomo queremos otro “fusilamiento del Congreso”, como algunos llaman lo que ocurrido esa vez.
De entre las penas de aquel sombrío capítulo de la historia venezolana vale la pena rescatar el papel desempeñado por Fermín Toro. Sin importar sus ideas políticas, no está mal rememorar su defensa de la vida política civil, en momentos en que se pretende usar el culto a los uniformados para tapar los graves problemas nacionales.
En ese sentido al menos, los nuevos diputados pueden verse en el espejo de Toro. Ellos mismos deben ser toros, pero no como los que caen en la provocación del manto rojo, embisten y luego son cruelmente asesinados. Deben ser toros que solo se vuelvan bravos para proteger el civismo que Venezuela quiere recuperar.