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Cristóbal Colón

Víctor Maldonado C. Oct 12, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
Conócete a ti mismo

@vjmc

El socialismo del siglo XXI en su afán destruccionista necesita que los ciudadanos reneguemos de nuestra historia. Su objetivo no es que analicemos nuestros orígenes, sino que participemos en una carrera febril por despedazar nuestras raíces, destruir las razones de nuestro orgullo, desconocernos para facilitar el odio contra nosotros mismos y de esa forma, transformarnos en masa aturdida y sin referentes, para ser ellos los padrotes del “hombre nuevo”.

De allí que sea tan insistente el odio, irracional y ahistórico contra nuestras raíces españolas, sin dejarnos pensar que somos lo que somos porque fuimos parte de un imperio y de su suerte y que, llegado el momento, sobre esas bases intentamos fundar repúblicas, heredando para ello idioma, costumbres, cultura, religión y raza. No podíamos hacer ninguna otra cosa, ni ser algo sustancialmente diferente.

El odio edípico, propio de los socialistas del siglo XXI, solo es eso, resentimiento puesto al servicio de sus estrategias de dominación.

Nada más audaz que la ignorancia. Nada más peligroso que la barbarie puesta al servicio del mal. Somos venezolanos porque alguna vez llegó Colón al Golfo Triste, sorprendido por apreciar tanta belleza frente a la cual creyó incluso haberse topado con el paraíso terrenal. Nosotros vinimos con él, aquí lo recibimos, y como suele ocurrir, se planteó un crisol que se llamó descubrimiento y que asimiló estas tierras a un imperio espectacular, donde nunca se ocultaba el sol.

Que la estupidez con poder e impunidad se dedique a derribar las estatuas de Colón, y que esa misma estupidez crea que puede reescribir la historia e imponerla con la violencia de sus bayonetas, no hace que sus mentiras sean verdades, ni puede negar el que nosotros seamos la consecuencia de esa España del siglo XVI que tan bien caracterizó Rufino Blanco Fombona.

Esos conquistadores españoles del siglo XVI, los que aquí vinieron y de los cuales somos descendientes, nos inocularon su forma de ver al mundo y de dominarlo; venían con una psique muy de su época y de la región de donde venían, en la que se pueden identificar, a juicio de Blanco Fombona, “la virtud muy española del heroísmo”; pero también un exacerbado y anárquico individualismo. No en balde se aventuraban a zarpar desde el puerto de Sevilla para asumir la incertidumbre conquistadora de la desmesura donde no tenían la más remota idea de dónde comenzaba y dónde terminaba el nuevo continente.

Continúa relatando nuestro historiador que los que vinieron trajeron un estricto fanatismo religioso, “de una religiosidad carnicera”, dura y misionera, cuyo objetivo era expandir el reino de Dios tal y como ellos lo creían y vivían.

De ellos también heredamos ese fatalismo que nos hace ainstrumentales y muy incapaces del cálculo, la táctica y la estrategia.

Gustosos del azar, de ellos recibimos esa predisposición al todo o nada de los que apuestan su suerte a esa porción de la realidad no controlable, entregados a la buena o mala fortuna, expectantes irredentos del milagro que está por ocurrir porque ellos y nadie más merecen ser favorecidos por la displicente providencia.

Ninguna otra cosa les importaba que la empresa personal de hacerse ricos y con buen nombre al menor costo posible. Eso los hizo ajenos “a la curiosidad intelectual ante el espectáculo único de civilizaciones interesantísimas que veían desmoronarse”. No había ni hubo reflexión sino la constatación de obstáculos a vencer con los medios que tenían a la mano en su época.

Insiste Blanco Fombona que “ese anhelo de obtener fortuna con poco esfuerzo hace de los españoles (que también somos nosotros) desaforados jugadores y de la lotería arbitrio rentístico, lo que degeneró en ellos en feroz codicia, ante el espectáculo de riquezas insospechadas, y les despertó ese afán de lucro” que los inhabilitó para después fundar estados pacíficos y administraciones regulares en aquellos territorios que con tan insólito denuedo conquistaron”.

Muchas de esas trazas se aprecian aun hoy, con las metamorfosis del caso. El heroísmo se ha vuelto un complejo que se busca afanosamente compensar en esa alucinación que nos hace confundir militarismo y hombre fuerte con coraje cívico.

Pero allí está esa infatuación tan castiza para hacernos mella una y otra vez. El fanatismo religioso originario ha devenido en la tergiversación ideológica enarbolada por el falso héroe que reconocemos como si fuera original y verdadero en cualquier asesino de medio pelo como el patético caso del Ché, para no rebajarnos a proponer como ejemplo la genuflexión de los intelectuales ante la tétrica figura de Fidel, o el patetismo con el que se asume a Allende.

Fanáticos devenidos en guerrilleros, “buenos salvajes” transformados en “buenos revolucionarios” que cuando “conquistan” el poder se lucran hasta el saqueo, transformándose en ese instinto originario que desembarcó en 1492 y que nos rubricó fatalmente al mezclarse con la barbarie sanguinaria y también depredadora de los indígenas. Eso somos.

La izquierda latinoamericana, deseosa de una fundación civilizacional que haga el absoluto contraste, para dejar al ser humano abochornado y desasistido de cualquier referente, se aferró al mito del buen salvaje, que comenzó siendo una adulante y dulzona carta de presentación que enviaron los conquistadores a sus majestades católicas (una especie de presentación de resort en promoción), y que terminó siendo el argumento del resentimiento de los ilustrados.

Colón creyó conveniente decir que se consiguió con el paraíso y sus habitantes impolutos, ajenos al daño del pecado, incontaminados de la fricción civilizacional, el hombre en condiciones de testificar cómo éramos todos antes de la caída en la perdición de conocer lo bueno y lo malo. El hombre bueno que vivía sin carencias ni escasez, asombrados como estaban de ese territorio excesivo en todo, tan diferente al agotado territorio peninsular, víctima ya de tantas guerras y de tantos siglos.

Los ilustrados necesitaban hacer contraste. Ellos eran la sociedad civil corrupta. Pero podían volver a esa época de inocencia y extrema bondad propia de los pueblos pastores. Debían progresar hacia ese pasado idílico donde el hombre era bueno y sano “porque la enfermedad y los vicios son productos de la civilización” por demás injusta y amargamente dividida entre los que poseían todo y los que no poseían nada. ¿Qué mejor cosa que derrumbar estatuas y negar la historia para caer sin obstáculos en la alucinación del hombre nuevo, ese “buen salvaje” dulce y tierno que, sin embargo, nunca fuimos en ninguna época, porque de haberlo sido habríamos desaparecido víctimas de otros depredadores más sanguinarios? ¿En serio alguien cree que negando la conquista y nuestras raíces europeas vamos a crear mejores repúblicas? ¿En serio alguien cree que merecemos ser hijos de aztecas, incas, caribes o timoto-cuicas porque lucen ser menos sanguinarios que los españoles?

Carlos Rangel resuelve la disputa mítica en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario. Ya dijimos que “el buen salvaje” es el producto de una propaganda que se mitificó gracias a la obcecación e intereses de la ilustración francesa. Pero nunca es poco esfuerzo remarcarlo, esta vez con las palabras del autor: “Es falso, insidioso y enervante postular que nuestro ser esencial se derive de las culturas precolombinas, y que la implantación de la cultura occidental en estos territorios a partir del descubrimiento y la colonización, sea el inicio de una curva descendiente en la fortuna de Latinoamérica y la alteración perversa de una situación imaginariamente auténtica, autóctona, feliz, libre, y su transformación en una situación falsa, alienada, desgraciada y dependiente”. Como si la caída del buen salvaje pudiera ser vengada solo por el buen revolucionario.

Buscando “restaurar” lo que nunca ocurrió, replanteamos en el siglo XXI la infructuosa búsqueda de El Dorado, que en este caso es ese hombre perdido y vencido que sin embargo era la suma de todas las virtudes imaginables. Eso nunca ocurrió. Lo que sí ocurrió y sigue ocurriendo es algo mucho más sencillo y simple de comprender: que seguimos siendo ese conquistador español del siglo XVI, acrisolado por el tiempo y las mezclas, pero que mantiene sus trazas en la búsqueda afanosa de sus propias utopías, que quiere lograr a cualquier precio, para garantizar eso que le resulta más importante que nada: su riqueza y su buen nombre al menor costo posible.

Lo paradójico es que el revolucionario del siglo XXI es la versión cuasi perfecta de los que vinieron aquí por primera vez en busca de fortuna.

Tumbando las estatuas se están negando ellos mismos y cometiendo la atrocidad de imponerse como mentira y ficción, pero con consecuencias devastadoras.

Neoconquistadores perversos

Neoconquistadores perversos

Tal vez la declaración de amor más preciosa que jamás se haya jurado se la hizo Rut a su suegra Noemí. Esta, habiendo enviudado y condoliéndose de su amarga suerte “porque la mano del Señor se había desatado contra ella”, dejó a sus dos nueras en la libertad de volver a su pueblo y a su Dios. Una de ellas partió, no sin lamentar la separación. Pero Rut se resistió y planteó una promesa que marcó su vida y su suerte: “No insistas en que te deje y me vuelva. A donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo es el mío; tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Solo la muerte podrá separarnos, y si no, que el Señor me castigue”. (Rut 1, 16-18). Viene al caso porque el himno de Rut es un compromiso con la realidad. Los latinoamericanos no tenemos pueblo a donde volver, ni Dios que canjear que los que recibimos como herencia civilizacional.

¿Acaso hemos dejado nosotros de ser hispanoamericanos para ser otra cosa? ¿A dónde nos volveríamos al dejar de ser lo que indefectiblemente somos? ¿Si este no es nuestro pueblo, entonces cuál es?

Conocer, comprender y reconciliarnos con la realidad es el único camino valedero para avanzar, con nuestros fardos, pero también con nuestros innegables méritos. Mientras tanto me consideraré heredero y consecuencia de un imperio que fuimos y de una república que alguna vez llegaremos a ser si despejamos el camino de los obstáculos siniestros que nos presentan las ficciones fantasmagóricas de un salvaje idealizado y de un revolucionario farsante.

victormaldonadoc@gmail.com

 

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Alejandro Armas Oct 13, 2017 | Actualizado hace 2 semanas
Antieuropeísmo selectivo

12Oct

 

Otro 12 de octubre, otra disparatada celebración de eso que han llamado “Día de la Resistencia Indígena”. Para mí, es imposible divorciar el nombre y la imagen de un puñado de fanáticos derribando la estatua de Colón que desde hacía décadas marcaba las puertas del centro de Caracas. Fue un adelanto de lo que se nos venía a los venezolanos: la barbarie desatada con patente de corso para hacer lo que se le viniera en gana, siempre y cuando fuera en nombre de la revolución. Supongo que a los autores de esa gracia nunca se les pasó por la cabeza algo así como recolectar firmas que certificaran el apoyo de los caraqueños a su idea de que la escultura constituía una afrenta a la venezolanidad, y con ellas exigir a las autoridades municipales el retiro de la obra. Pero no, eso hubiera sido una gafedad burguesa. Como buenos revolucionarios, asumieron de antemano que la mayoría aplaudiría sus acciones y recurrir al vandalismo violento (o, en caso contrario, despreciar por razones ideológicas la voluntad mayoritaria y proceder igual, cosa muy chavista).

Fue un acto de revanchismo absurdo, el mismo sentimiento que reviste toda la noción oficialista de lo que debe ser la conmemoración del descubrimiento de América.  Por supuesto que negar los padecimientos de la población indígena a manos de los europeos (la ocupación de tierras, la destrucción de culturas, la imposición del cristianismo, el sistema de encomiendas, la marginación en una sociedad de castas) sería una soberana idiotez. Pero también lo es establecer un maniqueísmo por el cual, en el devenir histórico americano, todo lo indígena es positivo, y lo llegado desde el Viejo Mundo, negativo.

Los elementos europeos, específicamente españoles en nuestro caso, son un componente tan esencial de nuestra cultura como el amerindio y el africano. Desde la ultraderecha patriotera y xenofóbica (que, créanlo o no, tiene una versión latina), me pueden llamar “comeflor” y “progre”, pero estoy convencido que la diversidad es un componente que ayuda a las sociedades a florecer. Los latinoamericanos, que tantos fracasos hemos tenido en la búsqueda de la estabilidad política democrática y del desarrollo económico, por otro lado gozamos de una riqueza cultural que se ha nutrido de la herencia mestiza como en ningún otro rincón del planeta. Pretender amputar toda la parte europea de esta identidad, como hace el Gobierno en pequeña escala con su celebración del 12 de octubre, es ridículo, por decir lo menos.

Además, la idea chavista de “resistencia indígena” se fundamenta en mitos a los que la extrema izquierda latinoamericana ha echado mano de forma constante para construir una historia continental afín a sus intereses. El principal es la fantasía según la cual, antes del arribo de los conquistadores, los pueblos indígenas no conocían la dominación ni la explotación extranjeras. Todos, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, vivían en paz y armonía entre ellos. Una mentira del tamaño de una catedral. Los dos grandes imperios precolombinos, el azteca y el inca, se expandieron desde sus ciudades estado originales a costa de sus vecinos, a los que sometieron gracias a su superioridad militar. En el caso andino, desde lo que hoy es el sur del Perú, llegaron a abarcar un territorio desde Colombia hasta Argentina. Los aztecas hicieron lo mismo, aunque dentro de fronteras más pequeñas. La opresión que ejercieron sobre sus súbditos no nahuas era tal, que para los españoles fue más fácil conquistar Tenochtitlán gracias a la ayuda de los tlaxcatelcas, quienes vieron una oportunidad para librarse del yugo.

La Venezuela prehispánica no conoció civilizaciones tan desarrolladas, pero eso no significó que no hubiera luchas entre los grupos étnicos. Los caribes han pasado a la historia por su agresividad contra cualquiera ajeno a su cultura. Su grito de guerra, que ha sido adoptado por la Armada venezolana, prácticamente negaba la humanidad de todo el que no fuera caribe. A los guaiqueríes, nativos de Margarita, los habían diezmado para el momento en que llegó Colón.

Todo esto ha sido olímpicamente omitido por los intelectuales de ultraizquierda en sus comentarios sobre la conquista de América. Yo me pregunto por qué las imposiciones de los aztecas no les merecieron ni una crítica, pero la violencia de Cortés, sí. También por qué Diego de Losada es considerado un asesino, pero los caribes que masacraban a otros pueblos no pueden ser tocados ni con el pétalo de una rosa. Esos intelectuales han escrito textos que hasta el sol de hoy sirven como sustento teórico al chavismo. Es el caso de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y Guaicaipuro Cuauhtémoc cobra la deuda a Europa, el artículo en el que Luis Britto García simula que un híbrido entre representantes de los dos grupos étnicos cuyos maltratos a otros acaban de ser descritos, reclama a los europeos, ¡por el maltrato que recibieron!

Con estos argumentos de victimización sempiterna y necesidad de venganza, la izquierda latinoamericana ha buscado fomentar de lucha de clases y llevarla a una escala superior de odio racial. Muchos miembros conservadores de las elites locales, con su racismo idiota, les facilitan el trabajo. También, los cerebros detrás del concepto chavista de “resistencia indígena” lo usan para promover la idea leninista de que el atraso económico y social de quienes poblamos esta región se debe a la usurpación de nuestros recursos por parte de extranjeros con capacidad superior de aplicar la fuerza bruta. Así, los movimientos políticos “redentores” del indigenismo pueden identificar cualquier problema que tengan con los gobiernos de otras naciones como motivados por actitudes imperialistas y coloniales. Ayer mismo vimos a Nicolás Maduro declarar que España, país que encabeza las críticas a la conducta antidemocrática del chavismo al otro lado del Atlántico, no tiene derecho a celebrar el 12 de octubre (que allá es conmemorado como su Fiesta Nacional), como si la fecha no hubiera marcado un antes y un después en la propia evolución del reino.

A ese Maduro rabiosamente antieuorpeo habría que recordarle que su gobierno, así como el de Chávez, han pagado cuantiosas sumas de dinero a españoles vinculados con el partido Podemos para que los asesoren en temas políticos y económicos. Nuestro país ha sido usado por estos trasnochados como laboratorio para experimentos neoestalinistas que en buena parte son responsables de la tragedia que hoy vivimos. El hambre y la escasez de medicamentos han de ser para estos señores sacrificios necesarios en la demostración que se el capitalismo debe ser suprimido en beneficio de la humanidad. Eso sí: en bolívares no cobran por sus favores. Dudo que estén interesados en yuanes, rupias o rublos. Si los Cortés, los Pizarro y los Losada quitaron a los indígenas sus riquezas a cambio de espejitos inútiles pero inocuos, en la Venezuela chavista se paga a extranjeros para que diseñen políticas generadoras de pobreza extrema.

Por las calles de Caracas se multiplican los indigentes. Varios de ellos tienen un fenotipo visiblemente amerindio. Gente muy pobre que vino a la capital creyendo poder mejorar su calidad de vida. Si por casualidad llega a ver uno de estos pidiendo comida en Plaza Venezuela, cerca del lugar donde un Guaicaipuro con esteroides suplantó a Colón, recuerde que, mientras, en Madrid hay unos cuantos euros que salieron de aquí para pagar a quienes piensan que esta situación actual nuestra es “digna”.

@AAAD25

En Venezuela el que no tira flecha toca tambor o come paella, por Armando Martini Pietri

Derribo-de-Estatua-de-Colón

Día de la Raza es el nombre que recibe en la mayoría de los países hispanoamericanos las fiestas del 12 de octubre en conmemoración del avistamiento de tierra por el marinero Rodrigo de Triana en 1492, luego de navegar más de dos meses al mando de Cristóbal Colón a lo que posteriormente se denominaría América.

Fue creado a partir del siglo XX, inicialmente de forma espontánea y no oficial, para conmemorar, la nueva identidad cultural, producto del encuentro y fusión entre los pueblos indígenas de América y los colonizadores españoles, además de la valorización del patrimonio cultural hispanoamericano. Aunque el Día de la Raza es el más popular en la actualidad, el nombre oficial suele variar de un país a otro. En España es el Día de Fiesta Nacional o Día de la Hispanidad, además de la festividad religiosa de la Virgen del Pilar. En Estados Unidos es Columbus Day o Día de Colón, Chile, Perú y Argentina el Día del Encuentro de Dos Mundos.

La festividad originalmente conmemoraba el «descubrimiento» de América por parte de Cristoforo Colombo -en italiano-, decretada durante el gobierno de Juan Vicente Gómez como festividad mediante la Ley de Fiestas Nacionales de 1921. Pero este hecho no era del agrado de algunos políticos y pensadores de la izquierda venezolana, que consideraban que la celebración exaltaba el colonialismo en detrimento de la cultura y valores de los nativos originarios amerindios. El Presidente Chávez por solicitud de las organizaciones indígenas y con el apoyo del entonces Ministro de Educación Aristóbulo Istúriz, decreta el Día de la Resistencia Indígena el 12 de octubre del 2002, conmemorando la sangre derramada de los pobladores nativos de este territorio, que fueron víctimas de la violencia de los colonizadores españoles hace más de 518 años.

Los pueblos indígenas por su parte, tienen en el Gobierno un reconocimiento expreso de su rebeldía, que se traduce en el otorgamiento de derechos cercenados por siglos, en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999, que contempla y reconoce a los aborígenes. Aunque nuestras tribus originales siguen abandonadas y en la miseria.

En aquellos tiempos coloniales más de 1 millón de venezolanos eran herederos directos de raíces precolombinas y a pesar de tener culturas e idiomas diferentes, las 28 etnias que siguen habitando en el territorio nacional han logrado consagrar sus derechos y por ende hoy tienen una participación en la llamada sociedad civil, no sólo como etnias originales, sino como parte de mezcla racial venezolana.

Violencia innegable, casi genocidio, que a lo largo del tiempo fue diluyéndose en la mixtura con los negros traídos de África y los españoles venidos de la península. Más de un venezolano es clara muestra de esa mescolanza, que, en el caso del género femenino, nos ha obsequiado con bellezas dignas de reconocimiento mundial y universal.

Lo malo de todo ese empeño en corrección histórica es que derrumba estatuas, pero no ejecuta derechos. A la imagen de Cristóbal Colón la tumbaron y encima le cortaron la cabeza, pero los estómagos indígenas siguen tan vacíos o más que siempre, señal extrema en las selvas amazónicas y las ardientes planicies goajiras de la incompetencia del socialismo castro-chavista, ahora cubano madurista.

Pero esos autóctonos no son simples excepciones, sino ejemplos de la tragedia de todo un país que proclama revoluciones, pero no es capaz de mejorar la vida diaria de sus ciudadanos de cualquier raza pura o mezclada. Los nativos en el sur venezolano al menos tienen la opción de cazar sus carnes y sembrar cosechas, los venezolanos del resto del país, salvo muy contadas excepciones, -bolichicos, asaltantes y bandidos del tesoro público, cómplices y testaferros-, hace años dejaron de contemplarlas en sus dietas cada día más miserables y unos pocos, carnetizados por un Gobierno que prioriza el control por encima del bienestar, pagan primero el privilegio manipulador y denigrantes de sus bolsas CLAP para recibirlas después, ligando que las humillantes no traigan algunos de sus productos podridos.

El riesgo de todo este desastre de politiqueros que primero piensan en sus “espacios” y después olvidan todo lo demás, es que la resistencia indígena que fue destruida con cañones, arcabuces, espadas, caballos y perros, hoy en día puede y se está convirtiendo, gracias a la perseverante incapacidad y desidia gubernamental, y tantos errores que nos rodean, en una nueva resistencia ciudadana por encima de fusiles, gases y garrotes.

Hoy advertimos alrededor una “paz” que es más bien una terrible forma de resistir, no apoyar a nadie y ser indiferente. Si pensáramos en las posibilidades de cambio, podríamos imaginar y soñar mejorías. Pero la torpeza política venezolana, como el perro viejo, late echado.

@ArmandoMartini

Laureano Márquez P. Ago 18, 2016 | Actualizado hace 8 años
Somos ricos, por Laureano Márquez

banderavzla

 

Nuestra relación con la riqueza nos viene desde que Colón llegó al golfo de Paria. Aunque derribemos sus estatuas, en el ADN de lo que somos está él (quizá por eso mismo derribamos sus efigies, porque nos confrontan demasiado con lo que somos). ¿Qué buscaba Colón? Una ruta para el bachaqueo de especias. Tanto él, como los  españoles que le acompañaban buscaban oro, riqueza fácil: ¿les parece casual que  el oro de nuestras reservas haya sido «repatriado» y según los que saben haya comenzado a desaparecer? Colón al internarse en el Orinoco escribe en su diario: «creo haber llegado al Paraíso Terrenal». ¿Cuál es el rasgo distintivo del Paraíso Terrenal? Que Adán no trabaja, porque como bien sabía el afrodescendientico de El Batey, «el trabajo lo hizo Dios como castigo». Adán, como el conquistador español y los venezolanos de hoy, quiere vivir de las rentas, para él la riqueza no es producto del esfuerzo ni del trabajo, sino que está ahí, la puso Dios y el que la coja, es suya, como diríamos en criollo. La empresa de la conquista podría definirse con ese «no me den, pónganme donde haiga» que tan característico es de un estado de ánimo tan presente en nuestra historia, reciente y remota. La noción del poder como fuente de riqueza está demasiado arraigada en nuestra manera de ser y también el «vivamos callemos y aprovechemos» del que hablaba Picón Salas, con el que el quien no está en el poder logra sacar beneficio pasando «agachao» o haciendo buenos negocios.

Colón también nos deja otro detallito simbólico, el primer nombre que nos pone es el de «Tierra de Gracia». La gracia es un concepto de origen teológico que nos remite a la infinita gratuidad de los dones de Dios. Este concepto, que desde el punto de vista teológico es un misterio maravilloso, en materia económica es un desastre. A nosotros se nos metió en la cabeza que las cosas son gratuitas y que tenemos derecho a la eterna gratuidad, como si nuestra pequeña dimensión humana no fuese finita. El gobierno obliga a los productores a vender por debajo de los costos de producción y tal cosa les parece razonable y sostenible en el tiempo, mientras, aumenta el 50% los salarios pregonando que eso no produce inflación, «flatus vocis» que mientan. Claro, los que nos gobiernan no saben de administrar, porque la botija petrolera es casi tan infinita como la gracia divina. Conducir un país permanentemente a pérdida es lujo solo posible cuando tienes una fuente permanente de riqueza que no requiere otro esfuerzo que el de sacarla del subsuelo y venderla (muy por encima, por cierto, del «precio justo»).

Rentismo y gratuidad están demasiado unidos a nuestra manera de ser como pueblo. Nuestra verdadera riqueza es la que nos sacará adelante cuando el festín de corrupción finalice (o al menos disminuya, ¡no hay que ser tan optimista!). Somos ricos porque somos, mayoritariamente, una nación de inteligencia y talento, de gente que insiste en rebelarse contra esos atavismos del pasado para insistir en la honestidad y en el trabajo. Es esa gente que «ama, sufre y espera» como diría Gallegos. Espera señales de avance y progreso para salir de la abulia, pero es menester abandonar la abulia, porque eso ya es progreso y avance.

Hay que tener esperanza y ayudar a edificarla, porque basta una mirada sobre nosotros mismos para descubrir toda la riqueza humana con la que hemos contado y contamos en estos dos siglos de vida como nación. No nos desanimemos, este tiempo no es sino una de esas desdichas pasajeras que a cada tanto aparecen como para prevenirnos de que debemos combatir nuestras determinaciones pasadas y cambiar desde el fondo del corazón. Como decía San Juan Pablo: «Hay que empezar por cambiarse a sí mismo».

Somos un país rico. Si alguien tiene dudas, no mire debajo de la tierra, sino sobre ella: somos una nación de inteligencia, de gente brillante y bella, de músicos, poetas, artistas, obreros, escritores, científicos y constructores de un país democrático. Ánimo que sí se puede. Tenemos mucho pasado que revocar, no sólo en la administración de nuestro destino, también en nuestro corazón.

 

@laureanomar

La nacionalidad de Colón, por Laureano Márquez P.

@laureanomar 

Uno de los grandes dilemas de la humanidad, que aún a estas alturas no ha podido ser resuelto, es el tema de la nacionalidad de Cristóbal Colón. La cercanía del 12 de octubre nos invita a ocuparnos de un asunto que, a pesar del paso de los siglos, sigue siendo de mucha actualidad.

Queremos aclarar, ante todo, que no hemos celebrado ni conmemorado el 12 de octubre. No solo como Día de la Raza, porque la raza es una noción racista, sino tampoco como día de la resistencia indígena, porque en honor a la verdad esa resistencia no se dio y la mayoría de los habitantes del país somos descendientes de los que ganaron.

Y le queda a uno como muy ridículo, con apellido español y mestizaje en el alma andar condenado a esos sinvergüenzas que fueron nuestros abuelos.

Para resolver este problema, la nueva ley habilitante debería disponer que en cada mes de octubre pasemos directamente del 11 al 13, conforme al principio de que todo 11 tiene su 13.

Pero volviendo a Colón y su nacionalidad, la versión más comúnmente aceptada es que nació en la hermana república de Genova (hermana de otras repúblicas italianas y también delle aironi, delle rose e di il sole e di il sole). Se habla con frecuencia del almirante genovés. Pero eso tampoco prueba nada, porque a Cervantes le llaman el Manco de Lepanto y él no nació en Lepanto.

Algunos dicen que el Almirante era Catalán, por lo agarrado que era con el tema de los reales. Otros señalan que Colón era Gallego. Así lo apunta en sus memorias doña María Corina de Bobadilla y Machado, adelantada de La Gomera, cuando afirma que Colón tenía un gran secreto y que vivió los años de su juventud en Galicia, en casa de su tía Carmiña, basándose para ello en el gusto de Colón por la empanada gallega, que tampoco es prueba porque la empanada gallega nos gusta a todos. Según esta prominente dama, la partida verdadera está asentada en los libros de la mismísima Hermandad Gallega de Galicia. En tal caso Colón tendría doble nacionalidad, gallega y genovesa.

Sin embargo, el marqués Walter de San Cristóbal de la Cogolla, encontró el siguiente dato en los archivos genoveses: “el primer documento con los nombres de los supuestos abuelos y padre de D. Cristóbal Colón tiene fecha 21 de febrero de 1429, y en él consta que «Iohannes de Columbo de Moconexi» es habitante en la Villa Quinti, inmediata á Génova».

¿Cuál es el problema con la nacionalidad de Colón? Parece en principio irrelevante su origen, sin embargo no es así. La claridad sobre este hecho es de suma trascendencia…

Porque si Colón mintió sobre su nacionalidad a los reyes católicos, las Capitulaciones de Santa Fe, firmadas entre el almirante y los monarcas, serían nulas de toda nulidad. Y por tanto todos los hechos que de ellas se derivan, como el descubrimiento de América, serían tenidos como írritos.

En tal sentido, el título de descubridor y Almirante del llamado Nuevo Mundo no recaería en Cristóbal Colon, como señaló la cacica Tibisay de Guanahani, sino en el contramaestre don Rodrigo Capriles de Triana, a quien Colón escamoteó la gloria de haber divisado tierra y los 10 000 maravedíes preferenciales que la reina Isabel había dispuesto de recompensa para el primero en divisar tierra.

Al respecto de lo señalado, un conocido magistrado sentenció que en esta Tierra de Gracia el problema es que ha habido siempre mucha corrupción… Los académicos de la historia, que estaban presentes lo miraron y exclamaron al unísono:

– ¡ Ay sí, Colón!

 

Artículo actualizado el 7 de julio de 2020.