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La chichera y el banquero, por Julio Castillo Sagarzazu

ASÍ COMO UN ARTÍCULO ANTERIOR, intitulado LA BOA Y EL HALCÓN no tenía nada que ver con una fábula de La Fontaine, este tampoco tiene que ver con un cuento infantil de los hermanos Grimm.

Este trata de un leyenda urbana de la Caracas de mediados del siglo pasado que refiere que, ante la insistencia de un amigo de la chichera que tenía su puesto a las puertas de la sede principal Banco Nacional de Descuento en que le prestara cien bolos, esta respondió que no podía porque ella había hecho un pacto con uno de sus asiduos clientes, el Dr. González Gorrondona, dueño del banco. El pacto consistía en que el no vendía chicha y ella no prestaba dinero.

O sea, cada quien en lo suyo. Este ha sido uno de los principios básicos de la evolución de la humanidad. La organización social del trabajo. Para que una empresa de cualquier naturaleza sea exitosa, es imperioso que cada quien haga lo que le toca, que lo haga bien y obviamente, sin entorpecer a los demás.

La sabiduría popular ha acuñado en la lengua de Cervantes y seguramente también en la Shakespeare, en la de Goethe, en la de Dante, en la de Pessoa y en la de Moliere, numerosos ejemplos sobre la necesidad de respetar este principio universal de éxito de cualquier tarea importante. Por aquí decimos que muchas manos en la olla ponen el caldo morado; zapatero a sus zapatos; entre bomberos no se pisan las mangueras y así hasta decenas de proverbios populares que nos reafirman la idea.

En relación con lo que acontece en nuestro país, valdría le pena repasar que está haciendo cada quien y a quién es mejor dejarle lo que está haciendo sin interferir mucho, para no poner el caldo morado o no pisarnos las mangueras.

Veamos, estamos en un país en el que conviven, por un lado, una dictadura sin respaldo popular, reconocida internacionalmente solo por un reducido número de países gobernados igualmente por dictaduras o por socios en negocios oscuros, sostenida internamente por la presencia de una fuerza de ocupación extranjera integrada por funcionaros militares cubanos que controlan una Fuerza Armada, casi en disolución y por una fuerza irregular de paramilitares armados e integrada por presidiarios y colectivos ideologizados que son los que asumen directamente las tareas de represión y, por el otro, el gobierno de Juan Guaido, presidente interino de acuerdo con la Constitución, reconocido por el mundo democrático mundial y básicamente por la comunidad latinoamericana de naciones y por los Estados Unidos y Canadá.

Se trata de una ecuación compleja y preñada de consecuencias. Maduro ha perdido el control de las finanzas internacionales. No tiene ya dinero ni para pagar las nóminas del estado, como no sea “inventando” dinero electrónico y de mentira que se deposita en las cuentas de empleados y los pocos proveedores que aún le quedan al régimen.

Cada día que pasa, la Comunidad Internacional cierra el cerco sobre la dictadura y lo hace cada vez más insufrible para él y para su entorno. Ya han comenzado incluso a deportar y cerrar cuentas a familiares y testaferros del régimen, lo cual representa el cierre de la puertas a quienes creían que podían hacerse los locos porque la platica estaba segura en Miami o en Europa, en manos de otros.

Es esta situación, verdaderamente paradójica, la que sirve de marco de vida a los millones de venezolanos de a pie que cada día nos enfrentamos al reto de sobrevivir y sobrellevar esta pesadilla, usando las mismas técnicas de Roberto Benigni, el protagonista de LA VIDA ES BELLA, es decir, ocultando a los más vulnerables de la familia, los horrores del campo de concentración en el que vivimos.

Este desconcierto entre las condiciones de vida que nos toca llevar, la indignación frente a los zarpazos del régimen, de los cuales el secuestro de Roberto Marrero y el montaje de la olla podrida y burda que han hecho, es la última y patética expresión y, de otra parte, el apuro que tenemos porque esto se resuelva, nos ha llevado, no pocas veces a interferir (casi siempre de la mejor buena fe) en los procesos que tienen su propio tiempo y sus propios ritmos, creyendo que si lo hacemos, con ello apuraríamos en la resolución de los problemas que vivimos.

Esta buena intención señalada arriba suele ser el primer obstáculo con el que tienen que bregar los responsables de la Protección Civil cuando ocurre un desastre natural. Hay tantos, voluntarios, tanta gente que opina como hay que rescatar a los atrapados, tanta gente a la que hay que alimentar, gestionar y alojar, que los “ayudadores” terminan convirtiéndose, pese a sus buenos deseos, en un problema tan grande como la tragedia misma.

Entendemos que nuestra tragedia invita a opinar, que nos sugiere a diario decir lo que pensamos y, ahora con la explosión de las redes sociales, a hacerlo público y ponerlo a circular. Los momentos de grandes cambios sociales son propicios para ello. La opinión pública se sensibiliza y todos tenemos la tendencia a dar nuestro punto de vista.

Pero querido lector, ¿qué diríamos sin en el medio de una operación, entramos todos al quirófano a opinar lo que el cirujano debe hacer; o que no dejáramos trabajar al mecánico opinando sobre las fallas del automóvil?.

Cuando las cosas son de especialistas, bien vale dejar a los especialistas trabajar. Hemos visto estos días a “especialistas” insólitos. A gente dándole consejos bélicos a quienes han ganado dos guerras mundiales y son la primera potencia militar del mundo. Hemos tenido que leer a “expertos” de inteligencia diciendo lo que los rusos y los cubanos están haciendo en el país y diciendo que todo el mundo, menos ellos, está equivocado. Hace días vi un tuit increpando a Guaido por lo que él consideraba era dejadez de su parte, no invocar el 187 de la Constitución. El fulano se presenta en su perfil como especialista en marketing político, tiene 4 años en Twitter y 14 seguidores. Ustedes me dirán…

Si no constituyera una violación a un derecho humano tan importante como el de opinión, casi que estaríamos de acuerdo en que se dé el valor a la gente que opina de acuerdo al compromiso que cada quien tiene en la lucha contra la dictadura. Hombre, que es muy fácil ser mánager de tribuna para decir cómo se le batea a un pitcher que lanza 90 millas y no tiene escrúpulos para escupir y arañar la pelota. Que también es muy fácil pasarse todo el día pendiente de las cosas personales y llegar a casa, prender el computador y dedicarse por horas a despotricar de quienes están trabajando y exponiendo el pellejo.

Que vamos bien amigo lector, aunque no vayamos a la velocidad que todos queremos.

Que, como dice el Eclesiastés, “todo cuanto hay bajo el sol tiene su hora” y que si la chichera vende chicha y no presta real como el banquero, a todos nos ira mejor.

Que la boa sigue apretando y apretando donde es.

 

@juliocasagar

El banco de las mentiras y del hambre, por Ramón Hernández

Banco-

Es un banquero sin levita ni leontina, sin chofer. Usa una gorra roja de pelotero y camisa, también roja, que ostentan de manera grosera el nombre de la entidad financiera que creó la revolución y administran revolucionarios. No rinden cuentas, los entes públicos están salvos del escrutinio de la ciudadanía y el pueblo, su supervisor preferido, está ocupado en la búsqueda de medicinas, comida y el hospital dónde parir para cobrar el bono o hacerse la diálisis.

El banquero no hace cola. El banquero se lanza a la taquilla a pagar su ticket de estacionamiento sin importarle que alguien mayor, canoso y educado contaba los billetes de 50 y 100 bolívares para entregarle la remesa de 7.000 bolívares contantes y sonantes al cajero, el montante de la tarifa plana. Casi lo aparta y entrega su boleto y sin dudar le dice al del otro lado de la ventanilla que son 14.500 bolívares. Con presteza saca un fajo de billetes de 2.000 bolívares. Los cuenta, faltan 4.500. De la cartera agrega 3 de 1.000 y otros 3 de 500. Le entregan la factura y se va. No se siente obligado a dar las gracias ni a pedir permiso. Es uno de los nuevos dueños de la patria, pobre patria.

Los bancos no son una creación del socialismo. Marx quería acabar con ellos, más por razones prácticas que ideológicas. No quería que le siguieran cobrando los pagarés que se le atrasaban hasta que su amigo Engels, su gran colaborador y financista, le mandaba la mesada. El barbudo de Trevis nunca “perdió” la plusvalía, ni siquiera fue un mal pagado profesor, un enseñante. Una de las primeras medidas que se tomaron en Rusia al desplomarse la Unión Soviética fue privatizar la banca, la única manera de dinamizar la economía, pero después de 70 años de creación y fortalecimiento de las mafias, obviamente la delincuencia organizada se quedó con los mejores bocados.

En Venezuela, una alta proporción de las empresas financieras está en manos del Estado, como la televisión, la industria de alimentos, las empresas básicas y un largo etcétera, pero no la actividad. Menos bancos privados mueven, comparativamente, más procesos productivos. Hoy una galería de arte privada que funcione en un sucucho tiene más movimientos y clientes que cualquier museo nacional, aunque no cuente con la obesa burocracia que el Estado anexa a cualquier actividad.

Los banqueros públicos de gorra roja no miran a los lados, solo están atentos al teléfono, a la llamada de Miraflores, prestos y serviciales para preparar el próximo pago del carnet de la patria, de la misión madres, del regalo de Reyes o el próximo bono de carnaval y su respectiva octavita. Usan billetes de nueva denominación, no tienen que sufrir la humillación del cajero automático ni afrontar quedarse en casa por no tener para el pasaje, o que en las taquillas del banco apenas les entreguen 5.000 bolívares que no alcanzan ni para el estacionamiento. Viven en otro mundo; sin hambrientos escarbando en la basura ni familiares que saben cuántos minutos les quedan de vida porque llevan 7 días sin diálisis.

Los bancos tienen más de 4.000 años de antigüedad. Se desarrollaron en Mesopotamia y tuvieron su resurgimiento en la Edad Media con lombardos, judíos y templarios, que no estaban afectados por las prohibiciones de la Iglesia o le servían de alguna manera. La palabra banco viene de Italia, porque era en un banco o mesa que funcionaban en las plazas de las ciudades donde empezaron a operar. Los más emprendedores esperaban sentados que se les acercaran los necesitados de efectivo o de algún capital importante para iniciar alguna actividad comercial, casi siempre comercio de ultramar. Estos banqueros inventaron el dinero en papel, los cheques y también la bancarrota. Cuando no podían hacer frente a sus obligaciones, porque prestaban más de la cuenta o se comprometían sin tener los recursos tenían que manifestarlo de una manera gráfica, que todos los parroquianos en la plaza lo entendieran. Entonces destruían su banco a hachazos, era la bancarrota. Ahora el aviso es criptográfico, entre byte y bites. Quebrado.