Aquí las primeras páginas del libro de Nelson Bocaranda Sardi
Aquí las primeras páginas del libro de Nelson Bocaranda Sardi

Primeras páginas de BOCARANDA. EL PODER DE LOS SECRETOS, de Nelson Bocaranda Sardi y Diego Arroyo Gil, publicado por Editorial Planeta:

 

Las únicas dos personas a las que les dije quiénes eran las fuentes que me informaban sobre la enfermedad del presidente Hugo Chávez fueron Simón Alberto Consalvi y Luis Vezga Godoy, mis confidentes y amigos. Se los dije por medidas de seguridad. Por si me pasaba algo. Les expliqué de dónde y cómo me llegaba la información, de manera que estuvieran enterados de todo en caso de que se presentara alguna situación indeseada. Nadie mejor que un gocho para guardar un secreto. ¡Si eran dos, mejor! No sucedió nada, gracias a Dios, aunque en julio de 2013, ya fallecido Chávez, fui llamado a testificar en la Fiscalía General de la República. Me citaron con base en una acusación falsa. A propósito de un tuit a través del cual había advertido que en las elecciones presidenciales en las que se enfrentaron Nicolás Maduro y Henrique Capriles, el 14 de abril, se habían ocultado unas cajas llenas de votos en un Centro de Diagnóstico Integral, dijeron que yo había “incitado a la violencia”. Una cosa absurda. Un pase de factura. No me perdonaban que tuviera acceso a todos los datos que ellos no conocían. No me perdonaban haber dicho lo que no querían que se supiera con respecto a la gravedad de Chávez. Nos enteramos de la muerte del presidente el 5 de marzo, yo publiqué el tuit el lunes 15 de abril y la campaña que Ernesto Villegas, Andrés Izarra, Mario Silva, Pedro Carreño, entre otros, emprendieron contra mí fue tan fuerte e inmediata, que un contacto que tengo me recomendó que saliera del país. Yo tenía información de que querían allanar mi casa y por Venezolana de Televisión (VTV) decían que tenía que ir preso. Eran muchas, muchas las amenazas. Me aseguré de que me iban a dejar salir y, el 17 de abril, me fui al aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía. Había conseguido rápidamente un pasaje para Miami con American Airlines. Cuando iba a entrar al avión, se me acercó un agente de Inmigración y me dijo: “Mira, Bocaranda, mi jefe quiere hablar contigo”. Yo no sabía quién era el hombre ni quién su jefe, y le dije: “No es posible, no es posible, el avión está saliendo”, y entré. ¡Ni de vaina me regresaba yo! Luego me enteré de que el jefe de Inmigración quería que yo le contara runrunes sobre Chávez. ¡Gente safrisca y faramallera, que nunca falta! Me fui a Miami, pero la campaña en mi contra continuó, hasta que el 4 de julio la Fiscalía emitió la citación. La noche de ese día una persona me dijo que, a través de un personaje de la farándula venezolana, podíamos averiguar qué era lo que quería de mí la Fiscalía. Al principio aquello me resultó muy extraño… ¿qué tenía que ver el show business con el gobierno?…, pero se hizo el trámite y la respuesta fue que la citación era para preguntarme por mis fuentes. El hecho es que esta figura de la farándula asesoraba a una muy encumbrada funcionaria del Ministerio Público en cuanto al vestuario. Incluso se la ha llevado de paseo por Europa para que asista a grandes festejos de la moda. Vuelos en primera clase y hoteles cinco estrellas. Todos los gastos corren por cuenta de ella, faltaba más. Tal es el “socialismo” que profesan y practican. Una farsa. Nunca dudé en asistir a la citación. Mis abogados me dijeron que no había manera de que me imputaran, aunque como esta gente es capaz de hacer cualquier vaina, estábamos atentos. Yo llegué a Caracas, desde Miami, el 10 de julio. Esa noche no dormí en mi casa sino donde un buen amigo y me preparé para ir a la Fiscalía al día siguiente. A las 8 de la mañana en punto estaba en el Ministerio Público. Les caí por sorpresa. Ellos pensaban que yo no iba a presentarme porque era “un cobarde de mierda”, y esas cosas. A través de Nelson Eduardo, mi hijo, también periodista, publiqué un tuit para informar que estaba en la Fiscalía y eso dio pie para que el gobierno enviara un autobús cargado de gente para que me insultara. “¡Criminal! ¡Asesino! ¡Pitiyanqui!”, lo mismo de siempre. Un escándalo. Finalmente, a las 10 de la mañana, llegaron los fiscales: eran dos mujeres y un hombre. Sin darme cuenta, en uno de los bolsos de viaje yo me había traído a Caracas una cruz de San Benito Abad. Me la encontré mientras deshacía la maleta y, como me pareció una buena señal, me la llevé al Ministerio Público. Justo antes de que comenzara el interrogatorio, escucho que alguien dice: “Hoy es 11 de julio, día de San Benito”. ¡Coño! Y una de las fiscales pregunta: “¿Ese es el que le consigue novio a uno?”. “No, no –le respondo yo–. Es el otro San Benito, San Benito Abad, este que tengo yo aquí”, y saco la crucecita y le digo: “San Benito Abad, el que conjura al Demonio”. Les echo la bendición a los fiscales y me persigno yo, ¡por si acaso! El interrogatorio duró cuatro horas y, en efecto, la pregunta recurrente fue quiénes eran mis fuentes. La insistencia fue tal que, en cierto momento, les dije: “Está bien, voy a revelar quiénes son mis dos fuentes”. La cara les cambió inmediatamente. “Mis fuentes son la fuente de la plaza O’Leary, en El Silencio, y la fuente de la plaza Venezuela. Dos hermosas fuentes de agua”. ¡¿A quién carajo se le ocurre que uno va a traicionar a sus fuentes?! Yo confesaba quiénes eran y me mataban: ¡me matan! La única circunstancia que me permitiría decir quiénes fueron mis informantes es que esas personas mueran, y con eso no quiero decir que lo desee, ni mucho menos. Parece absurdo que tenga que aclararlo, pero prefiero hacerlo para evitar malos entendidos o interpretaciones a conveniencia. Además, sigo en contacto con esas fuentes. Guillo.

 

¿Alguno de tus informantes era pariente del presidente Chávez?

Esto nunca lo he dicho, pero ya puedo hacerlo: una persona del entorno de Chávez dio la orden de que se me transmitiera la información. De eso me di cuenta con el tiempo, atando cabos. Cuando se le diagnosticó el cáncer al presidente se abrió la incógnita de quién podría ocupar su lugar, de quién estaba en capacidad de sustituir al hombre que concentraba un poder que solo él tenía, el líder cuyas órdenes jamás se discutían. Se sintió temor de que se desatara una guerra interna. ¿Chávez podría ser reemplazado por alguien de su familia? ¿Por alguno de sus principales aliados en el gobierno? ¿Tenía que ser un civil? ¿Tenía que ser un militar? Ante las dudas, se decidió que la información sobre su estado de salud saliera a la luz.

 

¿Él sabía quién te informaba?

Tal vez. Yo mismo a veces me pierdo en el laberinto, pero tonto no soy. Para que la gente entienda cómo funcionan las cosas en Venezuela con el chavismo: durante el interrogatorio en los tribunales, una de las fiscales dijo que ella no sabía qué era Twitter, donde yo publicaba mucha información sobre la enfermedad del presidente, y me pidió que lo explicara. Lo expliqué, hecho el pendejo, porque era obvio que ella sabía qué es y cómo funciona Twitter. Finalizado el interrogatorio, a punto de salir de la sala, la misma fiscal se me acercó y me dijo, casi al oído, calladita: “Yo te sigo en Twitter, Bocaranda, yo te sigo”. Lo mismo me sucede en el aeropuerto de Maiquetía, donde en general siempre ha habido buena receptividad por parte de los funcionarios. Cuando me revisan el equipaje, el 90% de las veces se disculpan, me dicen que no tienen nada en contra de mí pero que están obligados a cumplir órdenes. Además, aprovechan para criticar al gobierno y para pedirle a uno que siga en lo suyo, dando la pelea. Alberto Federico Ravell, a quien también lo tienen en la mira cuando viaja, o cuando lo dejan viajar, derrite chocolate sobre unos calzoncillos y los pone encima del resto de la ropa, de modo que cuando los agentes de Inmigración abren la maleta, se llevan un susto.

Como no sabíamos cuánto tiempo duraría la visita a la Fiscalía, Bolivia, mi esposa, me había reservado pasajes, a distintas horas, para salir del país. Tenía vuelos a Lima, a Bogotá y a Miami a lo largo de la tarde. Yo estaba indeciso en cuanto a si me iba o me quedaba en Venezuela. A fin de cuentas, todo había salido aparentemente bien. Frente a las dudas, fui a ver a una persona estrechamente vinculada al gobierno, que me dijo que lo mejor era que me fuera, pues si bien no habían logrado sacarme información durante el interrogatorio, al día siguiente podían reaccionar y joderme. “Vete y quédate tranquilo afuera”, me recomendó. Bajando a Maiquetía nos encontramos con que había habido un accidente y el tráfico era un infierno. Era imposible que llegara para montarme en el último vuelo para el que tenía reserva. Llamamos a la aerolínea Santa Bárbara, y tuvimos la suerte de que su vuelo a Miami programado para las 6 de la tarde estaba retrasado y había asientos disponibles. Por casualidad, Miguel Henrique Otero y otro gerente del diario El Nacional, Daniel Pérez Poleo, también viajaban en ese avión. Cerca de la medianoche, nos llamaron a embarcar. Estábamos todos los pasajeros dentro del avión, sentados, y el avión, parado. Y pasaba y pasaba el tiempo y el avión, parado. Pensé: “¿Y si esta vaina es por mí?”. En esas circunstancias a uno se le ocurre hasta lo inimaginable. Nada, como era un vuelo fuera de hora, faltaba un documento de autorización que no estaba listo. Una vez que llegó el documento, nos fuimos. Salimos de Caracas a la 1 de la mañana y aterrizamos a las 4 en Miami.

 

¿Cuánto tiempo estuviste allá?

Seis meses, hasta que consideré que podía regresar y regresé. Durante ese período nunca dejé de trabajar. Ni siquiera abandoné la radio. Mariela Celis, mi compañera de programa, tenía un iPad en el estudio de Caracas y yo tenía otro en el estudio de Miami desde donde transmitía, vía satélite. El audio era perfecto y estar conectados por video me permitía a mí ver a los invitados y a ellos verme a mí. Yo quería que la menor cantidad de gente posible supiese que estaba fuera y creo que lo logré. Decía, por ejemplo: “Oye, Diego, qué bien te queda esa camisa de cuadritos”, o “Mariela, hoy viniste más arreglada que de costumbre, ¿de quién es la fiesta que tienes esta noche?”, y cosas así. La gente me escuchaba y no sospechaba nada. Lo hice para proteger a la radio y a los anunciantes. Era mi compromiso. Siempre he procurado tener las mejores relaciones con las empresas y con la gente con las cuales trabajo.

La primera estación de radio donde ejercí el oficio fue Radio Aeropuerto, que funcionaba en Maiquetía, aunque las oficinas donde yo operaba quedaban en Caracas, en el Centro Empresarial del Este. Uno salía a la calle a buscar la noticia, grababa en unos rollitos de tres minutos de duración y el audio se enviaba a Maiquetía con los choferes de una famosa línea de taxi, la 22Mil, desde la avenida Fuerzas Armadas. Todavía estábamos lejos de la tecnología de la que disfrutamos hoy en día. Yo fui a parar a Radio Aeropuerto gracias a otro periodista, Tomás Matos Betancourt. Un día, estando en el Congreso, me encontré con él y me dijo: “Oye, chico, estamos buscando reporteros para la estación del aeropuerto. Ven acá, vamos a hacer una prueba”. Me dio un micrófono y me pidió que hablara, que dijera cualquier cosa. A lo sumo habré llegado a decir: “Los saludo, amigos, desde Radio Aeropuerto…”, cuando Matos Betancourt me interrumpió: “¡Listo, listo, perfecto!”. Llamó al doctor Luis Hernández Solís, el dueño de la estación, y le dijo: “Mire, doctor, aquí tengo a un muchacho que tiene pasta para periodista. Se viene a trabajar con nosotros”. Era 1962. (…)

 

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