Esto es la resistencia - Runrun
Luisana Solano Jun 06, 2014 | Actualizado hace 10 años

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I

No se le quiebra la voz. Tampoco el empeño. Hasta que llega a ese punto. “Esta parte es difícil”, se disculpa. Carraspea, se incomoda. Ya contó cómo la detuvieron, esposaron y humillaron. También explicó cómo entró en shock cuando escuchó que iría a una cárcel común. Habla de sus noches, de sus días, de un menú solo con arroz, de las requisas… pero solo aquí se detiene, “porque esa sí fue la peor”.

Rebeca es una estudiante universitaria. No se levanta de la silla pero escenifica el día que llegó el grupo de mujeres que revisarían a las privadas de libertad. La hicieron recostar de una pared. Con la espalda pegada pero las caderas hacia adelante y las piernas abiertas. Sin ropa interior. «La mujer me alumbraba allá abajo con una linterna y como no veía nada me hacía bajar más y más. Estaba casi agachada, cuando me hizo montar una pierna en algo más alto. Buscaba un celular, que por supuesto no encontró”. Eso fue lo peor, insiste. Lo peor. Aunque a lo largo de su relato sea difícil establecer ese “ranking”.

Por ejemplo, puede recrear el momento de recibir la notificación en el tribunal que la condenó a encierro en una cárcel común, junto a otros compañeros. Esperaron el mazazo con las manos agarradas. La noticia la paralizó, solo reaccionó al ver el llanto de sus abogados. Lo que más llamó su atención fue que la jueza no la mirara: “nunca nos vio a la cara”. Llegó, leyó, desestimó todos los elementos a su favor y sentenció como quien lee un guión, “y nunca volteó a mirarnos”. Se fue. Sin ver para atrás.

Por estos días, a una de esas juezas que no se atreven a levantar la cara -pero confinan a los jóvenes a encierro- le tocó ver cómo sentenciaban igual a su hijo. También por protestar.

II

Adentro, en la sala, nadie llora. Pero cada historia podría quebrar al más recio. Una muchachera, sus papás y abogados se abrazan, se escuchan, se acompañan, en un cóctel de dolor con rabia que se convierte en camaradería. A ellos les cambió la vida y ellos quieren cambiar estas condiciones de vida, que los lanzaron a la calle, luego a las garras de los cuerpos del Estado; a algunos al piso de la cancha o un «tigrito» de una cárcel común; a otros a llorar cada noche en el cuarto vacío de un ser querido.

Esa mañana de mayo de 2014, en una sala grande, las víctimas se turnan el micrófono para hablar. De sus casos, de lo que ha pasado en Venezuela desde febrero, de una tragedia personal que se hizo país.

Gracias a las fotos que se viralizaron pronto en redes sociales, Marvinia Jiménez es fácil de reconocer desde el público. Esta vez viste de negro, con pantalón largo, franela y botas; está muy bien peinada, maquillada y toma la palabra con aplomo inusitado. Ya no es esa muñeca rota en falda larga que vimos con sus brazos pisados por las rodillas de una agente de la Guardia Nacional Bolivariana. Bolivariana, sí. No es el rostro que vimos mancillado por un casco de guerra ni el cabello estrujado contra el pavimento en cada golpe. Marvinia ya no tiene en frente el rostro sonriente de la prófuga, Josnedy Castillo, de quien no tiene noticias, por cierto. Lleva más de 15 días esperando respuesta oficial de la situación de su agresora dentro del comando. Sin respuesta.

Le habla, ahora erguida y enérgica, sin moretones, a otras víctimas. “¡Yo no he parado ni me voy a parar. Yo voy a seguir protestando! Pacíficamente”. Ese auditorio en Colegio de Ingenieros revienta en aplausos. Nadie llora. A nadie se le quiebra la voz.

Tampoco le pasará al padre de Gerardo, que se llama igual que su hijo preso. “Él les manda mucha fortaleza”. Empieza el festival de acentos; éste es tachirense, pero pasarán marabinos, llaneros, valencianos, caraqueños. Aunque la mayoría de detenidos está en Caracas, la represión va por todo el territorio sembrando miedo y en los estados el maltrato se dibuja peor.

Los familiares de quienes están aún detenidos advierten algo a los medios: “Cada vez que nos quejamos de lo que les pasa allá adentro, ellos sufren consecuencias. Es delicado que yo te cuente ahora”.

III

De pronto se paró Carmen Julia. “Tengo 48 años y no me hace falta tener 15. Soy solidaria con ustedes, con lo que están haciendo, porque yo estuve presa 8 años, por delincuente, y les digo que estar en una cárcel es feo. La gente no tiene idea de lo que es eso, y me parte el alma ver que se los están llevando a las cárceles. Yo salí y decidí que no vuelvo, que soy otra persona, que quiero ser mejor y vivir en un país mejor. Tengo un hijo que sale a protestar y me da miedo lo que pueda pasarle”. La audiencia se para, grita, chifla y aplaude. Carmen se va a sentar, pero antes cuenta que “ese desayuno que se están comiendo se los hice yo con mucho cariño”.

A ella le siguen otros. Y otras. Y otros.

Más de la mayoría en ese lugar sabe cuánto aprietan unas esposas. Algunos durmieron con ellas y muestran las marcas. Pero ahí hay solo abrazos, algunos duran minutos. Nadie llora. “Qué bueno verte”. “Llámame, pero por el otro teléfono, el mío me lo quitaron”. “¿Estás viendo el tuiter? La gente cree que el único preso que sufre es Leopoldo”. Hay complicidad, la “resistencia” es una palabra común en ese encuentro. Para algunos funciona como una familia, una cadena de apoyos. Así, en plural. “Ni de broma te acerques por tu casa. Están por allí otra vez”, le aconsejan un par de amigos a alguien. “Vente a dormir a mi casa, mejor”. “No tengo ropa”. “Yo te presto”.

Se abre la puerta y entran los abogados de la ONG Foro Penal Venezolano y Marino Alvarado, de Provea. El público se pone de pie sin que nadie lo pida. Aplauden efusivamente. Va a empezar la reunión.

IV

Ocho días después, un grupo de estudiantes está ofreciendo un testimonio, muy cerca del lugar donde fueron “levantadas” las carpas en las que protestaban pacíficamente, frente a la sede de la ONU. Un ringtone interrumpe la conversación. Lo sigue un secreteo, una alteración, se encogen de hombros y una frase resquebraja el ambiente: “¡Se llevaron a Goyo!»

Se van.

Andan por ahí. Siguen. Y van a seguir. Desde el 4 de febrero de 2014 han detenido a más de 3 mil personas por manifestar; más de 200 tienen menos de 18 años. Casi 2 mil venezolanos tienen procesos pendientes, medidas restrictivas de su libertad. Por protestar. Hoy permanecen 126 ciudadanos tras las rejas. De esos, 57 son estudiantes. Todas las cifras son registradas, verificadas y actualizadas por el Foro Penal.

Entretanto, otros venezolanos se preguntan si ya es hora de dejar de llamar a esto democracia.

Nota: algunos nombres fueron cambiados para no perjudicar a las víctimas, más de lo que ya están.

 Tamoa Calzadilla

@tamoac