De guerras y elecciones por Víctor Maldonado C. - Runrun
De guerras y elecciones por Víctor Maldonado C.

Alfonso_XIII_of_Spain

Alfonso XIII fue el último rey español antes de la insurgencia de la Segunda República. Hijo póstumo, este Borbón apodado “el africano” fue proclamado mayor de edad a la temprana edad de dieciséis años, y desde ese momento tuvo que asumir el poder de una sociedad en transición hacia la industrialización y una mayor presión demográfica. Los primeros años del siglo XX fueron turbulentos, de ganancias y pérdidas, de recomposición y de perplejidad ante nuevas formas de protestas, por nuevas razones, en las que los titulares del gobierno estaban constantemente expuestos a las precoces prácticas del terrorismo. España no fue la excepción. Pocos años antes, en los estertores de la regencia de su madre la reina María Cristina se habían perdido las últimas posesiones coloniales. Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Estados Unidos se había encargado de patrocinar el desalojo y por lo tanto España buscaba una nueva posición en el mundo, buscando al menos ser una buena aliada ahora que ya no era poderosa.

El monarca no pudo interpretar apropiadamente el signo de los tiempos, marcados por las exigencias de una mayor liberalidad y necesidad de paz, progreso y democracia. No haberlo entendido le hizo apostar por una serie experiencias bélicas desastrosas que terminaron de dañar la reputación de la monarquía.  Contrario a lo que indicaba el sentido común la respuesta que intentó Alfonso XIII fue apoyarse en una serie  de gobiernos dictatoriales que comenzaron con el golpe de Estado que dio  el General Miguel Primo de Rivera. La dictadura, empero, no pudo atajar la convulsión social y las exigencias de una mayor apertura. La corrupción, la impunidad y el cohecho practicado por los afectos al rey junto a los malos resultados de la gestión pública obligaron al barajo del gobierno, la proposición de una “dictablanda” y el llamado para  elecciones municipales, que se pactaron para el 12 de abril de 1931. El desastre fue total. Las principales ciudades del reino fueron ganadas por el bando republicano que rápidamente cantó victoria, decidido a cobrar su triunfo mediante la exigencia de nuevas condiciones para el ejercicio del gobierno y la titularidad del Estado. Esa misma noche el rey debió abandonar el país y con su partida se proclamó la II República.

En otra parte de Europa los bolcheviques habían implantado el “comunismo de guerra”. Habiendo tomado el poder se produjo una época de convulsiones y de guerra civil que los obligó en 1918 a tomar medidas para abastecer al ejército rojo y a las principales ciudades de la URSS.  La guerra fue la excusa para controlar las grandes empresas, planificar y organizar la producción desde el Consejo Superior de Economía, eliminar el derecho de huelga y exigir conciencia y disciplina laboral, constituir el servicio de trabajo obligatorio para las clases no obreras (trabajo forzado), legalizar y practicar las requisas de los excedentes agrarios de los campesinos para distribuirlos al resto de la población, racionar alimentos y artículos esenciales que comenzaron a ser distribuidos de manera centralizada, ilegalización de la empresa privada, y poner bajo el control militar a los ferrocarriles, que no significaba otra cosa que la apropiación de los sistemas y canales de distribución. Este régimen económico hizo más penosa la conflagración. Se vaciaron las principales ciudades porque sus habitantes se morían de hambre y volvían a los campos para encontrar algo con que alimentarse. El mercado negro surgió con fuerza y arrojo a pesar de la ley marcial y la lucha contra la especulación. El rublo se derrumbó al punto que se hizo efectivo un régimen de trueques que contribuyó al hundimiento de la industria pesada, la debacle de los salarios y el desplome de los servicios públicos. Todas estas consecuencias no fueron el resultado de la guerra sino del comunismo de guerra que se le había aplicado a la economía soviética. El resultado fue una hambruna que duró entre 1921 y 1922.

El hambre obligó a Lenin a una pausa en el camino hacia el comunismo. “No somos lo suficientemente civilizados para pasar directamente al socialismo” se lamentaba a la par de impulsar una Nueva Política Económica que oficializaba el Capitalismo de Estado en coexistencia precaria con la pequeña empresa y los pequeños productores del campo. Esa pequeña ventanilla hacia el mercado hizo, no obstante, la gran diferencia que los mantuvo a flote hasta la instauración de los planes quinquenales de Stalin que, por volver a la línea dura del comunismo de guerra, aseguró el derrumbe final que ocurrió en 1991. Todos los historiadores están de acuerdo en que fueron precisamente malas decisiones económicas y políticas lo que acabaron con el intento de realizar esa distopía.

Pero el hombre está condenado a replicarse y a cometer los  errores que aseguraron la tragedia de otros en otras épocas. En Venezuela se practica el mismo esquema de “comunismo de guerra” aunque no haya guerra civil alguna y se devanen los sesos para inventar conjuras y conspiraciones. La guerra económica existe pero no como lo propone la propaganda oficial. La de verdad  la ha aplicado sistemáticamente el gobierno para imponer su socialismo a pesar de que ya cuentan con evidencias suficientes de que ellos son los que están provocando los mismos resultados que hicieron a Lenin buscar una pausa en su marcha hacia la nada.

Estos ejemplos nos demuestran que los malos resultados económicos pueden provocar efectos políticos insólitos que obligan a los gobernantes a intentar un salto o una pausa. Alfonso XIII vio en sus plebiscitarias elecciones  municipales un chance. Lenin pensó en el retroceso táctico, dos pasos atrás para el posterior reimpulso.

Maquiavelo aseguraba que la suerte del príncipe dependía de su virtud y de su fortuna. Se refería a la capacidad que se demuestra en una oportunidad crucial o que se pierde en un último error, en la pérdida del pedal, en la caída ridícula y en la risa burlona que disuelve cualquier posibilidad de  respeto. Mantenerse en el poder es una función compleja de atributos, buenos resultados, credibilidad, autoridad y respetabilidad. Sin esa mezcla no hay otra salida que la decidida por Alfonso XIII, asumir los resultados, agarrar el automóvil, manejar hasta Valladolid, tomar un barco y partir hacia un exilio que solo terminó con la muerte.  Porque al final la realidad impone sus condiciones.

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