Esa impunidad que nos mata por Víctor Maldonado C. - Runrun

JUSTICIA NO IMPUNIDAD

La impunidad es hija de la desesperanza nacional. Y es su principal provocadora, ya que un país que no se rige por sus instituciones, porque estas han sido devastadas, y que no le tiene temor a la ley, porque el gobierno ha renunciado a regirse por el imperio del derecho, no termina siendo otra cosa que esta situación ingrata de violencia y confusión generalizada.

El régimen de Chávez y la infamia de su sucesor son los responsables de haber hecho añicos cualquier tipo de condiciones de marco. La gente sabe, por ejemplo, que no hay autoridad interesada en invocar la ley y administrarla con justicia. Igualmente tiene plena conciencia que por esta misma razón se encuentra en condición de soledad y minusvalía. Teme constantemente ser objeto fatal de un hecho de fuerza, y que el crimen lo haga una de sus víctimas. Ha aprendido que hay, por lo menos, dos raseros, uno de los cuales favorece a los simpatizantes del gobierno, y otro que perjudica proporcionalmente al resto. Está consciente de que por las calles del país se pasean bandas armadas que imponen por la violencia sus propios términos, con la mirada complaciente de las autoridades, que las prodigan y aúpan. Ha comprendido que esta revolución esconde todos sus fracasos detrás de ese aparato de represión que no puede negar su talante fascista. Y entiende que toda expropiación es un robo, que detrás de esas decisiones hay una predisposición mafiosa al irrespeto y a la violencia.l

En La República de Platón se lee que «la valentía es propia de aquel que puede discernir entre lo que debe temer y lo que no». Por esa razón es que al filósofo le parecía que la libertad no podía ser otra cosa que el ejercicio continuo y sistemático del apego a la norma. Practicar la libertad -decía- es el esfuerzo que todo ser humano debe imponerse para distinguir entre lo permitido y lo prohibido, entre el seguimiento de la norma y la ausencia de ella. El problema de nuestro país es que todas esas fronteras se han borrado para dejarnos al arbitrio del terror de no saber si el de al lado es prójimo o adversario feroz. Nuestra tragedia cotidiana es que sin una vida social en la que estemos igualmente sometidos a leyes virtuosas todos  terminamos siendo componentes de una única mezcla de degradación, envilecimiento y crimen. Todos terminamos apostándole a la violencia sin entender que ella no puede sino engendrar más violencia. Pero en ausencia de leyes esa es la única alternativa. No hay forma de enseñar la valentía cívica si todo el alrededor es violencia ejercida con cinismo y a la sombra de los eufemismos mas viles. Esa confusión, esa pérdida de referentes para ser virtuosos es parte de nuestra tragedia.

Las calles del país están llenas de cobardes pero «guapos y apoyados». El socialismo del siglo XXI se ha ufanado de esa igualación de todos por el terror, de la autorización para la ocupación y el saqueo, y del ejercicio cotidiano del crimen, la malversación, el cohecho y la gavilla. Tribunales y fiscalías se han especializado en la indiferencia, cuando de ellos se trata, y de la alevosía cuando el caso esta relacionado con el resto. Y la gente lo ha leído así, desde la sencillez del lema que autoriza cualquier cosa dentro de la revolución y que a la vez obstaculiza cualquier otra que no la invoque. Los dos raseros, tanto el que legitima los privilegios de las montoneras como el que ubica al resto como ciudadanos de segunda, nos coloca a todos en el brutal espacio de las vías de hecho, allí donde la expropiación que te despoja, el balazo que hiere, la puñalada que degüella, el secuestro que extorsiona o las drogas que embrutecen, son todas ellas, posibilidades que se practican sin que la responsabilidad por las consecuencias de esos actos te hagan temer el castigo. La impunidad patrocinada y practicada por el régimen es la partera de buena parte de nuestras desdichas y de toda la ruina que estamos experimentando.

Veinte mil muertos por año son el aval trágico de mis argumentos. Uno tras otro vamos desgranando esa tragedia de la muerte inexplicable o de la violencia ejercida hasta el trauma. Todos somos los espectadores forzados del «malandreo» como práctica universal que va contaminando todas y cada una de las relaciones sociales, desde las más obvias hasta aquellas practicadas por los funcionarios de gorra roja que se ufanan de la represión aplicada por ellos para forzar la realidad aun a costa de violar todos sus fundamentos. Malandro es el que allana una empresa, o que impone una ley contra-natura, tanto como aquel que se para en una esquina para cobrar peaje. Malandro es todo aquel que impone sus propias condiciones porque se pretende inmune a las consecuencias. Y el problema del país es que vivimos un extenso y complejo sistema de relaciones malandras que el régimen practica, patrocina y estimula.

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