Fiat justitia por Ibsen Martínez - Runrun
Sendai Zea Feb 23, 2012 | Actualizado hace 12 años

 

Tras leer las noticias de sendas catástrofes carcelarias en Honduras y México, recordé la locución latina fiat justitia, ruat caeloum que, libremente traída a nuestra lengua, significa «haz justicia aunque los cielos se desplomen».

 

Como se sabe, un incendio causó la muerte a más de trescientos reclusos de la prisión hondureña de Comayagua, en una de las tragedias carcelarias más crueles que jamás se hayan registrado en América Latina, comarca donde los siniestros carcelarios son endémicos desde hace décadas.

Hacinada en pestíferos pabellones, la mayoría de las víctimas falleció sofocada por el humo, sin escape posible y esperando, en medio de infernal angustia, un auxilio que nunca llegó. Pocos días más tarde, un enfrentamiento entre presidiarios del penal mexicano de Apodaca, dejó al menos 44 reclusos muertos luego de una dantesca madrugada.

El portavoz de Seguridad del estado mexicano de Nuevo León (fronterizo con Estados Unidos), Jorge Domene, detalló que, sobre las dos de la madrugada del domingo, un grupo de internos tomaron como rehén a uno de los custodios. El motín se habría producido por una disputa de poder entre miembros del cártel del Golfo y el de Los Zetas.

Para un observador venezolano, ambos episodios traen a la memoria las centenas de revueltas carcelarias que delatan la perversidad que entraña la total carencia de verdaderas instituciones correccionales en nuestro país. Pronto hará veinte años que un cruento motín, desatado en la Cárcel Nacional de Maracaibo, se prolongó durante más de una semana y arrojó un saldo de 103 muertos.

Muchas de las víctimas fueron abatidas por fuego de armas de guerra en posesión de bandas rivales de reclusos. El motín comenzó con un incendio muy probablemente provocado por los mismos confinados. Durante la refriega, que las autoridades presenciaron, entre sobrepasadas, inermes o culpablemente desentendidas, ocurrieron atrocidades tan aborrecibles como la mutilación de cadáveres y personas salvajemente quemadas vivas por enloquecidos compañeros de infortunio bajo efecto de las drogas.

La matanza de la cárcel de Sabaneta, como fue conocida por la prensa de sucesos, no ha sido, ni con mucho, la única que, de entonces a la fecha, se ha registrado en nuestro país. Un anuario que recogiera puntillosamente los sucesos carcelarios en nuestro país sería, sin duda, un grueso volumen, pero ¿tendría lectores? Un rasgo de la creciente deshumanización de nuestra sociedad es el vacío colectivo en que caen los informes de las ONG que escrutan la situación de los derechos humanos.

Que instalaciones pretendidamente correccionales se conviertan en dantescos mataderos es, tristemente, uno de los fenómenos más característicamente latinoamericanos. Honduras es, sin embargo, uno de los países de nuestra región que peor récord ostenta en este macabro renglón.

Se trata del país cuya segunda ciudad en importancia, San Pedro Sula, encabeza la lista latinoamericana de ciudades más violentas y letales, contra la conseja periodística de que tal distinción corresponde a la mexicana Ciudad Juárez. Todavía los hondureños recuerdan con horror los dantescos motines, que en los años noventa, se desataron en una cárcel irónicamente llamada El Porvenir.

El fenómeno no es exclusivo de la región centroamericana, traspasada por la pobreza, el narcotráfico y sus guerras: entre los superlativos regionales en punto a letalidad se cuenta el penal de El Higuey, en la República Dominicana, donde en 2006 más de 133 personas murieron atrapadas en el fuego cruzado de un motín o abrasadas vivas en los incendios que suelen acompañar estos sucesos.

No es casual que la sensibilidad de algunos artistas latinoamericanos -narradores, cineastas, dramaturgos- se haya prendido de lo que, además de ser crudelísimas y sangrientas ocurrencias, representan un síntoma del fracaso de nuestras sociedades.

Héctor Babenco, el realizador brasileño que en 1985 ganó un Oscar con el film «El beso de la mujer araña», ha plasmado magistralmente la lenta combustión de conflictos humanos dentro de una instalación penitenciaria que, en 1992, condujo a la masacre ocurrida en la infame prisión de Carandiru, al oeste de Sao Paolo.

Muchos expertos han intentado explicar por qué las prisiones latinoamericanas han llegado a ser tan horrorosamente letales. La mayoría coincide en advertir que, mal que nos pese, nuestras cárceles no son más que subproducto de la rampante corrupción del sistema de administración de justicia. La corrupción no es tanto un hecho cultural como una equívoca manifestación de la todavía disfuncional «modernidad» latinoamericana, estatista y clientelar.

Desde que se trata de un mercado monetario, la corrupción tiende a despersonalizarse y, así, la venta y reventa de «concesiones» se tornan generalmente aceptables. En ningún otro ámbito esto es más claro que en las cárceles de nuestra América, donde la mercancía más solicitada es un elemento primordial del llamado debido proceso: una sentencia oportuna. Tener que pagar por escuchar cargos es el verdadero origen de las masacres carcelarias.

La denegación arbitraria de audiencias, la maliciosa postergación de las sentencias, crea poderosos incentivos para todo tipo de corruptela, desde los edificios de tribunales hasta los bloques de celdas.

Añádese a todo ello los protervos y poderosos tentáculos del narcotráfico y se tendrá sólo una vaga idea de lo que, día a día, significa para centenares de miles de latinoamericanos ingresar a una de nuestras cárceles.

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