La burbuja militar, por Gonzalo Himiob Santomé
La burbuja militar, por Gonzalo Himiob Santomé

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No. No tengo “información de primera mano” sobre lo que esté o no esté pasando en los cuarteles. Tampoco le hago caso a “las bolas”, casi siempre recicladas, que de vez en cuando ruedan por ahí sobre el supuesto “ruido de sables” que a veces dicen que se escucha allá o acá. No tengo en general mucho contacto con el mundo militar y, la verdad, cuando me ha tocado defender a cualquier persona, de uniforme o no, en la jurisdicción militar, me cuesta un poco comprender sus códigos y su lenguaje. No me siento cómodo con toda esa uniformidad, con toda la parafernalia, con ese acatamiento ciego de órdenes solo porque sí, con ese uso posesivo y extraño del “mi” para referirse a los superiores ni con esas frases altisonantes, muchas de ellas de una cursilería imperdonable, que repiten a coro mal encarados y como si estuvieran furiosos para infundir miedo en el “enemigo”. A pesar de lo anterior, he de decir que conozco a algunos militares muy dignos, respetables y preparados, que quizás por ello ya no están activos. Incluso algunos han tenido que pagar con cárcel su inteligencia y su espíritu crítico, pero ese es otro tema.

La cosa es que por más que primero el chavismo y luego el madurismo se han empeñado en fomentar la “unión cívico-militar”, y más allá del talante absolutamente militarista del poder en Venezuela, creo que ahora, como nunca antes en toda nuestra historia, el mundo militar está completamente divorciado del mundo civil. Al parecer a los primeros se les ha olvidado que antes de ser soldados son, primero que nada, seres humanos y, además, ciudadanos; mientras que los segundos ya no podemos ver ni de lejos el verde oliva porque de inmediato nos domina la desconfianza y la aprehensión. Toca lamentablemente generalizar, pero de este lado de la acera, la verdad sea dicha, nos sobran las justas razones para ello. Siempre en lo militar ha privado una especie de sentido de cofradía, como si se tratase cada componente de una suerte de club al que solo unos pocos elegidos tienen acceso, y eso era hasta cierto punto comprensible, pero jamás como ahora se había sentido esta disociación entre los que no portamos uniforme y los que sí lo llevan.

Pareciera que civiles y militares, incluso compartiendo tiempo, territorio y espacios, viviésemos en países distintos, en universos paralelos, sin conexión entre ellos, en los que hasta las más elementales pautas y reglas son diferentes.

No soy de los que crea que en cada militar activo de la Venezuela de hoy viva un cobarde o un corrupto. Como en todo grupo humano, de la naturaleza que sea, estoy seguro de que en cada cuartel hay un poco de todo. Militares los habrá valientes y pensantes, preocupados por nuestra nación y anhelantes de un cambio para mejor, pero también los habrá ciegos, “golilleros”, oportunistas y abusadores, como los hay en el mundo civil, que es su espejo. En este sentido, vale destacar que, de la misma manera en que ocurre entre gobernantes y gobernados, los pueblos también tienen los militares que se merecen.

No toca acá hablar de los que tienen ya muchas deudas acumuladas con Venezuela y con la justicia. A esos ya les llegará su sábado. Hablemos más bien de los militares serios y honestos, de los menos visibles, de los que eligieron la carrera de las armas por vocación, por tradición familiar o como un medio para crecer a nivel profesional. Me pregunto: ¿Qué está pasando por sus mentes? Puede que en su comando o unidad nunca les falte el “rancho”, que cuando les duela una muela o un riñón tengan de inmediato a la mano a algún asimilado que los alivie y que les recete medicinas que ellos sí consiguen. Puede que no les falte un carro del año, aunque sea chino, y hasta que les hayan asignado residencia en alguno de esos espacios cerrados y custodiados en los que sus hijos sí pueden bajar tranquilos a jugar con sus amigos, sin tener que temer más que a algún raspón de rodilla. Puede que a cambio de todo eso no hayan tenido más que asegurar su silencio y que tragar grueso de vez en cuando, pero ¿Hasta qué punto es sostenible esa burbuja? ¿Era ese el sueño de Bolívar?

Más allá de las barricadas, de los toques de diana y de los saludos ostentosos, tenemos gente comiendo de la basura, presos y perseguidos políticos, niños que mueren desnutridos, enfermos que agonizan esperando medicinas que nunca les llegan y millones de familias divididas y dispersas por el mundo. Más allá de los tenues y frágiles límites de la burbuja militar, ahora mismo, en el tiempo que nos tomamos para leer esto, es asesinado al menos un venezolano. Más allá de las gorras, de las insignias y de las charreteras, de las botas y de las hebillas pulidas, vivimos en el país con la inflación anualizada más alta del mundo y con una (la segunda) de las tasas de homicidios por cada 100.000 habitantes más elevadas del planeta. Mientras muchos se sienten a gusto en sus cuarteles, en esos espacios inmaculados en los que al mal general se le mantiene bajo camuflaje, con toda seguridad alguno de sus familiares cercanos tiene que hacer malabares para sobrevivir o ya ha recibido su “dosis de patria”, de la mano de la delincuencia, de la persecución injusta, de la escasez o de la inflación desbordada. Entonces, ¿hasta qué punto pueden seguir aislados y jugando a la sordera?

No se trata de pedirle a los uniformados que se vuelvan opositores ni que tomen las armas contra nadie. Nada más lejos de mi intención. Se trata de hacerles ver que más allá de sus cuatro paredes, la Patria, la que juraron proteger, agoniza. Se trata de recordarles que, en esta ecuación, los fuertes son ellos, y que con ello les viene no solo un vistoso uniforme, sino además la inmensa responsabilidad de proteger, de los abusadores, a los más débiles. Se trata de reafirmarles que tienen derecho a decidir cómo quieren ser recordados, que tienen derecho, en cuanto a sus ideologías o a su visión de país, a tener la razón o a estar equivocados, pero siempre y cuando también recuerden que su obligación más sagrada, además de la de defender nuestro territorio y nuestra soberanía, es la de defender nuestro derecho ciudadano a elegir quiénes deben ser nuestros líderes y cómo y bajo qué proyecto político queremos vivir, sea que estemos equivocados o no.

Los militares no son una isla. “Ningún hombre es una isla entera en sí misma / cada hombre es una pieza del continente / una parte del todo”, decía el poeta John Donne, y por eso se dolía de la muerte de cualquier otro hombre, fuera quien fuera, y pedía no estar preguntando por quién doblan las campanas. Atentos al clarín de la realidad: Más allá de la burbuja militar, en esta hora menguada nuestras muy ominosas campanas también doblan por ellos.

 

@HimiobSantome