“Pepe el Gallego”, por Carlos Dorado
Carlos Dorado Nov 13, 2016 | Actualizado hace 7 años
“Pepe el Gallego”, por Carlos Dorado

desilusion

cdoradof@hotmail.com

 

El hombre no sólo muere físicamente, sino que también muere cuando pierde la capacidad de soñar e ilusionarse, y desde ese mismo momento la vida pierde todo sentido; y quizás bajo esas condiciones, la muerte es una especie de bendición. Avanzar sin saber cuál es el objetivo, sin estar interesado en el camino, sin saber ni querer llegar a ningún lado, es como luchar con un enemigo invisible, que corroe nuestro interés por vivir.

Después de vivir unos ocho años en la pensión de la Parroquia El Cementerio, me pude mudar a una casita de dos plantas en el pasaje Sevilla, entre las esquinas de Abanico a Socorro, y la cual me servía de oficina y vivienda. Para ese tiempo, en esa misma cuadra, se estaba haciendo una construcción destinada a la electricidad de Caracas, donde el maestro de obra era “Pepe el Gallego”. Un hombre pequeño de estatura, grande corazón y de nobleza, fuerte físicamente, y el cual se autocalificaba; “hecho y nacido en el suelo”.

Nos conocimos un viernes en la noche, mientras me tomaba una cerveza en el “Bar Tony”, que era muy frecuentado por emigrantes españoles, y la cerveza la servían bien fría, y la acompañaban de una tapa. Yo solía ir casi todos los viernes en la noche, ya que sentía que era una recompensa después de una dura semana de trabajo.

A pesar de que él me doblada en edad, siendo gallego, al igual que mis orígenes,  la conversación surgió en forma natural; y confieso que me nutrí mucho con sus conversaciones llenas de anécdotas de la vida y de su profesión, narradas con esa prepotencia, producto de la experiencia y de muchas horas clavando clavos, vaciando placa y pegando ladrillos. “Carlos, esos ingenieros y arquitectos saben mucho de planos y cálculos, pero mírales las manos, no tienen ni un solo cayo. ¿Qué constructores son esos?”

Como al año y medio de habernos conocido, cada vez que regresaba de trabajar,  podía observar desde el carro  la gente que estaba en la barra. Comencé a ver a Pepe, casi todos los días, sin importar a la hora que estuviese regresando a mi casa. Casi siempre estaba allí. Un viernes lo vi tambaleándose, ya que desde el mediodía estaba tomando cerveza. La misma escena se volvió repetitiva en los siguientes meses.

Un día, terminé de comer y fui a tomar un café, y lo encontré tomando un carajillo (café con aguardiente). “¿Pepe, qué está pasando?”, le pregunté. “No, nada Carlos”.  Me di cuenta que ya estaba viviendo sin confianza en sí mismo, en el futuro, y en la posibilidad de volver a ser feliz.

Un tiempo después, perdió el trabajo, y ya era difícil verlo sobrio. Su mujer se regresó para España. El bar, del que un día fue un buen cliente, ya no lo quería. Él tuvo que sustituirlo por unas escaleras del edificio contiguo, con una botella de caña blanca, como compañera.

“Pepe, todos cometemos errores, todos tenemos derecho a resbalar, a caer, pero tienes que volver a levantarte, a ilusionarte, a cuidar tu vida, y a que vuelvas a recuperar el lugar que te corresponde”. Me miró fijamente, y comenzaron a salírsele las lágrimas. “Amigo mío, hace tiempo que tiré la toalla, ya no puedo huir de mis fantasmas, ya nada tiene sentido para mí. Lo único que me ilusiona es la muerte, que espero que no tarde mucho en llegar”

Fue la última conversación que tuvimos. Regresé de un viaje de dos semanas, y me dijeron que Pepe había muerto, y nadie supo decirme dónde lo enterraron.

¡Hacía mucho tiempo que Pepe el Gallego se había muerto!