De la expresión a la acción, por Gonzalo Himiob Santomé
De la expresión a la acción, por Gonzalo Himiob Santomé

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Lo que voy a escribir no le va gustar a muchos. Es más, probablemente no le guste a nadie, pero, aunque algunos cuelguen desesperados sus expectativas vitales del número de seguidores o de “amigos” que tengan o dejen de tener en las redes sociales o de la cantidad de “likes” que levanten sus fotos, la vida no es un concurso de popularidad, mucho menos en las duras circunstancias actuales.

Es más, el mundo virtual, el 2.0, no es el mundo, pero de eso trata esta entrega y sobre eso hablaremos más adelante…

Mirándonos sin los velos que nos colorean, y escuchándonos sin los subtítulos con los que edulcoramos lo que decimos, no podemos sino concluir que los venezolanos tenemos una implacable capacidad para ocuparnos más de lo que hace ruido, de lo insustancial, de la apariencia de las cosas, que de su esencia. Nos ocupan más los adjetivos que el sustantivo. Somos, robándole el mote a Vargas Llosa, una civilización del espectáculo que, para males mayores, es cada vez menos civilización y más escándalo.

La Venezuela profunda no es la que más alejada está de la capital, ni la más humilde o la más rural, es la que anida en lo más íntimo de cada uno de nosotros. Es la que a veces, tras la excusa del “bravo pueblo que el yugo lanzó” (y quizás la formulación en pasado nos impide reaccionar ante nuestras obligaciones con el presente) pasa desapercibida y, aunque a veces nos neguemos a aceptarla, es quizás nuestro mayor problema actual.

¿Duras palabras no? Ciertamente. Pero no siempre nos hace un favor el que nos habla bonito, sino el que nos dice lo que no queremos escuchar. Comunicarse no es, necesariamente, hablarse en versos o en prosa depurada, sino decir lo que se tiene que decir de una manera en la que el que está al otro lado de la interlocución lo entienda y lo asimile.

Sé que muchos dirán que no somos así, o al menos que no todos somos así, pero la generalización aplica y es válida cuando se refiere al colectivo, a eso que llamamos “la masa”. Ésta, al igual que los individuos, tiene maneras de ser y de comportarse. De ella, en todo caso, las excepciones también son una parte: La que confirma la regla.

Ejemplos, sobre todo en las últimas semanas, sobran. Tiene más impacto en nosotros que a una vedette le “roben” sus fotos íntimas (cuando no es ella misma la que las puesto en circulación, por aquello que decía Oscar Wilde: “Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti”) que el hecho de que, hoy mismo, mientras leemos estas líneas, miles de personas estén en riesgo de muerte segura por no poder realizarse las diálisis que necesitan. La muerte por deshidratación de siete niños Warao en apenas cuatro días pasa, frente a cualquier escándalo de la farándula local, por debajo de la mesa. Si Julio Borges le da un besito a Delcy Rodríguez en República Dominicana, eso al parecer es más importante y genera más atención que la consideración, que es lo que debería ocuparnos, de si el “diálogo” (si es que así puede llamársele) está cumpliendo alguna función o no.

Y hago paréntesis, antes de que me caigan encima los fanáticos del ala radical opositora: No estoy defendiendo a nadie. No creo ni hemos creído, al menos en la organización en la que trabajo, en ese diálogo tal y como estuvo planteado desde el inicio, así lo hemos expresado en incontables ocasiones, y también pensamos que a la vista está, y lo hemos denunciado infinidad de veces, que al menos en el tema que nos atañe (la prisión y la persecución política) esa iniciativa ha sido peor como remedio que la misma enfermedad.

Pero el tema es otro, no nos distraigamos…

Estamos tan sumergidos en la vorágine tecnológica que no vemos que la red, y sus herramientas, han tenido en nosotros un efecto de doble filo. Por una parte, han servido para que nos enteremos en tiempo real de todo lo que ocurre, o de lo que nos dicen que ocurre, lo cual es en principio positivo, porque de alguna manera nos ha acercado como nunca antes a los acontecimientos, a lo que está afuera de nosotros mismos, de manera que nada nos pasa, sin nos afanamos en ello, desapercibido.

En este sentido, por ejemplo, las redes sociales se han convertido en un importante obstáculo para los dictadores, que ya no pueden cometer sus felonías bajo el velo de impunidad que les garantizaba la desinformación, y que además saben, porque así es, que cada uno de sus actos queda registrado en millones de dispositivos para referencia futura, lo cual es un claro antídoto contra la impunidad. Si no me lo creen, imagínense lo que habría significado para Pérez Jiménez, Castro, Videla, Chapita o Pinochet, por solo mencionar a algunos, el no poder mandar a sus esbirros libremente a hacer de las suyas contra los disidentes sin tomar las previsiones que deben tomar quienes violan nuestros derechos cuando se enfrentan, como ocurre ahora, a millones de ciudadanos anónimos que, armados apenas con un teléfono celular en sus manos, pueden registrar y decirle al mundo lo que está pasando justo en el momento en que está pasando. De haber tenido que enfrentar aquellos ese ejército de comunicadores armados con tales tecnologías, lo que hoy les reprochamos se quedaría en pañales ante lo que en verdad conoceríamos de sus andanzas.

Tampoco son pocos los casos actuales en los que, superando toda la congénita burocracia de los organismos internacionales, la simple difusión pública de un abuso, corroborado por millones de observadores anónimos, dispara de inmediato mecanismos de tutela efectivos de nuestros derechos (pronunciamientos, decisiones, y hasta sanciones) que, de otra manera, tendrían que esperar años para ver la luz. La velocidad de respuesta de la ONU y de la OEA, por ejemplo, en la reciente arbitrariedad cometida contra Enrique Aristiguieta Gramko, es prueba de ello. Por eso es que en los países donde las violaciones a los DDHH están a la orden del día, en Corea del Norte, por solo mencionar uno, el uso de estas herramientas modernas está tan severamente limitado y, sencillamente, no está al alcance de todos los ciudadanos.

Pero, por otra parte, el uso de esas mismas herramientas de la tecnología tiene, en cuanto a la acción política, un lado oscuro y acarrea consecuencias que al final del día nos resultan muy perniciosas. En primer lugar, la avalancha de información que recibimos contribuye, por contradictorio que parezca, a la desinformación. Cada suceso, cada nuevo hecho, desplaza de manera inmediata y vertiginosa al anterior, y eso pasa tanto por la misma dinámica veloz e incontrolable en el flujo de las informaciones que se difunden como también (y no podemos ser ingenuos) de manera deliberada, cuando a algún grupo le interesa distraer nuestra atención de algún tema neurálgico que a tal grupo le resulta incómodo o perjudicial. Lo que es tema de discusión un día a una hora determinada, sin importar su importancia o su trascendencia, deja de serlo a la velocidad de la luz, cuando otro tema más atractivo o llamativo, aleatoria o deliberadamente puesto en circulación, irrumpe en la palestra pública catapultado por nuestros propios dedos sobre los teclados de nuestros dispositivos. Y, hay que reconocerlo, los venezolanos somos muy propensos a caer en esos juegos, sobre todo cuando el hecho nuevo que nos distrae del anterior es escandaloso o hasta morboso, porque somos seres humanos y porque (y eso lo saben los que los ponen deliberadamente ante nuestros ojos) si tienen esas características nos van a servir para evadirnos de esas realidades mucho más duras, pero mucho menos “llamativas” o “jugosas”, que tenemos que enfrentar a diario.

Además, y esto es lo peor en mi criterio, esas mismas redes y herramientas, que tan útiles son para tantas cosas, se han convertido, especialmente en sociedades como la nuestra, en obstáculos para los cambios reales que necesitamos ¿Por qué? Porque hemos desplazado nuestro activismo ciudadano de los lugares reales y tangibles en los que nuestros hechos y palabras sí cuentan y sí tienen la capacidad para cambiar las cosas, al lugar virtual y estéril en el que podemos despotricar y descargar nuestras frustraciones sin correr riesgo alguno y, lo que es peor, sin que eso signifique, en general, mayor diferencia. Hemos sustituido, y de nuevo generalizo, con las advertencias sobre las excepciones antes hechas, a la acción, a toda la acción, por la expresión.

En el mundo virtual hacemos catarsis, nos quejamos, opinamos, incluso hasta se insulta a quienes nos abusan o a quienes hacen lo que, según nosotros, no se debería hacer en Venezuela para salir de la terrible crisis que padecemos. Pero hecho todo eso nos sentimos satisfechos con nuestro “aporte”, y luego quitamos los ojos de la pantalla solo para fijarlos en ella de nuevo cuando algún otro tema inmediato y colorido llama nuestra atención desplazando al anterior. Y el ciclo comienza de nuevo.

Y ojo, no es que yo crea que las palabras no son poderosas. Los dictadores les temen y así lo atestiguan los comunicadores sociales, los humoristas, los escritores y hasta algunos tuiteros que han sido injustamente perseguidos y hasta encarcelados en nuestro país por decir la verdad o por mostrar al mundo lo que a algunos les gustaría mantener oculto, pero lo cierto es que ninguna gesta libertaria verdaderamente efectiva y transformadora se ha quedado solo en ellas.

Si a la expresión, sagrado derecho de todos, no le sigue la acción, no somos muy diferentes a un megáfono que amplifica lo que se dice o lo que se propone, pero nada más. Si en estos tiempos, por ejemplo, nos preocupa y ocupa más el último chisme sentimental sobre la animadora de moda que la muerte aquellos niños Warao o las penurias de los enfermos renales, hay algo que está muy mal en nosotros y debe ser revisado. Si, en otro ejemplo, al #TodosSomosTalOCual no le siguen acciones concretas y materiales de solidaridad real y tangible con ese “Tal” o con ese “Cual”, no estamos haciendo nada. Y, por último, si la crítica al gobierno o a los factores políticos opositores, no viene acompañada de propuestas y de acciones concretas que la respalden y que vayan más allá de un “retuit” o de un “like” a algún comentario afín con nuestra postura, estamos perdiendo el tiempo.

Por todo lo anterior es importante, primero, revisar nuestras prioridades, actuar con criterio e inteligencia y, sobre todo ahora cuando lo que está en juego la vida de miles (por no decir de millones) de ciudadanos y hasta el destino de nuestra nación, verificar que estemos poniendo nuestra atención en lo que verdaderamente importa, que no en fugaces destellos sueltos acá o allá que, no más conocidos, pasan a ser “periódico de ayer” y son, en consecuencia, fatuos e intrascendentes; y en segundo lugar, corresponde poner pie en el mundo real, salir de la matrix y pasar, como regla de vida, de la expresión, inalienable y siempre indispensable más no suficiente, a la acción.

@HimiobSantome