CONTRAVOZ Lo que en verdad necesitamos, por Gonzalo Himiob Santomé
CONTRAVOZ  Lo que en verdad necesitamos, por Gonzalo Himiob Santomé

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Te sientas a hablar con personas que sabes que son inteligentes, que sienten una genuina y honesta preocupación por el país y que no le deben su sueldo ni su sustento a un partido, y que sin embargo los defienden a ultranza, muchas veces sin ser capaces de incluir, en sus ecuaciones, los graves errores, o los deliberados gazapos, en que han incurrido en los últimos años. También haces lo propio con otras personas, ciudadanos preparados y conscientes, que sin embargo no salen del “de esto no se sale por las buenas”, y allí se quedan. Cuando cuestionas cualquier iniciativa de algún operador político, de inmediato saltan de un lado a acusarte de ser militante de eso que llaman la “antipolítica”, y del otro a darte la razón, pero sin ayudarte a construir alguna propuesta alternativa. Cuando pones tú sobre la mesa alguna idea política, o lanzas alguna sugerencia a los leones de los partidos, entonces, contradictoriamente, te acusan, sobre todo los primeros (los mismos que te acusan de “antipolítico”) de estar “invadiendo” el terreno de los políticos, y otros te piden, más bien te demandan, que te metas entonces a “político” (mejor dicho, a “partidista”) para que tomes tú el timón y lleves entonces este barco a buen puerto. Esa es una forma pueril de delegar, en los demás, las responsabilidades asumidas por los líderes, tan prestos a reconocer de la paternidad, legítima o no, de los aciertos como a desconocer la de sus equivocaciones. Si un médico se equivoca contigo y te deja peor que cuando llegaste a él, no es válido entonces que cuando te quejes de sus fallos te salga con esa de “entonces métete a médico y cúrate tú”. Eso suena a pataleta y a falta de compromiso con las responsabilidades asumidas. Y lo peor es que, al final, la bravata no nos soluciona el problema.

 

Además, a veces se olvida que, si manejamos bien los términos, todos somos, o deberíamos ser, “políticos”, pues desde la antigua Grecia un idiota (y nadie quiere ser tenido como tal) es una persona que no se preocupa por los asuntos políticos, por lo que ocurre en su entorno o en su sociedad, o por nada que vaya más allá de sí mismo. Y no puede obviarse que, por haber sido idiotas, y por haber dejado a ciegas y en manos de los “entendidos” las cuestiones que nos atañen a todos, es que llegamos a este punto. La participación política, ya deberíamos haber aprendido esa lección, no puede ser concebida como un túnel cerrado en el que lo único que puede hacer un ciudadano es votar cuando se le exija, y nada más. Tampoco es válido que se nos exija, para opinar, militancia en una determinada fuerza política, porque mi derecho a ser parte de una organización política es igual a mi derecho a no serlo si no lo deseo.

 

La peor forma de enfrentar un problema es, de plano, negar su existencia. Podemos negarnos a creer que los partidos políticos sufren hoy por hoy en Venezuela una grave crisis de representación y de legitimidad, podemos aferrarnos a nuestro propio “wishful thinking”, tratando de forzar la realidad a entrar en el molde de lo que nosotros quisiéramos que fuera, pero nada de eso va a servirnos para afrontar los inmensos retos que tenemos por delante.

 

Sí, lo sé. Escribir algo como lo anterior en estos tiempos oscuros me va a ganar, desde el lado radical de la acera opositora, el mote de “divisionista”, entre otros mucho peores, e incluso no va a faltar quien crea, equivocado, que me estoy “prestando al juego del gobierno”. Pero la alternativa, que es el silencio, es mucho peor. Eso sí juega a favor de la arbitrariedad y de la tiranía. Y no, no se trata de creer que uno todo lo “hubiera hecho mejor”, porque nadie es dueño de la verdad absoluta, porque es innegable que el rol del político en momentos como el que nos ha tocado vivir a nosotros es muy complicado y se presta a juicios y a cuestionamientos justos e injustos (por eso más de una vez he llamado a que antes de lanzar piedras nos pongamos en sus zapatos), pero sí se trata de llamar a las cosas por su nombre y de exigirle a quienes tienen, o se han apropiado, de nuestra representación que cumplan sus funciones, primero, con el oído siempre presto a escuchar la voz del pueblo, poniendo el interés común por encima de sus aspiraciones personales y, después, guiándose al menos por el más elemental sentido común.

 

No hay duda, para que la democracia funcione los partidos políticos son vitales. El ciudadano debe contar con diferentes propuestas ideológicas para elegir, entre ellas, la que mejor sienta que lo representa. Me encantaría contar con opciones políticas coherentes que se mantengan apegadas a los principios básicos que postulan, actuando en consecuencia, pese a que eso pueda tener para los dirigentes un costo personal o político muy elevado, pero más me gustaría, en estas circunstancias particulares que vivimos ahora, que todas las fuerzas políticas, más allá de sus diferencias esenciales, se pusieran de acuerdo para mostrar un frente amplio, sólido y coherente que no haga concesiones que, a la larga, sean un remedio peor que la propia enfermedad. No se puede decir un día una cosa, al día siguiente otra, y luego salir indemne. Haber dicho, por ejemplo, que no se legitimaría de ninguna manera a la ANC, para luego decir, planteadas por ésta de manera ilegítima y a destiempo unas elecciones presidenciales, que lo mejor es “doblarse para no partirse”. Eso no es coherente ni serio. Cierta labilidad, por supuesto, es necesaria en la política, sobre todo en tiempos de crisis, pero eso es una cosa y otra, muy diferente, es que la línea política que se proponga sea la de bajar la cerviz para asumir una posición en la que nuestra retaguardia quede expuesta, y dispuesta, a cualquier abuso. Eso es inaceptable.

 

Por eso no creo que una respuesta adecuada a las barbaridades recientes del poder, planteando unas elecciones que, si se adelantan como está propuesto no serán una solución, sino un eslabón más del problema, deba quedarse en la defensa a ultranza de la “unidad”, no si se la entiende como esa “unidad”, sectaria y cerrada, que tanto hemos tenido que padecer y que más se parece a un cónclave de cómplices, cada uno velando por sus propias parcelas, que a la unidad superior y amplia que de verdad necesitamos. Vista como la plantean algunos operadores políticos (o estás con nosotros o estás con el gobierno) la “unidad” no es más que un chantaje, y se parece demasiado a la misma que pregona, demandando lealtad ciega y a ultranza, el oficialismo.

 

La propuesta debe ir más lejos. Debe articular una estrategia clara que vaya más allá de “yo sí voto” o del “yo no voto” y que en cualquier escenario permita un avance para el país, no un retroceso. Tanto si se decide participar en las elecciones, como si se decide la abstención como camino, debe planearse y articularse lo necesario a que, más allá de los resultados (previsibles, al menos tal y como están las condiciones al día de hoy) la expresión, o la falta de expresión popular, puedan ser capitalizadas luego como un éxito político por la oposición. Si se decide participar en las elecciones, y si se materializa un eventual fraude, no nos puede pasar como en otras ocasiones, en las que tan grave afirmación no pudo o no quiso demostrarse. En esto, si se decide participar, la labor de los partidos, de la mano de los ciudadanos, que debemos también asumir nuestra responsabilidad, es fundamental. No puede faltar un solo testigo, preparado y resteado, en ningún centro electoral de la nación, no deben faltar observadores nacionales e internacionales imparciales y no pueden quedar por fuera los millones de venezolanos que han tenido que salir del país pero que conservan sus derechos políticos intactos. Hay que exigir un Registro Electoral depurado y árbitros objetivos y comprometidos con la verdad. También, de nuevo, si se decide participar, hay que articular la narrativa que explique, que no es fácil, la lógica de tal postura a la comunidad internacional, y los objetivos que se pretende alcanzar con ello, pues su acompañamiento antes, durante y después del proceso es fundamental.

 

Si se decide participar y se gana (que no deja de ser una posibilidad, distante, pero factible) no puede olvidarse que el nuevo presidente tendrá que asumir un proceso de relegitimación inmediata y general de los demás poderes públicos (quizás a través de una convocatoria, esta vez legítima, a una ANC) pues de lo contrario estará expuesto a un boicot permanente a cargo de autoridades oficialistas aun en funciones (el TSJ, el Fiscal General, la Defensoría del Pueblo, y cientos de Alcaldes y Gobernadores, por ejemplo) y hasta de una ANC que, según lo ha proclamado mil veces, se asume por encima de cualquier otro órgano del poder público y reclama de todos los demás poderes sumisión absoluta.

 

Además, es el momento de identificar a los que, deliberadamente o no, llamándose opositores han contribuido por acción u omisión al mantenimiento de esta tragedia, para bajarlos del pedestal en el que se han subido y al que se aferran sin permiso de nadie. También hay que reconocer, y aceptar, los errores cometidos hasta ahora. No para darle gusto a los “te lo dije”, que no faltarán y que, de alguna manera, en algunos casos tendrán la razón, sino para crecer desde aquellos y para replantearse las maneras políticas de hacer y actuar frente al oprobio. Si se ha obrado, aunque equivocadamente, de buena fe, no debe haber problema en reconocer que algunos de los caminos que nos han impuesto, pese a todas las señales y advertencias en contra, no han sido los más lúcidos o sensatos, y han traído más males que provecho. El político que tenga esa capacidad de verse desde afuera, y de comprender y aceptar sus yerros, demostrará que mucho más que un político es un verdadero estadista, y estadistas, en esta hora menguada y difícil, es lo que en verdad necesitamos.

@HimiobSantome