Breve autobiografía de la hiperinflación, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Nov 17, 2017 | Actualizado hace 2 semanas
Breve autobiografía de la hiperinflación

bolivar

 

¿Qué tal, amigos venezolanos? Encantado de conocerlos. Me llamo híperinflación. Así me bautizaron para distinguirme de mi prima, a quien llaman inflación a secas, y que ustedes conocen muy bien desde hace mucho tiempo.  Ya que nos estamos viendo cara a cara por primera vez, permítanme que les haga una muy breve reseña autobiográfica. Creo que esa es la mejor tarjeta de presentación para alguien como yo.

Déjenme decirles que tengo algo en común con ese Diablo al que The Rolling Stones dedicaron su canción más famosa. A saber, he estado por ahí desde tiempos remotos, apareciendo en distintas épocas y en distintos lugares. Pero, por alguna razón, pareciera que en todas estas situaciones he traído conmigo un montón de problemas. ¿Será por eso que, por más que me guste conocer gente nueva, nadie quiere conocerme a mí? Quizás, quizás, quizás, como dice otra canción.

Aunque hay quien dice que hice de las mías en el Imperio romano durante la Crisis del Tercer Siglo d.C., preferiría no hablarles mucho de historia antigua (no quiero que me tomen por una anciana empeñada en contar sus anécdotas aburridas de juventud) y concentrarme en mis manifestaciones a partir en el siglo XX. Después de todo, es a partir de entonces que ya hay un desarrollo suficiente de la ciencia económica como para estudiar mis andanzas en detalle.

¿Por dónde empezar? ¡Ah, por supuesto! República de Weimar, 1919. Es decir, y me disculpan las referencias a entidades políticas extintas (ya van a pensar en mi decrepitud de nuevo), Alemania, justo después de la Primera Guerra Mundial. Imagínense una nación agotada por más de cuatro años de un conflicto bélico cruento como ninguno anterior y, de paso, en el lado perdedor, con compromisos económicos onerosos destinados a los vencedores. En medio de una economía pasando aceite y un clima de violencia política exacerbada, el marco alemán perdió todo su valor.  Mi propia expresión numérica alcanzó 29.525%. Si en 1922 la mayor denominación era de 50.000 marcos, un año más tarde era de 100.000.000.000.000. Cada dólar estadounidense llegó a costar 4.200.000.000.000 marcos. Aviso desde ya que ese es uno de los mayores síntomas de que estoy moviendo los hilos. Soy una asesina de monedas o, cuanto menos, un cáncer muy difícil de controlar. Tal vez algunos de ustedes han visto las fotografías en blanco y negro de germanos llevando carretillas llenas de billetes para comprar pan. O de niños usando esos mismos billetes para armar papagayos.

Luego me volvieron a ver paseándome por las riberas del Danubio, en la bella Budapest, Hungría. Aunque en ese momento el panorama local no era nada bonito. Hablo de 1945 y 1946. Otra guerra acababa de asolar Europa. La nación de los magiares no estuvo exenta y, por añadidura, pasó de una ocupación nazi a una ocupación soviética. El tufo a régimen comunista en formación estaba en el aire. Mucha angustia entre la gente, tal como me gusta. Algunos eruditos dicen que llegué a mi punto más alto en toda la historia universal conocida: 13.000.000.000.000.000% (no me pregunten cómo se lee este guarismo; ni yo misma lo sé) por mes. En términos más sencillos, cada 15 horas los precios se duplicaban.  Más fotos nostálgicas en blanco y negro: los billetes eran barridos de las calles por trabajadores de limpieza, cual servilletas usadas. El pengo, la moneda húngara de entonces, fue sustituida por el florín, con una tasa de 400.000.000.000.000.000.000.000.000.000 a 1.

Debo hacer una pausa en el relato de mis correrías por el globo para acotar que, en 1956, el economista norteamericano Phillip Cagan acuñó la acepción más usada para definirme, en su obra La dinámica monetaria de la hiperinflación. De acuerdo con este concepto, yo entro cuando los precios se incrementan 50% en un mes, y salgo cuando el alza cae por debajo de dicho porcentaje y se mantiene así por un año. Gracias, estimado profesor Cagan, por brindarme un marco referencial.

Bueno, de vuelta al terreno práctico, les cuento que Latinoamérica es mi región favorita de todo el mundo. ¿Qué será lo que tienen sus sociedades o sus gobiernos para atraerme con tanta facilidad? Lo cierto es que estuve en Nicaragua (1985-1988, con un pico de 14.000% anual), Bolivia (1984-1985; 8.173%), Argentina (1989-1990; 3.079%), Perú (1988-1990; 7.650%) y Brasil (1989-1990; 3.000%). Para combatirme recurrieron a medidas que tal vez les resulten familiares, como quitarles ceros a las monedas, o incluso producir monedas nuevas (pasar del peso al austral, del real al cruzeiro, del sol al inti y luego al nuevo sol, y así). Pero, al final solo pudieron detenerme con acciones serias, esas a las que los políticos populistas tanto rehuyen. A lo mejor la vecindad de estas repúblicas les trae a ustedes, estimados venezolanos, imágenes de lo que significó mi presencia para sus habitantes. ¿Gente corriendo por los supermercados para pasar por la caja registradora antes de que se volviera a remarcar, quizás?

Ahora les contaré sobre mi viaje a África. Me fui de safari a Zimbabue, país que hoy se ha vuelto muy noticioso. A Robert Mugabe, a quien creo que ustedes conocen por ser uno de los grandes amigos de sus gobernantes, se le ocurrió expropiar las tierras de los granjeros blancos para distribuirlas entre la población negra. Por desgracia, los nuevos ocupantes no tenían nada de experiencia agrícola. ¿El resultado? Una escasez aguda de alimentos. Como hasta el más humilde vendedor puede entender (aunque no puede decirse lo mismo de algunos devotos de Marx que hasta doctorado tienen), lo escaso se encarece. Agreguen a eso que el gobierno empezó a emitir dinero como loco para financiar su participación en la guerra civil de una nación vecina. Un montón de plata ante pocos bienes. ¡Bingo! Todo listo para que yo irrumpiera. En vez de actuar con urgencia, las autoridades corrieron la arruga y dijeron que mi aparición era culpa de unas sanciones de Estados Unidos y la Unión Europea a Mugabe y sus camaradas (me dijeron que algo parecido está pasando aquí; ¿es verdad?). Si en 2006 llegué a 1.281%, dos años después estaba en 79.600.000.000%. Hubo que sacar billetes de hasta 100.000.000.000.000 de dólares de Zimbabue. Al final, Mugabe me «ilegalizó» (casi me parto de la risa cuando lo escuché). En realidad, tuvieron que abolir su moneda y adoptar las de países vecinos, junto con el dólar del detestado Tío Sam.

Algún ingenuo pensó que, luego de la caricaturesca experiencia africana, nadie en sus cabales volvería a invocarme. ¡Tontos! Heme aquí, ante ustedes, apreciados venezolanos. Ya me estoy divirtiendo con su bolívar, como pueden ver con cada billete de mayor denominación que sacan. Se preguntan cómo fue posible, pero es tan sencillo. Ni siquiera hizo falta una guerra. Vamos a ver.

Las políticas de controles asfixiaron a su otrora pujante aparato productivo, desplomando así la oferta de bienes hechos en casa. Por un tiempo fue posible disimular las consecuencias, pues un Estado amo y señor de las divisas podía darse el lujo de rellenar los anaqueles con importaciones masivas que financiaba con su renta petrolera. Ah, pero resulta que los precios del crudo se derrumbaron y nadie ahorró por si eso pasaba. Entonces, las órdenes de compra desde el extranjero se redujeron drásticamente y la escasez arreció. El Gobierno contrajo a una mínima expresión la entrega de dólares a privados, porque los verdes los necesitan para pagar sus deudas. Ergo, las empresas, que tienen que seguir importando porque aquí no se produce casi nada, van al mercado paralelo, se dispara la demanda de ese dólar innombrable, y con ella, el valor del mismo. Las importaciones se hacen a una tasa de cambio cada vez más cara, y eso se refleja en las etiquetas de todo lo que ustedes compran. ¡Pero eso no es todo! Su Banco Central está emitiendo bolívares de forma aceleradísima para financiar los gastos del Gobierno. Bolívares que nadie quiere y, por lo tanto, cada vez es menos lo que pueden adquirir.

¡Guau, miren la hora que es! Me guindé a hablar. Disculpen el monólogo. En fin, esta ha sido la historia de mi vida. Les he contado casi todo mi pasado. ¿Cuál será mi futuro? No sé. Por estas tierras, al menos, depende de ustedes, admirados venezolanos. Y si la irracionalidad lo permite, volveré a colarme por otros vericuetos del planeta en cualquier momento.

@AAAD25