Pero no es así exactamente. Cuando se arroja un velo pesado, aunque a veces piadoso, sobre los hombres de un determinado lapso terrible, no se les hace justicia. En la minucia de sus vidas se encuentra la clave. En los pasos de cada quien está la explicación, pese a que, desde luego, nadie puede dudar de que cada tiempo tiene sus necesidades, y de que no deja de satisfacerlas después de muchos tumbos. Ahora bien, ¿de quién dependen los tumbos?, ¿de la diosa fortuna?, ¿de unas “leyes sociales” que terminarán por imponerse?, ¿de la Providencia? El drama está formado por un repertorio de peripecias individuales sobre cuyo desarrollo apenas se detienen aquellos historiadores a quienes solo importan los fenómenos descomunales, según su vana pretensión, o los testimonios que remitan a lo que juzgan como asuntos trascendentales. Subestimación lamentable: cada convulsión es vivida o sufrida por individuos tontos e inteligentes, cobardes y valientes, poderosos y débiles, gigantes y enanos que forman parte de la necesidad de cada tiempo, aunque no lo sepan de veras y aunque no se den abasto frente a sus desafíos. De ellos depende, del timbo al tambo, que una convulsión social termine para que otro capítulo de una sociedad la sustituya.
La mirada referida al principio observa de lejos, desde la atalaya de una distancia temporal que facilita la expresión de análisis serenos, o los invita. La otra escudriña la inmediatez, ve de cerca porque se trata de su propia vida, porque se relaciona con las contingencias de las que forma parte. Puede ser imperfecta y parcial, por lo tanto, pero genuina. No depende de la traducción de la posteridad, sino de las grandezas y las miserias de los trances inmediatos. No se pone a pensar con calma porque no forma parte de situaciones apacibles, sino de un huracán; pero en ocasiones las versiones urgentes, las crónicas sobrevenidas, las mentiras, las exageraciones, las conductas superfluas y los cuentos aparentemente banales del cada día ofrecen la riqueza de la sinceridad y la desesperación, la nube y la penumbra de los que viven su tiempo en términos egoístas sin saber que ese tiempo tiene caminos y propósitos que no pueden imaginar los hombrecitos que lo habitan. A esa última mirada quiero aficionarme para escudriñar el caso venezolano.
No quiero ser equilibrado frente a la dictadura de Maduro, ni ante las depredaciones de sus cómplices. Mucho menos ante la inminente desaparición de la república debido a la proscripción de la libertad. Quiero verles el hueso, aunque no los pueda desollar desde la computadora. Quiero que mi minucia los desmenuce y mi peripecia los aplaste, pese a que sean armas precarias frente a la estatura de unos bastardos monstruosos. Quiero que no existan sino como memoria de horas desgraciadas, aunque las horas se empeñen en no pasar. Pese a las obligaciones de mi oficio de historiador, en mis líneas del periódico quiero ser otro venezolano en tiempos de mengua que intuye que ese tiempo, su tiempo perecedero y fugaz, se proporcionará sus salidas sin que tenga yo la llave del portón; pero en el que necesito convivir con mis desequilibrios y con el anhelo de mis amigos desequilibrados que quieren librarse de un mandón mediocre y de un régimen oscuro. Para mi fortuna, desde el futuro los estudiosos de gran calado no se ocuparán de una biografía intrascendente.