Vergüenzas en la OEA, por Alejandro Armas
Vergüenzas en la OEA, por Alejandro Armas

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Sin caer en patriotería ni cursilerías, quien escribe puede afirmar sin que le tiemblen los dedos sobre el teclado que se siente muy bien con su identidad cultural venezolana y, yendo un poco más allá, de habitante de esa región de las Américas a la que los venezolanos más sienten que pertenecen: el Caribe. Tenemos más en común con las naciones insulares de ese mar, que con el resto de Sudamérica. Así, por ejemplo, a la mayoría de nosotros le encanta ir a la playa y bailar ritmos acelerados con marcada percusión (todo comenzó con los tambores que vinieron con los esclavos africanos traídos en abundancia durante la colonia). Somos el único país sudamericano que, como Cuba y Puerto Rico, ha preferido tradicionalmente el béisbol al fútbol. Nuestra gastronomía tiene mucho en común con la de las Antillas españolas. Producimos un ron que con facilidad llega a las listas de los mejores del mundo. Guste o no, tenemos una reputación de ser parranderos y de buscarle el lado jocoso a casi todo, al igual que los boricuas, los dominicanos y la gente de la costa colombiana.

Son vínculos culturales muy fuertes. Por eso es algo doloroso que sea justo esa región la que más se ha esforzado por obstaculizar que la Organización de Estados Americanos adopte una resolución que reconozca y cuestione el horror al que están sujetos los venezolanos por exigir la restitución de la democracia y el Estado de Derecho, requisitos para poner fin de forma pacífica y constitucional a esta nefasta situación. No soy de los que desprecia a pueblos enteros, ni mucho menos quema banderas, pero criticar las actuaciones de gobiernos sí que puedo hacerlo. La de las islas caribeñas con respecto a Venezuela ha sido bastante miserable.

Una y otra vez los representantes de esas naciones, por acción u omisión, hacen de escudo contra las condenas al régimen chavista. No les ha importado cuánto se han agravado las cosas, cómo aquí avanza la aplanadora autoritaria, cómo se ha hecho uso de una violencia monstruosa para acallar a quien exija sus derechos, cómo la sociedad se hunde en un fétido e inmundo pozo de hambre y enfermedades. Más que las gríngolas ideológicas de los fanáticos que siguen gritando vivas a Maduro y compañía, lo que tienen, como dijera una amiga politóloga, es un bozal de petróleo. Cierto, debido a la ruina en que se ha convertido Pdvsa, los despachos de crudo casi regalado al Caribe se han reducido drásticamente, lo que ha obligado a Cuba a buscar fuentes alternas de hidrocarburo. Pero una cosa es suministrar a la tierra de Martí y Celia Cruz, con sus más de 11 millones de habitantes, y otra a Saint Kitts y Nevis, con solo 54 mil. La mayoría de los socios de Petrocaribe que diligentemente votan en contra de cualquier proyecto que enfurezca a sus proveedores en Caracas es de un volumen demográfico similar.

La abstención es tan reprobable como manifestarse en contra. Los de la eterna negativa se limitan a repetir como autómatas las proclamas burdas del chavismo. En cambio, quienes tratan de irse por la tangente con la abstención, aparte de justificarse apelando al principio de no injerecia (como si la defensa de los Derechos Humanos no se pudiera extender más allá de las fronteras de cada Estado), salen con barrabasadas como decir que la OEA se precipitaría al cuestionar las acciones del Ejecutivo venezolano, y que es necesario repetir fórmulas que se saben fracasadas, como el diálogo con mediadores escogidos a dedo por el chavismo. Ah, y nunca puede faltar el “estamos preocupados por la situación”. O sea, les preocupa pero no están dispuestos a hacer nada efectivo para ayudar.

De las delegaciones que más insisten con esta posición, llama la atención la de República Dominicana. Quisqueya, como la llaman a veces, no está gobernada por sujetos que compartan el dogma chavista, como sí pudiera decirse de la Bolivia de Evo Morales. A pesar de que el gobernante Partido de la Liberación Dominicana es parte del Foro de Sao Paulo, es una rara avis ahí, dada su doctrina socialdemócrata. Por otra parte, los dominicanos son de esos pueblos con los que los venezolanos tenemos mucho en común, como traté de dar a entender en el primer párrafo. Además, con ellos nos unen lazos de historia política bastante sólidos.

Empezemos por recordar que la Provincia de Venezuela, una de las colonias menos atractivas para los españoles dentro de su imperio americano, dependió legal y administrativamente de la Real Audiencia de Santo Domingo desde su fundación y hasta el siglo XVIII, cuando el centro político pasó a Bogotá y le otorgaron a Caracas sus propios tribunales.

Luego de la independencia de México, Centroamérica y las repúblicas sudamericanas, a los españoles solo les quedaron en el Nuevo Mundo sus posesiones insulares. Santo Domingo fue de las primeras donde se encendió la chispa de la independencia, no contra los europeos, sino contra el vecino haitiano, que había ocupado el territorio en 1822. Juan Pablo Duarte, considerado el padre de la patria dominicana, encabezó un exitoso movimiento a tales efectos, pero las posteriores desavenencias por el poder lo obligaron a exiliarse, ¡ni más ni menos que en Venezuela! Ahí pasó el resto de sus días.

No fue el último expatriado que estuvo por acá. Un siglo más tarde, Venezuela se convirtió en uno de los principales refugios para los perseguidos por la tiranía sanguinaria de Rafael Leónidas Trujillo, un monstruo que dejaba como niño de pecho a Pérez Jiménez. Aquí los opositores al despotismo se reunían y organizaban para mantener la lucha. Rómulo Betancourt, en su tenaz empeño de ver desaparecer las dictaduras militares latinoamericanas, tuvo en Trujillo un enemigo feroz, y uno de los más peligrosos. De ser acertada la acuarela pintada por Vargas Llosa en su novela La fiesta del Chivo, el mandamás de Santo Domingo profesaba, más allá de lo político, un odio personal hacia Betancourt, a quien llamaba “la rata de Miraflores” y “el negrito maricón”.  Maduro, que, al igual que su predecesor, denuncia a cada rato planes de magnicidio en su contra, jamás experimentó el horror de una bomba en su vehículo, como sí le tocó al adeco de Guatire el 24 de junio de 1960, en pleno desfile por el Día del Ejército. Esta operación fue planificada por el SIM, la terrible policía secreta de Trujillo. Luego de que casi lo mataran, un Betancourt herido se dirigió al país para señalar a los responsables y aclarar que no se dejará intimidar. Actitud valiente, y a la vez mucho más humilde que las de ciertos dirigentes que se sienten mártires porque les arrojaron unos tomates. En fin, hasta esos extremos llegaba la aversión de la dictadura dominicana hacia la democracia venezolana, por desnudarla ante el mundo y alojar a quienes luchaban para derrocarla.

Un año después el propio Trujillo fue asesinado, también en un carro, pero a tiros, y en un escenario mucho menos solemne que el tramado por él para Betancourt (rumbo a su casa de campo, adonde llevaba a cualquier mujer que le gustara para… bueno, es innecesario entrar en detalles). Danilo Medina era entonces un niño de 10 años. “Epa, ya va, ¿quién es ese?”, preguntará usted. Pues, Danilo Medina es el actual Presidente de República Dominicana. Traigo esto a colación porque no dudo que ese caballero está familiarizado con el terror que supuso para su tierra aquella dictadura, y con los aportes de Venezuela a la resistencia contra ella.

Es por eso que indigna la actitud del gobierno dominicano hacia nuestro país en la OEA, cuando somos nosotros quienes necesitamos ayuda para restaurar la democracia. Otros han reconocido abiertamente la magnitud del problema, y aunque saben que nada se logrará si los propios venezolanos no cumplimos con nuestra parte (la más dura de todas), están dispuestos a tomar cartas en el asunto. Más de la mitad de ellos cuestiona las pretensiones de una “constituyente” que, como el título de aquel disco de Eddie Palmieri, es una súper imposición. Sus víctimas en potencia han salido una y otra vez a las calles a rechazarla por injusta desde su misma concepción, con un coraje asombroso. Quisiera cerrar este artículo con las mismas palabras con las que el estimable Pompeyo Márquez solía terminar los suyos, y que espero que los venezolanos hagan suyas ante cualquier adversidad: Sí se puede.

 

@AAAD25