Todavía me pierdo en Miami, por Raul Stolk
Jun 19, 2017 | Actualizado hace 7 años
Todavía me pierdo en Miami, por Raul Stolk

PerdidosenMiamiIlustraciónporAdrianaMoreno

Ilustración: por Adriana Moreno

 

Miami no se parece a Caracas. Parece obvio, pero me costó entenderlo. O mejor dicho: Asumirlo no fue fácil. Sin mucho esfuerzo he conseguido esquinas de Caracas en casi todas las ciudades a las que he ido. Sao Paolo, Nueva York, Chicago, y Torino, y Buenos Aires, y Washington, y París. Y si Caracas no aparece, algún otro lugar de Venezuela llena el vacío, como cuando vi los llanos de Guárico en en el Seljaland de Islandia o a Puerto La Cruz en Cabo San Lucas. Me han dicho que muchas de estas comparaciones son forzadas y antipáticas, pero no puedo evitarlo. Veo a Caracas en todas partes.

Pero Miami es otra cosa, es un animal distinto. Una ciudad de ciudades que, en realidad, no lo son. O, al menos, no todavía. Apolonia se burla de mí, dice que no tengo vida sin Google Maps. Además, le parece absurdo que me pierda en un lugar donde las calles y avenidas siguen una lógica que, para mí, solo está en su cabeza.

Irse no es fácil. Asumir que tus hijos tienen otra patria, y digo la palabra con la bilis en la epiglotis, es muy raro. Yo lo entendí durante la campaña por la presidencia de Estados Unidos, cuando el presidente salió en cámara — aquél, no éste — , y a mi hija mayor se le iluminaron los ojos: “that’s the President”. Reconocí en ella algo que yo nunca he sentido: respeto por la investidura presidencial. No sé si le dure.

Sobre Venezuela, confieso que no sabe mucho. No creo que reconozca al presidente, para ella “el presidente” es otro señor, el que le ganó las elecciones a “la niña”.

Nos fuimos cuando ella tenía 3 años, y en esos días lo malo, que ya era mucho, se lo tapamos al estilo La vita e bella, asumiendo, con razón, que si iba a vivir toda su vida ahí, no tenía sentido que sus primeros recuerdos fueran de violencia, cáncer, y odio. Para un niño puede haber un pequeño paraíso entre su casa, las visitas diarias casa de los abuelos, y los viajes ocasionales a la playa.

Pero es imposible esconderlo todo. Yo veía con atención todos los discursos de la última elección del presidente enfermo. Y ella siempre estaba en el fondo, jugando, distraída. Siempre ahí. En mi cabeza la tengo tarareando y cantando, confundiendo, sin querer, la letra de Itsy Bitsy Spider con el himno de la federación:

The itsy bitsy spider
Went up the water spout;
¡Oligarcas, temblad!
Viva la libertad;

El cielo encapotado
anuncia tempestad,
Down came the rain and
Washed the spider out.

Y el presidente enfermo se convirtió en el presidente muerto, y nosotros seguimos jugando a Roberto Benigni. Las faltas al colegio por protestas que buscaban una salida se convirtieron en extensión de las vacaciones, y las explosiones — en la tarde y en la noche — en fuegos artificiales.

Luego fue el regreso a Miami. El regreso, porque ya nos habíamos ido una vez. Un orden incoherente, como el título de las películas de Volver al futuro.

Ella ha seguido preguntando por “Velezuela”. ¿Y qué le puedo decir?

Por mucho tiempo quise evitarle angustia o miedo por el país. No quiero que tema volver. Hablamos de las cosas que yo hacía cuando tenía su edad y recordamos las excursiones que hicimos juntos a “la montaña”, y le digo que es la misma donde los ratones hicieron su cueva, esa donde viven Alfredito y Hortensia. Me pregunta que cuándo volvemos “a los siete mares”, y cuándo volvemos a la casa de los abuelos y de los nonnos. Le digo que pronto, haciéndome yo mismo la idea de que en un par de meses aquello estará para vacaciones.

Sabe que voy con frecuencia y que no la llevo “porque ahora no se puede”. Que hay gente que necesita ayuda, y que hay niños que no tienen qué comer. La ponemos a ayudar. A armar cajas con lo que le falta a la gente.

Pero no termino de explicarle.

Ella sabe que parte de mi trabajo es contar lo que pasa en Venezuela, pero yo no sé cómo contarle ese cuento que todavía no tiene un final feliz.

Veo cómo se va arraigando a un país que no es el mío. Cómo se vuelve de aquí. Come arepas todas las semanas, pero el acento se le desvanece en un pasticho de acentos donde el neutro (¿?) es rey, y uno se encuentra en situaciones absurdas explicándole a sus hijos que deben comerse las eses y que las cambien por jotas y que las palabras que usan son correctas pero no son las que son.

Mientras, sigo perdiéndome en las esquinas de “Alajambra” y “Pons de Lion”, entre las calles numeradas del Norte y el Sur de la Flagler, y buscando dónde coño está el Este. Tratando de ubicar la línea costera como si fuera el Ávila.

A lo mejor es que no me concentro lo suficiente. A lo mejor es que no he terminado de entender que no soy un turista. No sé.

Lo que sí sé, es que ellas no se perderán aquí.
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La más chiquita solo ha ido a Caracas dos veces. Pero a pesar que no tiene mucha conciencia de dónde queda aquello, cada vez que oigo que se le sale un “cadajo”, me río, y me da esperanzas de que encontrará el camino.

Raul Stolk

@raulstolk