Un país donde no se crece, por Antonio José Monagas
Un país donde no se crece, por Antonio José Monagas

 BanderadeVenezuela10

 

La Psicología del Perdedor, pareciera ocupar buena parte del Manual del Populismo que obedientemente practican quienes, desde las alturas del actual gobierno nacional, buscan amansar las actitudes que las libertades y los derechos humanos saben infundir en el pensamiento de venezolanos de conciencia democrática. Venezolanos cuya rebeldía suscribe su dignidad. Y aún cuando la resistencia que anima el hecho triste de sentirse ahogado en medio del lastre que despide el barco-país cuyo rumbo va en dirección opuesta al que señala la bitácora del desarrollo económico y social es de férrea consistencia, suele verse una población magullada por los efectos de tanto vapuleo, maltrato y humillación infringida en nombre de un socialismo que dividió, empobreció y trastornó a Venezuela a su máxima expresión.

En el fragor de este país, profundamente resquebrajado, donde no se han perdido las esperanzas que le imprimen valor a cada pronunciamiento de arrojo que ostenta todo venezolano cuando su perseverancia lo lleva a subsistir entre las miserias que distribuye el gobierno con el perverso invento de estos mal llamados Comités Locales de Abastecimiento y Producción, CLAP, no es difícil advertir el grado de la crisis que tiene embotada a la población.

Y aunque para la historia, los tiempos no son óbice para comprender la continuidad sobre la cual se movilizan los hechos, para Venezuela estos últimos dieciocho años de perversiones gubernamentales azuzadas por la encorvada revolución bolivariana, representan toda una vida de azoradas fatalidades.

Si bien debe reconocerse que los problemas que han irrumpido sobre la faz de esta tierra de gracia llamada Venezuela no se patentizaron exactamente con el arribo de la felonía que hoy tiene arruinado al país en casi todos sus ámbitos funcionales, si puede asegurarse que estos se pronunciaron con un énfasis inusitado luego de 1999. Y con marcada radicalización, luego de que el gobierno militarista comenzó a evidenciar el autoritarismo que más adelante asumió como política de gobierno.

A esta situación, sin duda alguna, contribuyó la candidez del venezolano cuya ignorancia política permitió el terrible desarreglo de la institucionalidad democrática y el desplome de la constitucionalidad asentida. Sobre todo, por culpa de venezolanos (militares) que no entendieron -y siguen sin hacerlo- que la verticalidad propia de su profesionalismo, no debe supeditarse a persona o parcialidad política alguna. Particularmente, al advertir que “sus pilares fundamentales son la disciplina, la obediencia y la subordinación” (Del artículo 328, Constitución de Venezuela). Además, que no está permitida su participación en “actos de propaganda, militancia o proselitismo político” (Del artículo 330, Ibídem). Pero la sumisión mal entendida e indebida, hizo de la función militar una actividad adosada a la doctrina política adoptada por el partido de gobierno. Es decir, la praxis militar se redujo a un vulgar activismo político-partidista, desmoralizado y alienado.

En el medio de tan compulsivas contrariedades, no podía esperarse otra respuesta del venezolano que no fuera la de vivir con miedo. Sobre todo, luego de tanta inquina gubernamental que sembró a través de cometidos impulsados desde la inseguridad y la violencia política y física. El miedo se apoderó del venezolano razón por la cual se vio obligado a confinarse a espacios no sólo reducidos. También estériles y estancos. Así la vida del venezolano fue perfilándose por miedos que frenaron posibilidades y oportunidades creadoras. Miedo a afrontar dificultades, miedo al riesgo, miedo a descubrir propias y extrañas virtudes y capacidades, miedo a querellar, miedo a revelar sentimientos y proyectos, miedo a compartir. Estos y otros miedos más, configuraron una de las estrategias del gobierno mediante la cual le inculcó al venezolano más miedos para mantenerlo confundido hasta mermar sus fortalezas. Sin embargo, esto no siempre funcionó sostenidamente. Aunque sí, financiada con recursos desviados del Estado venezolano.

Hoy, el país funciona a una muy menguada capacidad. Ésta, provocada por el flagelo de una delincuencia alcahueteada por la impunidad de un gobierno que distrajo recursos en un proselitismo internacional y a favor de una corrupción de alta factura. Pero además, influida por una pobreza carente de vergüenza y pudor cuyo resultado ha dejado vacíos anaqueles de farmacias, hospitales y de supermercados. Al mismo tiempo, sacudió una población de jóvenes profesionales que no se conformó con las exiguas e hipócritas muestras de apoyo gubernamental. Muestras supuestamente dirigidas a insertar estos jóvenes a un mercado laboral que hoy luce destruido.

Por esa razón, Venezuela dejó de ser un país de inmigrantes para convertirse en un país de emigrantes. Ahora es una nación con valores tan invertidos que los procesos de desarrollo económico, político y social dejaron de asentir condiciones que motivaban y propiciaban el crecimiento personal de todo venezolano con sueños y aspiraciones de convertirse en persona exitosa con base en méritos alcanzados por esfuerzo propio. Más cuando tenía claro el deber y poder, el interés y necesidad, de superar las fronteras que definen el hecho de actuar o vivir como militar o politiquero, oficios éstos preferidos por quienes tienen anhelos emponzoñados. Así que ante tan cruda razón, promovida por el grosero facilismo el cual ocasiona problemas tan escabrosos e infecciosos como la corrupción gubernamental, hay que aceptar -con el dolor que embarga reconocer tan mayúsculo inconveniente- que Venezuela pasó de ser un país en cuyo regazo patrio afloraban las oportunidades para progresar, a ser un país transformado en una gran mazmorra de asfixiante encierro. Es decir, un país donde no se crece.