Barbarie y mamarrachadas, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Feb 03, 2017 | Actualizado hace 2 semanas
Barbarie y mamarrachadas

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Venezuela lleva tres años consecutivos con su producto interno bruto en caída libre. Es decir, desde hace por lo menos 36 meses nuestra economía produce cada vez menos. Afortunadamente, nos dicen desde Miraflores, tenemos un gobierno más colmado de buenas intenciones que la Madre Teresa de Calcuta, Oskar Schindler y Mahatma Gandhi juntos. Por eso, quienes están a cargo no paran de repetir que bajo su conducción seremos más temprano que tarde una potencia productiva. Todo un reto, dado el pasado inmediato, pero cualquier adversidad es superable con el espíritu y el plan correctos. El espíritu lo proclaman todos los días, falta el plan. ¿Qué es lo más sensato que se  puede hacer cuando la productividad está en el subsuelo y se quiere que despegue hacia la estratósfera? ¿Decretar arbitrariamente días no laborables, en los que no se produce  nada? Me van a perdonar el término un tanto informal para este tipo de textos, pero esa línea de acción solo puede calificarse como una mamarrachada.

Dicen que lo que mal empieza, mal termina, y es que ese desfile “cívico-militar”, usado como pretexto para que nadie trabaje por un Presidente que se jacta de sus orígenes “trabajadores”, tiene en sus propios orígenes, en su razón de ser, algo profundamente errado. A saber, la santificación de Ezequiel Zamora y su elevación al empíreo de los hombres y mujeres más ilustres que ha dado esta tierra entre la Guajira y el delta del Orinoco.

Para ser justos, el culto a esta quintaesencia del caudillismo decimonónico no brotó del cerebro de Hugo Chávez. Lo comenzó Guzmán Blanco, que al igual que Zamora militó en las filas del llamado “partido liberal”, y a quien la canonización de uno de sus confederados que ya estaba tres metros bajo tierra solo podía ser políticamente conveniente. El estado Barinas por un tiempo se llamó “estado Zamora” y todavía hay un municipio con ese nombre en varios estados del país. Incluso en la ya consolidada república civil, Carlos Andrés Pérez le rindió honores con un decreto de 1975 que creó, en esa misma entidad llanera, la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora.  Pero es con el chavismo que Zamora alcanza un lugar predilecto en el panteón de la patria, como una de las tres raíces del árbol cuyo tronco, según Chávez, fue el sustento de su movimiento, junto con Bolívar y Simón Rodríguez.

Pero, ¿realmente puede considerarse a Zamora como un predecesor del chavismo? Por un lado no, por el otro sí, y aquellos aspectos en los que coinciden son los más oscuros. Comencemos por los contrastes. Habría, según el PSUV, un vínculo evidente entre las proclamas atribuidas a Zamora sobre una redistribución de la tierra que acabara con el latifundio y entregara el suelo a los campesinos pobres que realmente lo trabajan, y la substitución de la propiedad agrícola privada por una propiedad colectiva o comunal idealizada por el maoísmo, el guevarismo y, en efecto, el chavismo. Tal deseo de las masas encarnadas en Zamora como líder, nos dicen, habría sido la causa de la Guerra Federal  y se habría consumado de no ser porque una bala traidora hubiera acabado con la vida del general en San Carlos (insisto, esto es de acuerdo con el relato oficialista; nunca se supo con seguridad quién mató a Zamora).

La prueba estaría en la consigna “Tierra y hombres libres” y en los cantos guerreros “Oligarcas, temblad. Muera la libertad”, cuya melodía hoy se escucha en las insufriblemente repetidas cuñas de propaganda gubernamental. Pero estos alaridos son apariencias que engañan, razón por la cual la exposición del recuerdo de Zamora limitada a ellas ante la colectividad ha sido tan conveniente para Chávez y sus sucesores.

Es un sinsentido asumir al vencedor de Santa Inés como un precursor de aquellas ideas de la extrema izquierda rural. Zamora fue uno más de una serie de caudillos castrenses venezolanos, por lo general ya acomodados en sus haciendas antes de alzarse, pero que veían en la toma del poder una oportunidad para aumentar sus riquezas, con el pillaje durante la campaña y con la corrupción tras la victoria.

Desde luego, como Zamora nunca llegó a Caracas, es imposible saber si hubiera completado este ciclo arquetípico del militar de la Latinoamérica del siglo XIX, caricaturizado por García Márquez en El otoño del patriarca. Sin embargo, su vida desafortunadamente no arroja muchas luces a favor la hipótesis contraria de que hubiera sido un verdadero revolucionario en el poder. No era parte del mantuanaje criollo, como Bolívar, pero nunca fue un hombre pobre. Prosperó como comerciante primero y, vaya contradicción, gran terrateniente después. Y como buen terrateniente venezolano antes de 1854, fue propietario de esclavos.

Tampoco se le conoce obra escrita significativa que de testimonio de que estuviera imbuido de ideas ilustradas, aunque supuestamente se codeaba con personas cultas. No hay que confundirse en ese sentido por su militancia en un “partido liberal” que se oponía a un “partido conservador”. Excepto por unos pocos detalles, esta divergencia no se trataba de una contraposición de ideologías, sencillamente porque la mayoría de quienes integraban estos partidos no eran políticos de grandes convicciones intelectuales o filosóficas, sino los militares de provincia descritos previamente. Al momento de la rebelión sus tropas no eran guerrillas que luchaban por ideales colectivos, sino sus propios peones, en condiciones de miseria deplorable, seducidos por la promesa de ascenso social si contribuían de forma destacada a una causa victoriosa o, por lo menos, por el saqueo de haciendas y ciudades tomadas en campaña.

El vacío ideológico de estos hombres quedó inmortalizado en una cita, irónicamente, del que tal vez más luces tenía: Antonio Leocadio Guzmán, cuyos incendiarios artículos en la prensa fueron una gran influencia en el joven Zamora. Me refiero, desde luego a “Si ellos (los conservadores) dicen centralismo, nosotros (los liberales) decimos federalismo. Si ellos dicen federalismo, nosotros decimos centralismo”. Pocas expresiones son tan elocuentes de la sustitución de una oligarquía por otra que realmente fue el motor de las guerras civiles del siglo XIX, la Federal incluida, muy a pesar del “oligarcas temblad” zamorano. Tampoco se debe omitir que la legislación redactada por los conservadores desde Caracas favoreció un sistema de usura que arruinó a varios terratenientes rurales. La lucha por la derogación de estas leyes fue uno de los grandes motivos del surgimiento de la oposición “liberal” de la que Zamora era parte. Pero, de nuevo, esta es una motivación que va más de la mano con el beneficio económico de una parte de la minoría propietaria y rica, y no de una solución a los padecimientos de las masas.

Por cierto que, aunque estos caudillos a las grandes ideas políticas les dieran un uso más bien utilitario, no por eso dejaron de ser sus banderas. Los liberales con Zamora a la cabeza esgrimían el federalismo para Venezuela, algo que iba en contraposición directa con el férreo centralismo abrazado por Bolívar. De haber vivido dos décadas más, el Libertador habría tenido en Zamora un enemigo más de su proyecto nacional. Fusionarlos a los dos en ese árbol de las tres raíces chavista es otra mamarrachada.

Suficiente con las diferencias. Veamos ahora en qué sí se parecen Zamora y el chavismo. Para ello hay que recordar una de las proclamas más siniestras de nuestra historia republicana, un llamado a las huestes de Zamora para que mataran a todos los blancos y a todos los que supieran leer y escribir. No fue el “general del pueblo soberano” quien pronunció estas palabras. A veces son atribuidas a uno de sus lugartenientes predilectos, Martín Espinoza, y otras a una especie de brujo entre las filas de este último, llamado Tiburcio. Sin embargo, que se sepa Zamora nunca rechazó tal barrabasada, sino que la consintió como estímulo macabro a una tropa que, como ya se vio, estaba conformada por peones analfabetos, casi todos pardos o esclavos negros con menos de una década de haber sido liberados. Razones sobraban para que estos estuvieran descontentos con su situación, pero cuesta ver lo heroico en cómo esa ira fue canalizada. En efecto, fueron muchos los que murieron bajo aquella regla.

Al igual que Zamora y sus subalternos, el chavismo ha azuzado un resentimiento producto de la exclusión social, cuando pudo haberlo aliviado con políticas económicas y sociales que realmente combatan la pobreza. Ese resentimiento puede dar paso a un odio ciego dirigido contra todo aquel que no comulgue con el proceso, el cual necesariamente es un traidor y un apátrida al cual, para meterlo en cintura, todo vale. Pero también es un odio ciego contra la inteligencia porque ella es el caldo de cultivo para la duda sobre lo correcto, para el intercambio de ideas producto de esta incertidumbre y, finalmente, para el debate democrático y plural. Nada más opuesto al proceder del hombre de acción, del militar que se impone a sangre y fuego gracias al apoyo de un pueblo convertido en la tropa que lo sigue sin osar nunca cuestionar su autoridad.

Los caudillos como Zamora y el chavismo comparten un culto a la guerra, al gobierno por las armas, a la violencia contra lo opuesto o simplemente diferente. Eso es barbarie, una forma degenerada de hacer política que se ha dado de forma persistente en Latinoamérica y que ha sido denunciada desde Domingo Faustino Sarmiento hasta nuestro compatriota Carlos Rangel. Y donde hay barbarie, como acertadamente lo vio Gallegos, no puede haber civilización. Hace siglo y medio los portadores de este mal se deleitaban con la idea del exterminio de todo ser letrado. Quienes se proclaman como sus sucesores hoy tienen a las escuelas y universidades del país es las condiciones más deplorables que se pueda imaginar, pero se da prioridad a la formación de leales militantes. Otra mamarrachada, pues.

@AAAD25