¡Hágase el caos!, por Antonio José Monagas - Runrun
¡Hágase el caos!, por Antonio José Monagas

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La genealogía de la humanidad, está contenida en el primer libro de la Sagrada Biblia. Es el prolegómeno de la vida. Su relato explica el origen y creación del mundo, del hombre y de la vida en general. Por supuesto, desde la perspectiva del Cristianismo. De hecho, su lectura ilustra el poder de Dios al disponer de todo lo que el Universo pudo proveer a su maravillosa tarea de darle forma a “los cielos y a la tierra” cuando en principio “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo”. Tan profusa fue su obra, que hasta le dio vida a “las alimañas terrestres de cada especie, y a las bestias de cada especie”.

La política también tiene su génesis. No tanto desde el mismo momento en que fue creado el ser humano, como a partir del instante en que las virtudes del hombre se torcieron como producto de las bajas y pérfidas pasiones que devinieron en perversidad, envidia, egoísmo y maldad como sentimientos pecaminosos que sirvieron de razones sobre las cuales igualmente se apostó a cimentar el mundo que hoy se tiene. Quizás por su praxis, se han inspirado duras frases que conciben la política desde una infortunada acepción. Y que no dejan de ser ciertas. Arturo Graf, escritor italiano, decía que “la política es demasiado a menudo el arte de traicionar los intereses reales y legítimos, y de crear otros imaginarios e injustos”. Por eso, hay quienes explican que las complicaciones sobre las cuales se sujetan las convulsiones de la política, resultan de las perturbaciones de un ejercicio político infundado sobre presunciones establecidas. Inclusive, como promesas de naturaleza electoral. Cuando no, simplemente como objetivos contenidos en programas de gobierno y divulgados como expresiones que simbolizan ilusas y estúpidas acciones.

Sin embargo, hay decisiones que colman todo nivel de equivocación. O que superan cualquier actitud de crueldad, saña, infamia y hasta de locura. Por ejemplo, la tomada por el régimen dictatorial venezolano, es la coronación de cuanto gazapo ha cometido desde que se instaló en enero de 1999. Aunque hoy, diferenciado por la infamia con la que maneja, administra y controla casi todo. Ello, propio de un gobierno autoritario, arbitrario, violento y abusivo. Precisamente, lo característico de una situación dominada por el exceso de codicia, impudicia e impunidad. O sea, que en Venezuela se vive lo que la sociología política denomina “anomia”. Es decir, la incapacidad de la estructura gubernamental para poner en práctica la desviación o ruptura de las leyes no sólo en el seno de la sociedad. Peor aún, adelantada por miembros de los cuadros gubernamentales. Y tan grave problema, se ha visto incitado por los desastres ocurridos en la economía nacional luego de determinaciones administrativas totalmente absurdas, como en efecto ha sucedido con la decisión presidencial de sacar de circulación la masa monetaria formada por billetes de 100 cuyo monto rondaba los 600.000 millones de bolívares.

Este inconveniente se ha dado en medio de una realidad marcada por una reticente brecha entre posturas asumidas desde un socialismo anunciado como la “panacea que redituará ingentes beneficios” a la población venezolana, y los valores sobre los cuales los venezolanos han afianzado su conducta ciudadana. Pero al mismo tiempo, el referido trastorno que tiene atrapado al país en los estadios más hondos de la descomposición social, política y económica, ha sido capaz de promover la delincuencia en sus distintas modalidades. Desde las que preceden y presiden personas de la más baja ralea, hasta aquella dirigida por politiqueros encumbrados.

Pero lo más insidioso de toda esta situación, es causa y efecto de lo aventurado a lo cual llegó el régimen a consecuencia de las incongruencias e inconsistencias que sirvieron de criterios de gobierno para mantenerse embutido al poder. Más aún, sin que lograra recuperar al país de los bandazos que recibió como resultado de un modelo de gestión totalmente desguarnecido de la conciencia de reivindicar a Venezuela del impacto de políticas públicas absolutamente rastreras.

En principio, el régimen no pudo contener una inflación que comenzó a superar niveles de asfixia que naturalmente tuvieron la fuerza (presión alcista) para desbaratar cualquier economía con algún aprecio de lo que su influencia determina en la vida de una nación. Esto motivó decisiones que, lejos de enfrentar las insuficiencias, indujeron a desbocar las finanzas públicas lo cual animó que la crisis económica que venía manifestándose, se viera incrementada de modo desproporcionado e incontrolado. Fue así como comenzó a depreciarse el valor de la masa monetaria circulante sobre la cual se cimentaba la ya debilitada economía venezolana. Ya no había forma de que el régimen pudiera desembarazarse de tan pesado fardo. De hecho, el Banco Central de Venezuela, sabía del problema que venía agobiando la estructura financiera venezolana. No obstante, por aquello de la pérdida de su autonomía, gracias a la reforma de su normativa impulsada por la necedad y la ignorancia ante los efectos de una incertidumbre mal definida, tuvo más peso la decisión de voltearle la tortilla a la economía venezolana. Sólo que la susodicha operación se hizo de manera alevosa. O sea, contrario a lo que pauta la teoría económica en caso de argumentaciones de esta naturaleza. Y la tortilla terminó quemándose. Fue lo que le ocurrió al país toda vez que pesaron más los intereses ya desequilibrados del alto gobierno, que las necesidades de desarrollo económico de una sociedad impulsada por convicciones democráticas.

Para entonces, tristemente, se había alcanzado problemas de hiperinflación, de ajustes de precios por encima de los ajustes de salarios, pérdida del poder adquisitivo de los salarios. Asimismo, del poder adquisitivo de la moneda en curso lo cual sumó el número de contrariedades suficiente para que convulsionara la economía tal como se ha visto por estos días.

En medio de lo que esta situación de abismal crisis produjo, razón que no admitió el régimen por razones de populismo barato, simplemente le achacó su origen a conspiraciones que sólo las creen los ilusos y furibundos prosélitos seguidores del fustigador verbo presidencial. De manera que lo único que le quedaba al alto gobierno para terminar de afrontar su cercano suicidio político, fue el de ordenar el impúdico asalto al bolsillo ya descocido de los venezolanos mediante la decisión de conculcarle sus derechos económicos del modo más perverso, humillante y deshonesto. Así dictaminó el mayor desconcierto posible que registrara la historia de la economía venezolana al inducir la desestabilización no sólo de la esmirriada funcionalidad de la finanzas nacionales. También, de la estructura política que lo sostiene. En otras palabras, armó una conmoción económica, la propia guerra económica, sin siquiera un disparo. Sólo articuló lo necesario para provocar el desbarajuste de todo, cuando decretó el caos declarando: ¡Hágase el caos!

(Y el caos se hizo…)