Donald Trump y la mayoría silenciosa, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Nov 11, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
Donald Trump y la mayoría silenciosa

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Desconcierto. Esa es la palabra que creo que mejor describe la reacción de medio planeta con el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. En lo particular, la sensación no es producto de la sorpresa, habida cuenta de que los mejores análisis de las encuestas hacían de este resultado un hecho de ninguna manera descartable. Más bien, se trata de todos los paradigmas rotos al mismo tiempo.

Trump será el primer presidente de Estados Unidos que nunca ha ocupado previamente un cargo público, civil o militar. También es pionero en ganar la elección a pesar de que salió derrotado, no en uno, sino en los tres debates contra su contrincante, lo que pone en tela de juicio la capacidad de estos eventos para influir en la toma de una decisión entre el electorado. Una mala señal, si se piensa que la política se basa en la palabra. Luego, la antipolítica estaría caminando por el norte a un paso mucho más real que la mentada espada de Bolívar por América Latina.

Pero lo más impactante es cómo ese mapa teñido de rojo (ya a estas alturas sería poco original hacer otro chiste sobre los augurios funestos de ese color regado sobre el plano de un territorio) visto en la madrugada del miércoles cambia la imagen que para muchos en todo el mundo se tenía de Estados Unidos. Pongámonos en el calendario hace ocho años. Barack Obama está en el lugar que hoy ocupa Trump, y en todas partes se celebraba que en un país en el que cuatro décadas antes los negros no podían votar en buena parte de su territorio había cambiado como para elevar a la presidencia a uno de ellos sin importar el color de piel. Este y otros hechos recientes indicaban que Estados Unidos dejaba atrás muchos de sus prejuicios y se abría paso, así fuera entre tumbos, hacia la tolerancia de la diversidad étnica, cultural, sexual, etc.

Pues bien, la victoria de Trump supone un gran desengaño. Es cierto que nadie puede asegurar que el Trump presidente será como el Trump candidato, pero sobran razones para temer que será así. Un estudio realizado en 1984 y citado en un texto de The New Yorker en septiembre de este año halló que los mandatarios norteamericanos entre Wilson y Truman en promedio cumplieron 73% de lo que prometieron en campaña. Otro más reciente arrojó resultados similares sobre la gestión de Obama.

De todas formas, quienes votaron por Trump esperan que se mantenga igual en la Casa Blanca, y eso es precisamente lo alarmante. El multimillonario pasó año y medio con un despliegue de conductas xenofóbicas, machistas y de desprecio ofensivo a cualquier forma de pensamiento diferente al que se fermenta bajo su peculiar peinado.

Hay que reconocer que los comicios del martes fueron en parte consecuencia de un gran fracaso en la elite política de Washington (incluyendo a los dos grandes partidos). A saber, no darse cuenta a tiempo de que un sector enorme de la población norteamericana, formado por campesinos y trabajadores manuales blancos de pequeñas ciudades, se siente marginado por ella. Lejos del cosmopolitismo de las grandes urbes, esas masas estaban ahí acumulando frustraciones sin llamar la atención, temiendo que su modo de vida tradicional va a ser destruido poco a poco. Claro, esto explica pero no justifica moralmente la alternativa al statu quo en el poder que escogieron.

Durante la noche electoral, alguien se refirió a esta parte de la sociedad estadounidense como un gigante dormido, que acababa de despertar… de muy mal humor, por cierto. La verdad, no es la primera vez que ocurre. El conservadurismo en América del Norte es un hueso muy duro de roer, y a veces, cuando nadie lo espera, se pone de pie e impresiona a todo el mundo con su alcance. Veamos por ejemplo cómo transcurrió la década de los 60 en esa nación.

Comenzó con la elección de Kennedy, un Presidente que hasta cierto punto desempeñó el papel de Obama medio siglo después. Joven y carismático, representaba para millones la esperanza de grandes cambios en Estados Unidos, de una transición hacia una sociedad más justa. Tan es así que su filosofía de gobierno pasó a la historia en la metafórica forma de una “nueva frontera”. Su asesinato fue un primer gran trauma para el espíritu del momento. Le sucedió Lyndon Johnson, quien dejó el polémico legado de radicalizar la intervención estadounidense en la Guerra de Vietnam, a la que vez que en su suelo consolidaba las leyes que acabaron con la ominosa segregación contra los negros en el Sur.

Mientras, la voluntad de cambio entre una parte importante de la sociedad se fue a los extremos, sobre todo entre los más jóvenes. Los hippies exigían el fin de las guerras y proponían el desmantelamiento de una moral sexual hasta entonces incuestionablemente moldeada por lo que ordena la Biblia. Las universidades eran hervideros de activistas de extrema izquierda, cuyos ídolos eran Marx, Mao, Marcuse y el Che Guevara (con mucha ingenuidad, hay que reconocer). Asociaciones afroamericanas, insatisfechas con el avance en sus derechos civiles ante una sociedad en la que el racismo todavía abundaba, proseguían su activismo. Todo ese furor revolucionario, ese mundo de drogas psicodélicas, rock y manifestaciones, es lo que se recuerda de los 60, precisamente porque fue lo que copaba la atención del mundo entonces.

Pero en 1968 los estadounidenses eligen como su presidente a Richard Nixon, a quien Kennedy había derrotado ocho años antes, cuando el deseo de transformación apenas despuntaba de forma mucho más tímida que lo que vino después. El nuevo mandatario representaba a la vieja guardia política, imbuida en una ética puritana y rabiosamente opuesta a cualquier pensamiento de izquierda. ¿Cómo pasó?

La respuesta la dio el propio Nixon durante un discurso en 1969. Se refirió a una “mayoría silenciosa” de estadounidenses que no tenía nada que ver con los alborotadores greñudos. Es decir, había una gran cantidad de norteamericanos de clases media y trabajadora, profundamente conservadores, que no protestaban contra la guerra ni seguían la contracultura. Todo lo contrario, esas expresiones les repugnaban. Ellos eran quienes estaban con él y lo hicieron Presidente. Nunca le habían prestado mucha atención a la política porque estaban satisfechos con el orden tradicional. Por su pasividad, no llamaban la atención de nadie. Hasta que la amenaza, real o no, de una revolución, los hizo reaccionar.

Pienso que el fenómeno Trump ha sido algo parecido. Una masa descontenta Mississippi adentro había pasado desapercibida para los demás hasta que sintió que llegó la hora de hacer su reclamo con el sufragio. ¿De qué manera permaneció oculta hasta el final a pesar de multiplicidad de encuestas de intención de voto? Sobre eso, hay hipótesis para todos los gustos. Me inclino por la posibilidad de que muchos de quienes respondieron estar indecisos (y estos fueron bastantes), en realidad ya sabían que votarían por Trump.

¿Por qué mintieron? A tal interrogante echa luz la teoría de la espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann, una de mis favoritas sobre la opinión pública. Esta en resumen plantea que, a veces, si los individuos perciben que sus posiciones ante determinados asuntos los hacen minoría, por temer verse marginados por la mayoría opuesta, si se les pregunta al respecto, esconden su manera de pensar. La cosa puede repetirse al punto de que la mayoría expresada públicamente es una ilusión. Dado el carácter polémico de Trump, es probable que muchos de sus simpatizantes hayan negado serlo para no sentirse rechazados por la mayoría “correcta” que se opone al republicano.

El escrutinio final revela que al final estas personas no son una mayoría silenciosa, pues Clinton consiguió más votos a nivel nacional, pero sí un grupo silencioso enorme, suficientemente grande como para darle la victoria a Trump en el Colegio Electoral que decide la elección en Estados Unidos.

De todas formas, todo lo anterior no implica negar que haya un problema bien gordo: una victoria más para el lado oscuro de la política. Como buen populista, Trump apeló con un discurso incendiario e irracional a las pasiones negativas (miedo, rabia, etc.) de esa Middle America, preparando el terreno para que florezcan los prejuicios. Así, si el estadounidense común no se ha visto tan beneficiado por la recuperación macroeconómica de los últimos años, es porque los inmigrantes le quitan su trabajo o lo deprecian. Si siente que la criminalidad ha aumentado (y los datos muestran que eso no pasó), es porque los recién llegados trajeron consigo conductas antisociales. Si le parece que la amenaza terrorista es mayor que nunca, es porque la presencia de musulmanes en la nación ya es un riesgo que no se puede permitir (como si algunos de los peores ataques de este tipo en la historia no hayan sido perpetrados por fundamentalistas de otras religiones).

En fin, Trump será Presidente por al menos cuatro años a menos que ocurra algo extraordinario como un impeachment. Clinton, Obama y el propio Trump han hecho gestos de reconciliación y moderación recientemente, pero sigue habiendo razones para preocuparse.

 

@AAAD25