La restauración monárquica del país sin Asamblea, por Alejandro Armas
La restauración monárquica del país sin Asamblea

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Cuesta entender a estas alturas del partido por qué tantas personas reaccionaron con sorpresa a la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia que volvió a declarar nulos todos los actos de la Asamblea Nacional. Era perfectamente predecible que tras la reincorporación de los diputados de Amazonas llegaría más temprano que tarde un fallo de esta naturaleza. Nicolás Maduro lleva semanas diciendo en sus insufribles alocuciones que el Parlamento es un nido de delincuentes y que la única interacción que tendría con él sería para seguir reduciéndolo hasta no dejar nada. Era lógico que una Sala Constitucional repleta de jueces abiertamente integrados a la maquinaria chavista le armara el argumento “legal” para darle la razón.

Esta semana el ungido por Chávez afirmó, como si de un prodigio se tratara, que en Venezuela “no tenemos poder legislativo”. Es cierto que de jure la Asamblea no ha sido disuelta, pero de facto dicha disolución ya es un camino en el que el Gobierno y los poderes públicos arrodillados ante él han avanzado considerablemente. Excepto por la ley que restringe las comunicaciones en centros penitenciarios, no ha habido una sola decisión, tanto en las competencias legislativas como contraloras, de esta AN electa por amplia mayoría que el resto del Estado no desconozca y bloquee. Queda todavía el Capitolio como espacio para los debates de interés nacional, sí. Pero hasta eso Maduro pretende eliminar con un decreto que volvería a escupir sobre la Constitución al permitirle el allanamiento a la inmunidad de los diputados, atribución exclusiva de la propia AN. Si usted cree que las instituciones nacionales no permitirán semejante barbaridad, le sugiero releer el párrafo anterior antes de proseguir.

Recuerdo que una propaganda chavista desplegada en el Metro de Caracas en algún momento de la década pasada proclamaba “todos los motores a máxima revolución, rumbo al socialismo”. En efecto, la máquina gubernamental que conduce al país va a toda velocidad, con el pequeño detalle de que la palanca está en reversa. La afirmación de Maduro sobre la falta de legislatura hace que el ordenamiento político de nuestro país tenga como referente más cercano la Francia de Luis XIV, o alguna otra monarquía absoluta del Antiguo Régimen (algo tristemente irónico, dada la cantinela roja rojita sobre la juventud empoderada frente a la gerontocracia retrógrada encarnada en Ramos Allup).

Los cuerpos legislativos colegiados tienen una razón de ser, por más que Maduro y sus compinches de partido se empeñen ahora en negarlo.  Eso es algo sobre lo que la filosofía política ha teorizado durante siglos. John Locke y Montesquieu fueron quizás quienes hicieron los aportes más significativos al respecto. Sin embargo, aquello sobre lo que ellos escribieron ya había sido intuido por otros y aplicado a sus respectivos regímenes políticos mucho antes. Y es que el principio no es demasiado difícil de concebir: el poder acumulado en una sola persona, las facultades para redactar leyes y para velar por su ejecución reunidas en apenas dos manos, implican un peligro enorme de tiranía.

Ya en 1215 la nobleza inglesa exigía al rey Juan una serie de garantías para limitar el poder de la Corona,  un primer paso importante hacia la instauración del sistema parlamentario. Ese texto se llamó “Carta Magna”, no en balde sinónimo de “constitución” en la actualidad. Desde entonces, consultar con los aristócratas del reino las decisiones de Estado se volvió obligatorio para el monarca. En los dos siglos siguientes, ante la evidente decadencia del feudalismo, buena parte de las naciones en el continente europeo siguieron el ejemplo insular y establecieron legislaturas. En España las denominaban (y todavía hoy se llaman) Cortes; en Francia y Holanda, Estados Generales; en los territorios alemanes, Dieta.

Pero tras el Renacimiento, el avance de los parlamentos se vio frenado por el desarrollo de los Estados centralizados en torno a un monarca absoluto. Por eso la referencia anterior al Borbón, epítome del gobernante sin restricciones. Durante su reinado de 72 años, un récord para la historia europea (aunque quién quita que la actual moradora del Palacio de Buckingham lo supere), Luis XIV no convocó a los Estados Generales ni una sola vez. Gobernaba a partir de edictos, su santa palabra. Tampoco lo hizo su bisnieto y sucesor, Luis XV, en casi seis décadas sentado en el trono. Cuando el nieto de este, Luis XVI, se vio obligado a reunir al parlamento, la exigencia de una Constitución que estableciera una Asamblea Nacional permanente fue el evento que dio inicio a la Revolución Francesa, que la izquierda en todo el mundo tanto reivindica.

Inglaterra, tal vez por su tradición parlamentaria de más antigüedad, pudo consolidar mucho antes el fin del absolutismo con una legislatura fuerte, que sirvió de modelo. Evidentemente la evolución fue diferente en cada país, pero en casi todos este tipo de instituciones colegiadas no solamente fue creciendo en sus atribuciones legislativas y contraloras, sino que se fue democratizando en la forma en que sus integrantes eran electos, alejándose así de sus orígenes aristocráticos. El resultado se volvió la regla general en Europa tras la Primera Guerra Mundial, con interrupciones producto del fascismo o el estalinismo.

No es una cosa exclusiva del Viejo Continente. América tuvo su primer ensayo exitoso mucho antes que buena parte del resto del mundo: el Congreso de Estados Unidos. Los países latinos hemos tenido parlamentos propios también desde la independencia. Es cierto que en el Nuevo Mundo en general han sido más débiles que sus equivalentes al otro lado del Atlántico. Pero cada vez pueden más. Para muestra los destinos de Carlos Andrés Pérez, aquí en Venezuela; Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil.

Como puede verse, el poder legislativo plural es un contrapeso importante para prevenir la acumulación desmedida de poder en un individuo. Pero contra todo esto es que Maduro se ha declarado, queriendo emular a sus ídolos de Sierra Maestra y las selvas del sureste asiático, “en rebelión”.

Alguien pudiera decir que la comparación con la monarquía absoluta está fuera de lugar porque nuestro mandatario no tiene liderazgo real y hace lo que otros le ordenan a puerta cerrada. Si el caso de Maduro en efecto es tal, ello constituye justamente uno de los peores aspectos de la no separación de poderes. Los monarcas, aunque gobernantes titulares, pueden ser débiles y dejarse influir por terceros, bien sean cónyuges u otros familiares, cortesanos favoritos o gente de armas. Cabe recordar a esos emperadores romanos que acabaron siendo meros títeres de la Guardia Pretoriana. La aparición de esta figura principesca, por cierto, fue el resultado de la abolición de la República y la reducción del Senado, tatarabuelo de las legislaturas modernas.

El chavismo siempre fue un movimiento político de tendencia monárquica, de hegemonía de uno solo. La AN controlada por él prefería delegar la mayor parte del tiempo sus facultades al Presidente vía habilitante. Como la nueva mayoría instalada este año pretende devolverle al Parlamento su verdadera función, el PSUV aspira a borrarlo del mapa.

Evitar que esto ocurra implica una defensa de los derechos ciudadanos en la misma línea que el revocatorio. Hasta ahora la MUD, con protagonismo de los propios diputados, se ha concentrado en canalizar la protesta de la enorme mayoría de descontentos hacia la realización del referéndum antes del 10 de enero. Pero la preservación de la Asamblea Nacional, electa por nosotros, también es una causa necesaria. Ojalá no lo olviden los parlamentarios. El Capitolio es una casa que ellos ocupan, pero gracias a la voluntad de otros ante los que rinden cuentas.

@AAAD25