Lucha contra el rentismo petrolero ¿Épica o farsa?, por Alejandro Armas
Lucha contra el rentismo petrolero ¿épica o farsa?

@AAAD25

Por decirlo en coloquialismo criollo, tenemos un oficialismo que la agarra con las cosas. Es decir, tiende a obsesionarse. Los focos de esta atención exagerada son fáciles de identificar porque son aquello que los voceros rojos repiten de forma enfermiza en sus alocuciones. Algunas obsesiones, desde que aparecen, se han vuelto fijas y constantes. Ahí están las amenazas de intervención militar imperialista desde Estados Unidos, las conspiraciones violentas de la oposición, la guerra económica, las maniobras de Rajoy y Uribe, el paramilitarismo que explica la sangre derramada por las calles de todo el país, etc.

Pero hay otras obsesiones que son pasajeras. Copan el discurso chavista por un tiempo breve y luego desaparecen. La insistencia con la que se les hace referencia contrasta con lo fácil que las olvidan. Pongo un ejemplo: la disputa fronteriza con Guyana. El año pasado Maduro dio un giro de 180 grados a lo que, por voluntad de su omnisciente mentor, había sido la política de pasar la página y dejar las cosas como están. De pronto el Acuerdo de Ginebra volvió a ser importante y el Presidente solo tenía boca para denunciar la explotación de petróleo en lo que Venezuela reclama como su territorio. Por un breve tiempo, su par guyanés se volvió el enemigo número uno de la epopeya roja. Hubo unas conversaciones, la foto de los mandatarios con el secretario general de la ONU y…. y ya. No pasó más nada. Todo como antes. El tema no volvió a tocarse.

Desde la todavía no reconocida derrota del pasado 6 de diciembre, el Gobierno ha mantenido una obsesión que, lamentablemente, parece pertenecer a la categoría de las pasajeras. Digo que es lamentable porque, a diferencia de casi todas las cosas con las que la agarra, esta sí es un problema real, y muy grave. Me refiero al rentismo petrolero.

La dualidad que ha significado el crudo para esta tierra desde que reventaron los primeros pozos en los años 10 y 20 es tan notable que ha inspirado canciones populares (“Puede hacernos ricos, puede hacernos mal, solo el tiempo nos lo dirá”, entona Gualberto Ibarreto). Por un lado está la oportunidad de explotar como pocos países uno de los commodities más demandados del orbe.

Por el otro está la dependencia de esa riqueza, la atadura de nuestra economía a las cotizaciones de un bien en el mercado internacional, factor que está fuera de nuestro control. El precio del oro negro es una boya que eleva el país hasta la superficie, o un ancla que lo hunde hasta el abismo tenebroso.

¿Creen que es una exageración? Revisen nuestro último medio siglo y notarán que los períodos de prosperidad coinciden con las bonanzas petroleras, y los de penurias, con los desplomes. Durante los primeros tres gobiernos democráticos posteriores a Pérez Jiménez, los precios estuvieron relativamente bajos. Luego, en 1973 estalla la Guerra del Yom Kippur y buena parte de los grandes proveedores del Medio Oriente imponen un embargo a Occidente por su apoyo a Israel. El valor del crudo que sí transitaba libremente por los mercados, como el nuestro, aumentó de forma impresionante. Aunque la coyuntura bélica se superó antes de que terminara el año, el valor del petróleo siguió sumamente alto durante el resto de la década. Esta fue la “Venezuela saudita”, la época de los “ta’ barato”. Había dinero por doquier. Edo Sanabria retrató el momento en una caricatura genial. El protagonista del momento, Carlos Andrés Pérez, hace su reconocido gesto de agitar los brazos, pero soltando al aire montones de dólares.

No obstante, el Estado gastó mucho más de lo que en realidad podía pagar. Entre eso y la corrupción, el panorama ya era bastante grave cuando a principios de los ochenta el crudo cayó. El primer síntoma del malestar fue el Viernes Negro. La década fue de progresivo aumento de la pobreza y frustraciones acumuladas. Añorando los tiempos de vacas gordas, Pérez fue electo para un segundo mandato. La austeridad adoptada inmediatamente fue todo lo contrario a lo que se esperaba, y la ira masiva estalló en el Caracazo. Durante los noventa, el petróleo tocó nuevos fondos y, sí, en proporción inversa creció la miseria de las mayorías.

Parecía que la experiencia contrastante entre la década de los setenta y los veinte años que le siguieron sería suficiente para que el gobierno con el que Venezuela incursionó en el siglo XXI hubiera aprendido la lección de los peligros del rentismo petrolero. Nada que ver. Como llegó al poder por las urnas, Chávez sabía que, en un principio al menos, sería sumamente difícil impulsar la transformación hacia un Estado a su medida sin el apoyo de la mayoría de la población. Para granjearse este soporte, su carisma era una herramienta importante, pero no suficiente. Hacía falta algo más tangible. Ese algo fue su gigantesca política social que, más allá de lo emocional y religioso, se ha convertido en la bandera material del chavismo. Atención médica en los barrios, programas educativos, construcción de viviendas. Todo esto gratis o con subsidios tan amplios que el ciudadano tiene que pagar una ínfima parte del valor real.

¿Cómo financiar todo esto? Con petróleo, naturalmente. A Chávez le vino como anillo al dedo el incremento del valor del crudo que comenzó más o menos en 2004, uno sin precedentes, hasta la estratósfera. De ahí la frase “Pdvsa ahora es de todos”. El detalle es que la historia se repitió, y como la bonanza fue más grande, también lo fueron los problemas que trajo. Es como si el país hubiera vuelto a emborracharse de petrodólares, al igual que en los setenta, pero con mucha menos moderación. La rumba se termina y queda una resaca peor a la de los ochenta y los noventa. La cuenta es también, desde luego, mucho más elevada.

Hablando en serio, ¿qué pasó? Otra vez el Estado receptor de la renta lo gastó todo y mucho más. Lo que no alcanzó fue cubierto con impresión de dinero inorgánico (causa por excelencia de la inflación) y endeudamiento.

La atención estaba centrada en optimizar las ganancias de la minita de oro negro. Poner todo ese dinero a contribuir con la diversificación económica era un proceso lento, que no podía brindar los réditos clientelares que Chávez quería lograr lo más pronto posible.

Eso no es todo. Mientras, los controles de cambio y precio estrangularon el aparato productivo. No discutiré si esto fue un error de cálculo o un objetivo buscado deliberadamente por el Gobierno. El punto es que los efectos nocivos de este drama no se sintieron mientras el petróleo estuvo por las nubes, ya que el Estado podía tapar el hueco dejado por los productores venezolanos con importaciones masivas. Cerrado el grifo de petrodólares, caen en picado las compras al exterior y la escasez arrecia. He ahí una pequeña diferencia con situaciones anteriores.

Para colmo, el monopolio sobre el flujo del gigantesco ingreso en divisas se ha traducido en una corrupción que deja en pañales la que se vivió en la mal llamada “cuarta”. Miles de millones de dólares desaparecidos, según denuncian exfuncionarios chavistas del más alto nivel hoy execrados, justamente, por levantar la voz contra el saqueo.

Cualquier otra cosa habría sido preferible al despilfarro que vivimos. Incluso sin un programa de diversificación, por lo menos pudo usarse buena parte del ingreso para un fondo de ahorros y estabilización macroeconómica. Eso hicieron varios países también dependientes de la renta petrolera. No creo que sea lo ideal. Pero al menos evitó que, ahora que el petróleo bajó, vivan una crisis como la nuestra.

Ahora vienen a decirnos que no es el modelo socialista ortodoxo lo que ha fracasado, sino el rentismo petrolero, el cual atribuyen al capitalismo. Ya vimos que varios factores, además del crudo barato, nos trajeron adonde estamos ahora. Además, si esta “revolución” llegó con vocación de cambiar el viejo orden, ¿por qué no luchó contra el flagelo rentista desde un principio? Resulta que hasta 1999 el petróleo generaba poco menos de 70% del ingreso del país en divisas. Ahora ese porcentaje es de alrededor de 95%.

Por todo esto parece fingida la pretensión obsesiva del Gobierno de ponerle fin a la dependencia del hidrocarburo. Parece ser una reacción coyuntural a un problema que, desgraciadamente, considera coyuntural. Bastaría con que los precios se disparen de nuevo para silenciar el grito de hoy y volver a las viejas andanzas.

En Las venas abiertas de América Latina, Galeano se refiere a una carta que le escribió Salvador Garmendia, en la que el novelista compara el balancín, por su forma y movimientos, con un buitre que picotea la carroña, en medio de un panorama de suciedad y desolación. Mientras la población no aprehenda el peligro de la dependencia del oro negro, este seguirá alimentando a unos pocos y trayendo miseria a los demás.

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