El efecto “Delcy”, por Antonio José Monagas
El efecto “Delcy”, por Antonio José Monagas

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Se ha dicho, que “en el saber pedir está el modo de dar y recibir” lo cual, desde la perspectiva de la diplomacia, tiene una importante significación. Sobre todo, en el contexto de la política. Pudiera verse como una invocación al hecho de actuar en correspondencia con necesidades de mutua demanda entre partes adversas. En este sentido constituye un recurso de comunicación asertiva pues como mecanismo de persuasión, tiene la capacidad de lograr el proceso de negociación o acuerdo requerido ante una situación de apremio. Tanto es así, que la diplomacia puede entenderse no tanto en cómo reclamar soluciones, que en cómo pretender una respuesta sin que la contraparte caiga en cuenta del carácter de aprobación asumido ante lo solicitado. O sea que sin hablar mucho, puede conseguir lo suficiente. Quizás, fue lo que advirtió Winston Churchill cuando asintió que “el diplomático es una persona que primero piensa dos veces y finalmente no dice nada”. Así lo adujo, para que se comprendiera que la diplomacia se supedita a aquel principio político según el cual es ineludible demostrar que “las actitudes son más importantes que las aptitudes”.

La diplomacia, tal como la estila su praxis actual, incitada por la dinámica política que en la actualidad le caracteriza, no siempre es respetuosa de los procesos y procedimientos que rigen el ejercicio de la democracia. Las dificultades surgen cuando la renuencia atosiga la conducta del diplomático toda vez que responde a comportamientos de obstinada condición o de extremista disposición. No termina de reconocer que lo importante no es tanto atender los corrillos de pasillo, como averiguar lo que está pensándose o maquinándose tras las apariencias. Sobre todo, en momentos en que las oportunidades parecieran no remontar la cuesta de las circunstancias. Razón tuvo Pitágoras para exhortar que, ante situaciones críticas, toda persona debe medir sus deseos, pesar sus opiniones y contar sus palabras. Sentencia ésta que bien orientaría el oficio del diplomático en medio de toda discusión que comprometa su actitud política.

Sin embargo cuando la obstinación envuelve las emociones que invaden el ámbito diplomático, tienden a desvirtuarse formas que son necesarias a los fines de preservar el carácter recíproco por el cual se valora el Derecho Diplomático. Asimismo, se enrarecen la vías políticas que atribuyen sentido a la diferencia que reina entre las acepciones de Política Exterior, Diplomacia y Derecho Diplomático. Su confusión, acarrea serias consecuencias al Derecho Internacional el cual pauta necesarios acuerdos y negociaciones entre Estado-Naciones.

El cuadro que vive el continente americano, de cara a los múltiples cambios que están produciéndose, plantea una diplomacia acorde con exigencias de estratégica condición política. Precisamente la situación que ahora caracteriza a Venezuela, en el fragor de la grave crisis política que padece, y que arrastra otras crisis de tipo económico y social, demanda una diplomacia que haga concordar un discurso de presuntuoso interpretación con una realidad de exasperada situación. No obstante más pudo la pobreza intelectual y cultural al primar el nombramiento de la actual canciller de la República, que la necesidad inminente de contar con una personalidad preparada en materia diplomática que supiese manejarse ante las normas y usos conexos que rigen las relaciones formales entre los Estados, y de estos con otros sujetos del Derecho Internacional. He ahí el problema toda vez que hay quienes en materia diplomática se entregan a hablar de cosas, de gente. Pero no tienen la capacidad para hablar de ideas. Quizás, porque carecen de ellas.

Ese ha sido y sigue siendo el problema que, reiteradamente, ha puesto en ridículo a Venezuela cada vez que organismos internacionales, como es el caso de la Organización de Estados Americanos, requieren de la asistencia o presencia de la representación “diplomática” del país ante ineludibles convocatorias. Lo que recién se vivió en Washington, en el Consejo Permanente de esa organización, luce difícil de calificar toda vez que el papel de la representante por Venezuela, no atinó a actuar con la moderación y cordura que el encuentro motivaba. El estilo ramplón de la forzada “diplomática”, deslució más que de costumbre pues no sólo quiso desconocer el objeto del llamado institucional. Sino que además, pretendió desconocer altaneramente el orden según el cual se establecía la agenda de la reunión. Tanto así, que le fue elevado un reclamo dada la confusión que su intervención avivó y que no llegó a advertir. Al punto, que su retorno al país motivó una campaña con tal grado de desinformación, que la cúpula gubernamental la aprovechó para torcer la esencia del referido acontecimiento y manipularlo a su entero antojo deformando de esa manera, verdades y realidades.

La resonancia de la intervención de la canciller venezolana en la OEA, no sólo puede calificarse como la apología de la desfachatez. También, como un elogio a la locura ideológica encauzada por la involución que ha retraído el desarrollo del país en concordancia con la ineptitud y codicia de sus gobernantes. Las incoherencias expuestas en nombre de la “diplomacia socialista”, repercutieron espantosamente en el discurrir de un continente que, políticamente, viene zafándose de trampas populistas que, sobre naciones con historiales de democracia, tramó la tirantez de proyectos totalitarios que han pretendido desplazar las libertades y derechos humanos para sustituirlos por verticalismos propios de despotismos militaristas. Con la vergüenza del caso, eso fue lo que terminó llamándose: el efecto “Delcy”.

@ajmonagas